Colaboraciones
Blanca Luz Pulido
Desde hace por lo menos quince años quería yo conocer Buenos Aires. El pasado septiembre pude por fin cumplir ese deseo. Del 7 al 21, catorce días que se vuelven doce si se excluyen los días de la llegada y del regreso. Al ser mi primera vez en ese país, las impresiones siguen vívidas, cercanas. Impresiones, no siempre conocimiento. En sueños sigo estando ahí, el espíritu viaja mucho más lentamente que el cuerpo. Pidiendo de antemano la indulgencia del lector, trataré de transcribir aquí, antes de que el olvido las vuelva nada, esas ráfagas, ese primer contacto (ojalá no el último) a un lugar que para muchos es mítico, más literario que real. Como lo era para mí misma antes del pasado septiembre.
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Primeros días
Llegada al aeropuerto a las 4 de la mañana. No hay como llegar a esa hora a un aeropuerto para descubrir de qué está hecha una ciudad. Pensé que todo estaría muerto y habría de esperar horas en una banca, si alguna estuviera desocupada, antes de dirigirme a mi alojamiento. Pues para mi sorpresa, no: varias pequeñas cafeterías- restaurantes sencillos bullían de gente. Eso sí: para llegar a la ciudad, es necesario alquilar un “remise” (aún hoy desconozco por qué se les llama así), o sea, un taxi de alquiler, a precios de pánico.
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A pesar de toda la ropa para clima frío que llevé (sabía que era el fin del invierno en Argentina, que suele ser riguroso), ya los desnudos árboles y el gris del cielo de las 7 de la mañana –cuando abordé mi elegante taxi, conducido por un chofer cuyo aspecto era el de un canoso y distinguido profesor universitario de filosofía, enfundado en un elegante abrigo de lana negra– me dijeron que estaba en una tierra de clima desconocido, con un frío húmedo que cala hasta la médula. El verdadero viaje había empezado.
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Me hospedé en el barrio de Belgrano. ¿Por qué ese y no otro? Es difícil elegir en una ciudad grande y diversa, pero creo que repetiría la elección si regresara. Tranquilo pero bien comunicado, con tiendas de todo tipo y restaurantes acogedores, heladerías en cada cuadra (muy propias de la ciudad), pequeños establecimientos que son, diría yo, el 80% del comercio porteño. Difícil describir cada café, cada pequeño restaurante, cada panadería que ofrece productos elaborados ahí mismo, cada confitería, que son mezclas de cafetería con pastelería. Muchos de esos comercios parecen bistrós parisinos. Y sin sentirse tales, pues la mezcla en Argentina no fue entre lo español y lo indígena, como en otros países de este lado del charco, sino entre lo francés, lo español, lo italiano, lo alemán. Muchas veces me sentía como en una Europa fuera de Europa, en un continente per se.
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Un cielo color lila
Mucho me repiten amigos que viven ahí que ese refinamiento, ese tono parisino-madrileño-barcelonés-italiano de la ciudad no es uniforme ni se encuentra en toda la extensión de la llamada “Gran Buenos Aires”. Debe ser. Era imposible para mí visitar también las llamadas “villas miseria”, ubicadas en zonas más alejadas, aunque sí noté, tanto en Belgrano como en algunos recorridos por el centro de la ciudad, hombres y mujeres vagando, miserables, rotos. Pero pocos mendigos, aunque tal vez no me tocaron por las zonas adonde fui. Al paso de los días, los fui notando, tanto en el barrio como en otros sitios más céntricos. En Belgrano, los dos primeros días, sólo noté la belleza melancólica de un cielo que se tiñó de color lila con la lluvia constante que fue mi bautizo en la ciudad. Pero el frío y la lluvia no alejaban a los parroquianos de los cafés, y el tránsito por la calle Juramento, a la vuelta de donde me alojé, ni el domingo cesaba por completo. Las aceras, que no son de cemento sino de loseta de granito en muchas partes de la ciudad, brillan con el agua, y el cuadro que forman junto con el cielo y los árboles recortados en un fondo entre azul y morado, marcaron mis primeros días en Buenos Aires. Eso y la calidez de los pequeños cafés-restaurantes, donde por muy poco dinero (de aquí) se podía desayunar, comer y cenar pequeños manjares, y beber un café exquisito.
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Belleza implacable
Como no quise definir con mucha antelación al viaje los lugares que visitar, pues en una ciudad tan grande y llena de historia, eran y son muchísimos, cafés famosos, plazas, jardines, monumentos, edificios, y un largo etcétera, dejé que en parte el azar y en parte mi literario y fragmentado conocimiento me fuera guiando. Tuve la suerte además de contar con la inapreciable ayuda de varios Virgilios, que mucho me ayudaron a dirigir mis pasos: Liane Reinshagen, psicoanalista y maga, su marido, Abel Zaurdo, periodista, Gisela Gamini y Jorge Fondebrider, poetas. Paula Zaurdo –la hija de Liane y Abel–, que participa en una pequeña compañía de teatro independiente, me invitó dos días después de mi llegada a un original paseo por algunos lugares y edificios históricos, donde un grupo de actores, caracterizados con trajes de época representaban, al aire libre, escenas de amores desdichados en la historia de Argentina. Durante el paseo grupal, que congregaba a quince personas aproximadamente, una narradora explicaba las pequeñas representaciones que veríamos, y después de ellas, nos desplazábamos a otro sitio, donde sería la siguiente. Arquitectura, historia y actuación entrelazadas. Y paisaje: fue la primera vez (y única en mi viaje) que pisé la Plaza San Martín, en el barrio de Retiro, y algunos sitios cercanos a esa zona (como la Torre Monumental o Torre de los ingleses, visible desde el parque San Martín, el impresionante edificio Kavanagh, y más). Y me cayó encima, por decirlo así, la belleza de las calles, de los árboles, de las construcciones tipo art nouveau que se multiplican sobre todo en esa parte de la ciudad, aunque no exclusivamente. Dos horas de caminata en las que miré la armonía de los colores con el paisaje, los jardines, los edificios y las calles. Dicho así suena como si fuera algo sencillo, pero no lo es: para la construcción de esta ciudad tuvo que haber una voluntad de armonía, una búsqueda consciente de equilibrio. Hasta en el abanico de colores se ve la paleta de un pintor: los tonos de las construcciones son malva, crema, azul pálido, verde pálido, gris, y rosado también pálido (a excepción de la Casa Rosada, cuyo color casi mamey se debe –lo leí hace unos días– a la sangre de buey en la mezcla que se usó para pintarla).
Empecé a tomar fotos de casi todo lo que veía, los pequeños cafés, los parques, los edificios donde las ramas de los árboles pintaban trazos oscuros, como si los resquebrajaran en la imagen. Ese día de mi primer contacto con la parte más antigua de la ciudad fue inolvidable. Tanto así que tardé casi dos días más en reponerme: tuve la sensación de no estar comprendiendo todo que veía, de estar ante una realidad muy compleja, de capas y capas superpuestas de realidades de las que apenas rozaba la superficie. Eso y el viento gélido del lunes siguiente a la caminata me mantuvieron por un día alejada de los otros sitios que quería visitar, o al menos, pisar (y que pisé en los días subsecuentes): la emblemática Plaza de Mayo, el Obelisco, la flor metálica gigante que se abre y cierra con la luz del sol (su nombre, por cierto, es Floralis genérica, o sea, “cualquier flor en general”), la librería El Ateneo Grand Splendor, el Teatro Colón, así como otras librerías, de libros nuevos y usados, y la enumeración se extendería párrafos y párrafos, porque la concentración de sitios, restaurantes, cafés, museos, lugares emblemáticos o famosos o bellos que existen en Buenos Aires es tal que se necesita mucho más de dos semanas para decir que se ha conocido o al menos visto lo esencial. Concepto que por cierto es relativo, sobre todo si uno avanza de la etiqueta de turista a la de viajero, o intenta ser este último y no el primero.
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Visita de Stendhal
Desde los primeros hasta los últimos días, me acompañó una sensación de extrañeza: todo me resultaba nuevo y al mismo tiempo tenía la impresión de haber estado ahí antes, en otra vida, en otro tiempo, a través de lecturas, de autores, de música, de tanta cultura y arte argentinos que son universales. Tantas referencias, tantos autores pueblan el imaginario años antes de poner un pie en Corrientes o acercarse a la Plaza de Mayo, que me asaltaba a ratos una sensación de irrealidad, o de realidad hipnótica o surreal, mezclada con el deseo de ver todo todo y la certeza de la imposibilidad de lograrlo. Mi avidez se vio rápidamente contrarrestada por el tiempo y el espacio: Buenos Aires, como alguna de las ciudades invisibles de Calvino, procede repitiéndose incesante. Quererla ver con la calma que merece requiere mucho, mucho más de quince días. Así, al tercer día de haber llegado, tuve un acceso del llamado Síndrome de Stendhal: demasiada belleza, de golpe, abruma. Como resultado, tuve que pasar un día y medio refugiada en mis habitaciones.
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Entre las primeras impresiones estuvo la de haber llegado no a un país latinoamericano, sino a uno europeo, donde en teoría se habla español, aunque no pocas veces tenía que pedir a las personas que hablaran más fuerte, o repitieran lo que habían dicho, ya que me era imposible entenderlas, sea por el fuerte acento, sea por palabras y expresiones para mí desusadas en primera instancia. Imposible ocultar mi extranjería: desde la primera oración la gente sabe que no eres de ahí. Pero no importa: una ciudad y un país construido por inmigrantes de varias procedencias, no se extraña de los viajeros, que son muy habituales. No pocas veces algunas personas, en los comercios del barrio que visité, expresaban su deseo de conocer México algún día. (No quise decirles que lo pensaran dos veces, en estos tiempos de violencia, ya que la situación económica del argentino promedio vuelve muy lejanas las posibilidades de concretar ese deseo.)
Al contrario de la impresión que se escucha entre quienes no saben muy bien de lo que hablan, encontré casi siempre amabilidad y buen trato, cuando pedí información, ayuda, apoyo. A veces percibí también un cierto laconismo, una parquedad cansada no exenta de melancolía. Pero la ciudad bulle, el movimiento diligente y rápido campea en las calles, en las aceras. No se ven masas de turistas por todas partes (lo que se agradece siempre), y es una cuidad organizada con precisión y sobriedad. No vi a peatones torear los autos, ni a los autos acelerar con las luces preventivas del semáforo. Detalles menores tal vez pero que dan a quien vive a pie la sensación de no estar tan en peligro, tan librado a su suerte como nos pasa aquí. Lejos de la altanería, la gente común es respetuosa, no grita, se dirige a sus quehaceres con la prisa y diligencia de cualquier habitante de una ciudad que es muy grande, pero más funcional que, por ejemplo, nuestro caótico D.F., como le seguimos diciendo muchos.
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Cerca o lejos
Siempre a mi aire, entre deslumbrada y atenta, fui a la Catedral (una extraña catedral que por fuera parece templo griego y por dentro tiene losetas art nouveau), a la Plaza de Mayo, donde no deja de sentirse un vaho de muerte, y a todas las librerías que encontré en mi camino, que no fueron muchas, afortunadamente, pues el volumen de los libros que esperaban encontrar lugar en la maleta aumentaba poco a poco pero de manera inquietante. Mientras tanto, comía ahí donde me asaltaba el hambre, y debo decir que nunca me decepcionaron los pequeños restaurantes no turísticos que encontraba. Es Buenos Aires una ciudad hecha para caminarse: si a pesar de las heladerías que hay casi en cada cuadra, y la exuberante panadería y pastelería que desborda muchos aparadores, sus habitantes se conservan generalmente delgados, ha de ser por los kilómetros que a diario deben caminar para llegar adonde quieren ir. Cierto que el metro funciona bien y por muchas avenidas se ven correr los autobuses, además de que hay varias líneas ferroviarias que llevan a las pequeñas ciudades del Gran Buenos Aires. En mi caso, después de entrar a algunas librerías y salir con varios libros de cada una, mi capacidad de seguir caminando disminuía de inmediato. Entonces, recurría al apoyo de los taxis porteños, que abundan, por fortuna.
El concepto de lo que está cerca o lejos es muy distinto para los porteños que para un mexicano. Varias veces me sorprendió que algunas personas con las que tomé un café, me decían, sobre los sitios en que nos veríamos: “queda cerca de tu barrio”… , y cuando llegaba la hora de salir, una caminata que yo pensaba de diez minutos se transformaba en un recorrido tan largo que me veía obligada de nuevo a parar un taxi (o a pedir un Uber), para no llegar tarde. “Cerca”, para un porteño, es como decir que, en el D.F., Chapultepec queda cerca del Monumento a la Madre, y se llega a pie sin dudarlo. Y el tamaño de algunas manzanas… las de la famosa calle Corrientes, por ejemplo, son tan largas como las del Paseo de la Reforma.
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Norte en el Sur
Haciendo un rápido recuento, la civilidad de la ciudad me sorprendió. Ver que existen librerías en tantos sitios de la ciudad (aunque sólo pude visitar unas siete), que el comercio es sobre todo en pequeña escala, pues hay muchos comercios de este tipo, que hay gran cantidad de zonas verdes en la ciudad, multitud de árboles cuyas raíces no levantan las aceras, señalización exacta de las calles e información de los números de los predios que abarca cada cuadra. Aceras de granito en gran parte de la ciudad, y en algunas calles de los barrios más centricos, unos curiosos sillones de concreto que imitan sillones y taburetes de verdad. Al principio, vistos desde lo alto del autobús turístico donde me trepé un día para ver aunque sea de lejos el mítico estadio de La Boca, creí que eran en efecto sillones de tela oscura, que alguien había abandonado en la acera. Me pareció raro pero no vi otra explicación al mirar a personas sentadas ahí, en la calle. Más tarde, en ese mismo día (era un lunes y yo me iba el siguiente jueves), alcancé a ver otros de lejos, y comprendí que eran mobiliario urbano. Muy útiles, por cierto. Bajé del autobús cuando llegó a la calle donde están las elegantes Galerías Pacífico, y por ahí me encontré con ellos, los taburetes o sillones de cemento, desocupados, y por fin pude tomarles foto para constatar que no los había soñado.
Sobre las librerías, la famosa El Ateneo Grand Splendid es sobre todo un imán para turistas (aunque el edificio que ocupa sí es muy hermoso). Vale mucho más la pena visitar las librerías de la calle Corrientes, por ejemplo, y las de ocasión, esparcidas por aquí y por allá sobre todo en Palermo, San Telmo y otros barrios. Y para los lectores de poesía, el sitio que no deben perderse es la librería Norte, en la avenida Las Heras, barrio de Recoleta. En ella, en 1967, Borges grabó un audio con algunos poemas, que más tarde se convertiría en el CD “Borges por él mismo” que, por supuesto, adquirí. La librería se fundó a fines de los años cincuenta, y desde 1967 se cambió a su ubicación actual. Es atendida hoy por Débora Yánover (hija de los fundadores, Olga y Héctor Yánover) y Sandro Barrella. Allá me mandó el poeta Jorge Fondebrider, a conseguir libros de autores que no es fácil hallar, ya no digamos en otro país que no sea Argentina, sino reunidos bajo el techo de una misma librería. Poetas cuyos nombres, debo confesar, pocas veces había escuchado y que este viaje me hará conocer.
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Hoy como ayer
Así, entre tumbos, con algunos días muy fríos y otros de un sol tibio que hacía lucir la paleta de colores de la ciudad en su apogeo, pasaron con una velocidad de vértigo mis dos semanas bonaerenses, tomando incluso en movimiento fotos de lugares que no podría visitar con calma, pues pensé que así perdería menos de esa ciudad que me pareció interminable, con una historia, como la de todo el país, compleja y en las últimas décadas aún más. Algo que me gustó es que existe una voluntad de preservar sitios, lugares, comercios que llevan ya décadas funcionando y lo presumen. Las mesas de muchos cafés tradicionales (recuerdo las de Varela Varelita, en Palermo, y las de La Biela, en Recoleta) parecen haber estado ahí desde el día de su apertura, hace décadas y décadas. Así uno se siente parte de algo más grande, que nos antecede y rebasa, y la antigüedad de lugares o establecimientos (de cualquier tipo, no sólo restaurantes o cafeterías o librerías) es una especie de timbre de honor.
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Atardecer en un mar de plata
Y pude realizar un sueño dentro del sueño: estar en la ribera del famoso Río de la Plata. Se produce una magia especial cuando el mar –o un río– llega a las ciudades; y más este, que siendo río parece un mar casi inmóvil, como de acero. Llegamos, Liane y Abel, su marido, al atardecer, cuando la luz está desapareciendo y todo adquiere un aspecto de fantasma. Pasaron unas aves muy alto (¿cormoranes?), y había unos cuantos pescadores con sus cañas, junto al muelle. No puedo explicar por completo lo que sentí: nunca había estado tan al sur del planeta, ante el río-mar que aparece en tantas páginas de Bioy Casares, de Borges, de Cortázar, y de más autores que son mi familia literaria electiva, parte de mi identidad. Si el el azar y el destino lo quieren, volveré a ese país y a esa ciudad que es un país, a seguir descifrando sus enigmas. Los viajes nunca dejan de ser un tránsito hacia dentro, una exploración de paisajes que nos llevan a lugares insólitos, donde lo real y la fantasía se funden, en una mezcla imaginaria pero entrañable.
Mi Buenos Aires particular, ahora que estoy lejos, sigue visitándome en sueños.
Tomado de https://morfemacero.com/
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