Crónicas del Futuro

Crónicas del Futuro

Ta Megala

Fernando Solana Olivares

Quince de agosto de 3127. Los caminos de esta provincia inexplorada son un tormento. Avanzamos con cuidado, atentos a todos los peligros y dificultades que acechan en la ruta. Nuestros antiguos mapas son imprecisos y no nos permiten avanzar con la rapidez que quisiéramos. Hoy por la tarde encontramos las primeras dunas. Un inmenso desierto se extiende delante de nosotros.

Los equipos porteadores se han desbaratado a medias. Levantamos los restos después de una fuerte tormenta que derribó nuestros zancos, tres días después de caminar por el desierto sin ningún obstáculo. Perdimos varias ovejas, eso reduce el agua y las provisiones.

Michaux insiste en que el monasterio debe mostrársenos para encontrarlo, pero sin cesar el movimiento que la búsqueda nos exige. Algunos miembros del grupo creen que estamos cerca del borde del desierto porque entramos a él por uno de los extremos. De tanto en tanto surgen ante nuestros ojos montañas y valles que se esfuman.

Sombras de columnas y amplios frontones fantasmales se perciben alrededor, en medio del vacío calcinante de las arenas, como si estuviéramos cubiertos por una sustancia inmaterial. Sentimos un magnetismo que va creciendo conforme caminamos. La tensión es tan fuerte que paraliza a las ovejas. Con mucho esfuerzo seguimos.

El monasterio se materializó delante de nuestros ojos asombrados. Un silencioso monje nos franqueó el acceso y nos condujo a una estancia para descansar, comer y refrescarnos. El recinto era de piedra y parecía intemporal. Decidimos que Michaux hablara por todos.

En la estancia las horas apenas se desgranan y el silencio es reconfortante. Nadie ha venido todavía. Se escuchan cantos de voces graves en sordina. Quizá hemos llegado a establecer contacto con el Centro perdido. Ninguno de nosotros se atreve a decirlo. Estas inteligencias fundamentales perciben los pensamientos.

Otro monje silencioso nos condujo por anchos pasillos hasta un alto edificio excavado en la roca. La luz que bañaba la atmósfera tenía un tono dorado. El venerable nos recibió en representación del abad. Frescos que parecían ser muy antiguos adornaban el imponente salón. Nos sentamos a su alrededor en redondos cojines y preguntó qué queríamos.

Michaux explicó que necesitábamos orientación y ayuda en la tarea que nos habíamos propuesto: contribuir al surgimiento de una fe que resolviera la anarquía existente y estableciera un vínculo entre los hombres y el cielo. Evitó decir: entre los hombres y Dios. El venerable no comentó nada y nos permitió retirarnos.

Soñé con Parisgótica, la ciudad que dejamos atrás hace tantos años que lo he olvidado. El tiempo no aparenta transcurrir en este lugar. Uno de nosotros, vagabundeando por ahí, descubrió el lugar de las bailarinas sagradas. Gurdjieff dijo la verdad y ahora, muchos siglos después, lo sabemos. Dudamos entre deslizarnos en secreto al gineceo o hacer que se nos invite.

Pedimos al monje que solicite el permiso del abad. El tiempo pasa sin pasar y él regresa para llevarnos al sitio. Los movimientos de las bailarinas, hechos alrededor de postes de marfil grabados con símbolos desconocidos, desprenden capas del espacio y aluden a conocimientos que se nos escapan. La música que hacen tres hombres altos con dos instrumentos de cuerdas y un pandero cuenta cosas secretas que sin entender comprendemos.

El efecto de las danzas sigue entre nosotros. Los altos árboles de marfil utilizados por las mujeres han quedado grabados en el recuerdo como si estuvieran a punto de ofrecer una revelación intangible. Reposamos en la tranquilidad. “Ataraxia”, dijo uno de nosotros. Hoy a la distancia advertí el baño de las bailarinas.

Si la leyenda es cierta, alguna vez un hombre hizo el amor con una de ellas. Nunca fue más allá de este punto y la Ciudad Velada, el Centro, no se le mostró. Las mujeres tienen voces de sirena. Es difícil escucharlas y resistirse a su llamado. Me acerqué al estanque por la tarde y tres de ellas escaparon desnudas entre risas.

Requerimos regresar ante el venerable. Michaux decidió hablar de lo que tanto nos significaba, pero el venerable lo interrumpió. Dijo que nuestro empeño quedaba fuera de nuestro alcance del mismo modo como nosotros no éramos parte de ninguna tradición. Después guardó un silencio que fue como una evaporación.

Completa falta de ansiedad, así es este lugar. Las tajantes palabras del venerable nos paralizaron. En medio de la profunda calma surgía la resistencia. Decidimos aguardar algo que no sabíamos. Quizá una recapacitación. Nos parecía que apenas llegábamos a un espacio donde ya habíamos estado. Familiar y ajeno.

Salí por la noche. Había luna llena y escuché voces que provenían del estanque. Cuando entré al agua una silueta pasó rozándome. La grupa de la bailarina me excitó y fui tras ella. La tomé brevemente de los brazos antes de que se librara de mis manos con la agilidad de un pez. Su cuerpo brilló al huir bañado por la luna.

La voluntad de todos va disolviéndose. Michaux dice que quizá muchos de los secretos moradores del monasterio son hombres que lograron llegar hasta acá con otro afán cuya única tarea consistía en llegar hasta acá. Decidimos preguntárselo al venerable, que no ha contestado a nuestra petición para visitar al abad.

Otros como ustedes, en épocas menos oscuras, también llegaron hasta acá. El abad puedo ser yo o no y el Centro éste o no. ¿En qué cambia eso las cosas? Volvemos a presenciar la tajante indiferencia del venerable. La nuestra parece ser mayor. Ninguno recordó la misión del culto fundacional del que hablamos hace ya quién sabe cuántos días.

Quisiera yo ser bueno conmigo en todo. Repito en un susurro esa línea de un poeta de hace once siglos. Quizá es lo que todos sentimos envueltos por este tiempo inmóvil. Volvemos a ver a las danzantes, son parte de la sosegada plenitud: árboles sabios y agua de plata. Hoy soñé con la sirena del estanque. Volveré.

Surge la duda en alguno: ¿nos expulsarán evaporándose? Salgo por la noche de nuestro refugio y voy hacia el estanque que luce solitario. Floto en sus aguas acariciantes y corpúsculos de luz tocan mi cuerpo. Dos mujeres nadan en el fondo como ondinas. Son iguales. ¿Será una de ellas mi fugaz prisionera? Desaparecen.

Discurrimos sobre la necesidad de medir el tiempo. Nadie sugiere otra vez poner un plazo para nuestra partida, como si ya no interesara avivar los débiles rescoldos de aquello que éramos antes de ser aceptados en la Ciudad Oculta. Lo que pensamos lo sabe el venerable. Nosotros mismos no siempre necesitamos hablar.

No tenemos ninguna prueba de que en este lugar viva el Rey del Mundo, pero creemos que cuando menos es su antesala. Michaux habla del relato de la piedra negra y el venerable, en su sabiduría, muestra cierta perplejidad al rechazar que el descubrimiento del misterio pueda lograrse a través de textos mutilados. Pero ustedes están aquí, dice, y por primera vez sonríe.

El título designa un principio, no a un personaje histórico o legendario. El venerable acepta lo que afirman nuestros precarios conocimientos, nuestra incompleta trasmisión: el título es para Manu, el legislador primordial y universal. No nos dice si su asiento está aquí. Ni siquiera se le pregunta.

“Inteligencia cósmica que refleja la luz espiritual pura y formula la Ley”. El venerable usó los mismos términos escritos centurias atrás por Guénon. Así llega a nosotros cierta antigua energía. No es que haya luna de nuevo en la noche, uno la desea y la logra ver. Por un instante creímos escuchar las voces de las bailarinas acercándose a nosotros.

Camino sobre las piedras en este mundo más real y entro al agua, que siempre que me toca me disuelve. La sirena que surge a mi lado me rehace y la sigo bajo el agua hasta salir en un bajo del estanque. La recorro con mis manos. Ella responde complaciente. Sexo cognitivo. Después sé que he cometido una transgresión.

“Agartha, Agartha, Agartha”. Eso escucho entre los jadeos de la mujer mientras se entrega. Al poseerla la pierdo. El venerable ha dejado de llamarnos y por momentos el contorno de los que nos rodea se desvanece. Michaux dice que debemos aguardar. El tiempo se detiene y luego corre de nuevo. No soy el único que en el estanque conoció mujer.

De todos modos nos habrían echado, convenimos, cuando el desierto nos volvió a rodear. Nos ponemos en marcha sin saber adónde iremos. Damos vueltas en círculos hasta que cae la noche y vuelve el día. Empezamos otra vez y otra vez, como si el imán de la Ciudad Invisible nos fijara a un hilo.

Detrás de una duna nos esperaba el venerable. “El Rey del Mundo no va con ustedes”, dijo sin palabras, e indicó con su caduceo el camino que nos sacaría del desierto. Escribo todo esto sobre tierra sólida. El pantano de arena ya quedó atrás. En el grupo prevalece una sensación de distancia. Las cosas se miran como si fueran copia de las cosas.

Tomado de https://morfemacero.com/

Ta Megala

Fernando Solana Olivares

Quince de agosto de 3127. Los caminos de esta provincia inexplorada son un tormento. Avanzamos con cuidado, atentos a todos los peligros y dificultades que acechan en la ruta. Nuestros antiguos mapas son imprecisos y no nos permiten avanzar con la rapidez que quisiéramos. Hoy por la tarde encontramos las primeras dunas. Un inmenso desierto se extiende delante de nosotros.

Los equipos porteadores se han desbaratado a medias. Levantamos los restos después de una fuerte tormenta que derribó nuestros zancos, tres días después de caminar por el desierto sin ningún obstáculo. Perdimos varias ovejas, eso reduce el agua y las provisiones.

Michaux insiste en que el monasterio debe mostrársenos para encontrarlo, pero sin cesar el movimiento que la búsqueda nos exige. Algunos miembros del grupo creen que estamos cerca del borde del desierto porque entramos a él por uno de los extremos. De tanto en tanto surgen ante nuestros ojos montañas y valles que se esfuman.

Sombras de columnas y amplios frontones fantasmales se perciben alrededor, en medio del vacío calcinante de las arenas, como si estuviéramos cubiertos por una sustancia inmaterial. Sentimos un magnetismo que va creciendo conforme caminamos. La tensión es tan fuerte que paraliza a las ovejas. Con mucho esfuerzo seguimos.

El monasterio se materializó delante de nuestros ojos asombrados. Un silencioso monje nos franqueó el acceso y nos condujo a una estancia para descansar, comer y refrescarnos. El recinto era de piedra y parecía intemporal. Decidimos que Michaux hablara por todos.

En la estancia las horas apenas se desgranan y el silencio es reconfortante. Nadie ha venido todavía. Se escuchan cantos de voces graves en sordina. Quizá hemos llegado a establecer contacto con el Centro perdido. Ninguno de nosotros se atreve a decirlo. Estas inteligencias fundamentales perciben los pensamientos.

Otro monje silencioso nos condujo por anchos pasillos hasta un alto edificio excavado en la roca. La luz que bañaba la atmósfera tenía un tono dorado. El venerable nos recibió en representación del abad. Frescos que parecían ser muy antiguos adornaban el imponente salón. Nos sentamos a su alrededor en redondos cojines y preguntó qué queríamos.

Michaux explicó que necesitábamos orientación y ayuda en la tarea que nos habíamos propuesto: contribuir al surgimiento de una fe que resolviera la anarquía existente y estableciera un vínculo entre los hombres y el cielo. Evitó decir: entre los hombres y Dios. El venerable no comentó nada y nos permitió retirarnos.

Soñé con Parisgótica, la ciudad que dejamos atrás hace tantos años que lo he olvidado. El tiempo no aparenta transcurrir en este lugar. Uno de nosotros, vagabundeando por ahí, descubrió el lugar de las bailarinas sagradas. Gurdjieff dijo la verdad y ahora, muchos siglos después, lo sabemos. Dudamos entre deslizarnos en secreto al gineceo o hacer que se nos invite.

Pedimos al monje que solicite el permiso del abad. El tiempo pasa sin pasar y él regresa para llevarnos al sitio. Los movimientos de las bailarinas, hechos alrededor de postes de marfil grabados con símbolos desconocidos, desprenden capas del espacio y aluden a conocimientos que se nos escapan. La música que hacen tres hombres altos con dos instrumentos de cuerdas y un pandero cuenta cosas secretas que sin entender comprendemos.

El efecto de las danzas sigue entre nosotros. Los altos árboles de marfil utilizados por las mujeres han quedado grabados en el recuerdo como si estuvieran a punto de ofrecer una revelación intangible. Reposamos en la tranquilidad. “Ataraxia”, dijo uno de nosotros. Hoy a la distancia advertí el baño de las bailarinas.

Si la leyenda es cierta, alguna vez un hombre hizo el amor con una de ellas. Nunca fue más allá de este punto y la Ciudad Velada, el Centro, no se le mostró. Las mujeres tienen voces de sirena. Es difícil escucharlas y resistirse a su llamado. Me acerqué al estanque por la tarde y tres de ellas escaparon desnudas entre risas.

Requerimos regresar ante el venerable. Michaux decidió hablar de lo que tanto nos significaba, pero el venerable lo interrumpió. Dijo que nuestro empeño quedaba fuera de nuestro alcance del mismo modo como nosotros no éramos parte de ninguna tradición. Después guardó un silencio que fue como una evaporación.

Completa falta de ansiedad, así es este lugar. Las tajantes palabras del venerable nos paralizaron. En medio de la profunda calma surgía la resistencia. Decidimos aguardar algo que no sabíamos. Quizá una recapacitación. Nos parecía que apenas llegábamos a un espacio donde ya habíamos estado. Familiar y ajeno.

Salí por la noche. Había luna llena y escuché voces que provenían del estanque. Cuando entré al agua una silueta pasó rozándome. La grupa de la bailarina me excitó y fui tras ella. La tomé brevemente de los brazos antes de que se librara de mis manos con la agilidad de un pez. Su cuerpo brilló al huir bañado por la luna.

La voluntad de todos va disolviéndose. Michaux dice que quizá muchos de los secretos moradores del monasterio son hombres que lograron llegar hasta acá con otro afán cuya única tarea consistía en llegar hasta acá. Decidimos preguntárselo al venerable, que no ha contestado a nuestra petición para visitar al abad.

Otros como ustedes, en épocas menos oscuras, también llegaron hasta acá. El abad puedo ser yo o no y el Centro éste o no. ¿En qué cambia eso las cosas? Volvemos a presenciar la tajante indiferencia del venerable. La nuestra parece ser mayor. Ninguno recordó la misión del culto fundacional del que hablamos hace ya quién sabe cuántos días.

Quisiera yo ser bueno conmigo en todo. Repito en un susurro esa línea de un poeta de hace once siglos. Quizá es lo que todos sentimos envueltos por este tiempo inmóvil. Volvemos a ver a las danzantes, son parte de la sosegada plenitud: árboles sabios y agua de plata. Hoy soñé con la sirena del estanque. Volveré.

Surge la duda en alguno: ¿nos expulsarán evaporándose? Salgo por la noche de nuestro refugio y voy hacia el estanque que luce solitario. Floto en sus aguas acariciantes y corpúsculos de luz tocan mi cuerpo. Dos mujeres nadan en el fondo como ondinas. Son iguales. ¿Será una de ellas mi fugaz prisionera? Desaparecen.

Discurrimos sobre la necesidad de medir el tiempo. Nadie sugiere otra vez poner un plazo para nuestra partida, como si ya no interesara avivar los débiles rescoldos de aquello que éramos antes de ser aceptados en la Ciudad Oculta. Lo que pensamos lo sabe el venerable. Nosotros mismos no siempre necesitamos hablar.

No tenemos ninguna prueba de que en este lugar viva el Rey del Mundo, pero creemos que cuando menos es su antesala. Michaux habla del relato de la piedra negra y el venerable, en su sabiduría, muestra cierta perplejidad al rechazar que el descubrimiento del misterio pueda lograrse a través de textos mutilados. Pero ustedes están aquí, dice, y por primera vez sonríe.

El título designa un principio, no a un personaje histórico o legendario. El venerable acepta lo que afirman nuestros precarios conocimientos, nuestra incompleta trasmisión: el título es para Manu, el legislador primordial y universal. No nos dice si su asiento está aquí. Ni siquiera se le pregunta.

“Inteligencia cósmica que refleja la luz espiritual pura y formula la Ley”. El venerable usó los mismos términos escritos centurias atrás por Guénon. Así llega a nosotros cierta antigua energía. No es que haya luna de nuevo en la noche, uno la desea y la logra ver. Por un instante creímos escuchar las voces de las bailarinas acercándose a nosotros.

Camino sobre las piedras en este mundo más real y entro al agua, que siempre que me toca me disuelve. La sirena que surge a mi lado me rehace y la sigo bajo el agua hasta salir en un bajo del estanque. La recorro con mis manos. Ella responde complaciente. Sexo cognitivo. Después sé que he cometido una transgresión.

“Agartha, Agartha, Agartha”. Eso escucho entre los jadeos de la mujer mientras se entrega. Al poseerla la pierdo. El venerable ha dejado de llamarnos y por momentos el contorno de los que nos rodea se desvanece. Michaux dice que debemos aguardar. El tiempo se detiene y luego corre de nuevo. No soy el único que en el estanque conoció mujer.

De todos modos nos habrían echado, convenimos, cuando el desierto nos volvió a rodear. Nos ponemos en marcha sin saber adónde iremos. Damos vueltas en círculos hasta que cae la noche y vuelve el día. Empezamos otra vez y otra vez, como si el imán de la Ciudad Invisible nos fijara a un hilo.

Detrás de una duna nos esperaba el venerable. “El Rey del Mundo no va con ustedes”, dijo sin palabras, e indicó con su caduceo el camino que nos sacaría del desierto. Escribo todo esto sobre tierra sólida. El pantano de arena ya quedó atrás. En el grupo prevalece una sensación de distancia. Las cosas se miran como si fueran copia de las cosas.

Tomado de https://morfemacero.com/