Ta Megala
Fernando Solana Olivares
I.
A menudo se habla de lectura técnica: comprender primero qué dice el texto, luego estudiar cómo lo dice. Hacia la Estación de Finlandia de Edmund Wilson es una prodigiosa crónica que narra desde el momento axial, el punto gatillo donde ocurrió “la colisión” del pensamiento del filósofo italiano Vico y el historiador francés Michelet en 1824, encuentro del que nacería un nuevo mundo de la historia social, hasta la tempestuosa y determinante noche de abril de 1917 cuando Lenin llegó en un tren blindado a la estación de los trenes procedentes de Finlandia en la ciudad rusa de Petrogrado y desde ahí encabezó la revolución bolchevique, llevado en hombros por la febril multitud que ansiosa lo esperaba para hacerla triunfar.
Entre tantas circunstancias y sucesos acontecidos en aquella corriente histórica poderosamente determinante durante los siglos diecinueve y veinte —cuya propuesta de origen es que las instituciones sociales son obra de los hombres, una idea ahora obvia pero que al volverse doctrina política revolucionó los viejos regímenes políticos europeos—, entre tantas vidas, dramas y destinos como sucedieron en ella está una escena contada por la última discípula del temido anarquista Bakunin, una joven estudiante rusa que una y otra vez, a solicitud suya, le hablaba del paisaje y las costumbres de la patria distante mientras la fiera mirada del legendario agitador se convertía en un dolido, hasta enternecedor gesto de nostalgia y melancolía.
Conversaban los dos en la villa italiana que ya anciano ocupaba el autor del “espeluznante” Catecismo revolucionario, un texto nihilista que predica y exige la insensibilidad despiadada del agente de la revolución al cumplir sus tareas terroristas. Impelido por las fuerzas del tiempo histórico de su Rusia natal, siendo muy joven Bakunin se había declarado un revolucionario político que actuaría desde la voluntad y la acción pura, un creyente de la sublevación como necesidad histórica, pero incapaz de seguir algún método o desarrollar cualquier sutileza para llevarla a cabo. Solamente la sinceridad y la intensidad de la acción garantizaban su valor y eficacia. La acción era sobre todo destructora: “el deseo de destruir constituye también un deseo creador”, había escrito años atrás, cuando imaginaba, exaltado y mesiánico, también profético, una futura conflagración donde Europa acabaría siendo un montón de escombros.
Todo el asunto en Bakunin era anímico. Edmund Wilson deduce “el carácter puramente emocional” de su fragorosa rebeldía contra la sociedad al comentar una de sus últimas frases, inesperada en el fiero e irreverente carácter del anarquista destructor: “Todo pasará y el mundo perecerá, pero la Novena Sinfonía de Beethoven seguirá existiendo”. La descripción de un talante así la completa Hannah Arendt al afirmar, en su análisis del autoritarismo totalitario, que “el sentimentalismo es la superestructura de la brutalidad”.
Un tanto trastornado y políticamente irresponsable, el infantilismo conspirativo de Bakunin no distinguía con precisión entre la realidad y el ensueño. De ahí, quizá, la fascinación que generaba en los demás una personalidad tan directa e ingenua como la suya, voluntarista y reductiva, la cual poseía “la simplificación sobrehumana de un héroe de la poesía romántica” y una capacidad de fantasía e imaginación por completo inusual entre los dirigentes más conspicuos del movimiento europeo revolucionario y sus áridas consideraciones ideológicas, materialistas y concretas.
El revolucionario, según el Catecismobakuniano, es un hombre condenado de antemano, sin intereses ni sentimientos personales, sin nombre propio y habitado por una idea única: la revolución. Viviendo en el mundo con el propósito de destruirlo sin contemplaciones, debe odiar todo aquello que lo constituye, ser frío como el acero, cancelar las emociones personales, aprender a soportar la tortura y estar dispuesto a morir. Se trata entonces de un sentimentalismo sin sentimientos cuya vigencia social sigue activa entre los inesperados herederos del sangriento fundamentalismo islámico posmoderno, una variante extrema de la sed de destrucción.
Los grandes talentos consideran todo en su doble forma: para ellos la vida es una tragedia griega y al mismo tiempo un cuento de Voltaire. No así para los anti-héroes literales como Bakunin que no se burlan del mundo sino que lo destruyen porque creen en su irreparable mismidad.
II.
La escena es tétrica y luminosa a la vez. Representa la eterna derrota humana ante la necesidad y al mismo tiempo significa la victoria de la libertad de la conciencia —el salto, diría Federico Engels, del reino de la necesidad al reino de la libertad.
Aquella noche de 1912, Paul Lafargue y su esposa Laura, de soltera Marx, terminaron con su vida inyectándose una sobredosis de morfina. Habían llegado a su fin las 7.000 libras que Federico Engels heredara años atrás a la mujer, hija de su entrañable mentor intelectual, su dependiente económico y compañero político Carlos Marx. Una herencia que ella, de acuerdo con su marido, dividiera en diez partes para vivir.
Los dos estaban cerca de los setenta años, habían perdido todos los hijos —razón posible, según Wilson, de la desmoralización que se apoderara de ellos en la etapa postrera de su vida—, Lafargue había dejado años atrás la medicina y también el papel de lugarteniente político de su brillante y volcánico suegro. Mal sobrevivía de un estudio fotográfico en los últimos tiempos, y los camaradas socialistas, conociendo su tacañería, le llamaban El pequeño tendero. Seguramente esa noche no fue tal, sino un hombre de espíritu audaz que con pulso firme inyectó la morfina a Laura y luego a él mismo.
Eleanor Marx, la hija más parecida a Marx y la más querida por él, la poliédrica Tussy, jugó un destacado papel en la causa socialista. Publicó los escritos póstumos de su padre y la traducción de Madame Bovary al inglés junto con obras de Ibsen, y un año después de la muerte del fundador del marxismo comenzó una relación con Edward Aveling, un profesor casado cuya sorprendente y repulsiva fealdad quedaba desvanecida ante su gran elocuencia y encanto. Se decía que esas virtudes eran tan grandes que sólo requería media hora para fascinar a cualquier mujer, un poder que utilizaba sin escrúpulos como haría con Eleanor, a quien sus infidelidades, la última de las cuales sería el matrimonio secreto con una joven actriz, la llevaron a envenenarse.
Apenas la mañana de su muerte, Eleanor recibiría una carta donde le contaban el engaño. La nota suicida, que Aveling trató de destruir sin lograrlo, solamente decía nueve palabras: “Qué triste ha sido la vida todos estos años”. Este peso del dolor humano, este afán de la pasión moral, en palabras de Edmund Wilson, es parte de esa condena que en el caso de Marx supuso sufrir y hacer sufrir a quienes amaba, así el desenlace fatal de sus hijas no fuera su directa responsabilidad. Es el costo, diría el autor, de un empeño contra el curso de la actividad humana, contra la marea de la historia misma, de “una victoria (la del socialismo) que también sería una tragedia”.
Los destinos apacibles no están inscritos en la historia política de la izquierda marxista. Wilson señala que a pesar de todo su entusiasmo por lo humano (“Nada humano me es ajeno”, era su divisa clásica), Marx fue oscuro y sombrío de una forma inhumana o brillante de una manera sobrehumana. En esta cruenta guerra, que según Walter Benjamin, otro genio triste y atribulado, viene sucediendo desde la rebelión de los esclavos dirigidos por Espartaco hasta las últimas insurrecciones opositoras, no ha cesado de imponerse una añeja “filosofía del éxito y la victoria” que legitima la razón incuestionable de quienes ejercen el poder y triunfan reprimiendo a las masas, a los desposeídos.
Según datos de Oxfam, el movimiento global que trabaja para combatir la desigualdad y la pobreza, el 1 por ciento de la población tiene más riqueza que el 95 por ciento de la población mundial, más del doble de riqueza que 6900 millones de personas, casi la mitad de la humanidad, y 3,400 millones viven con menos de 5.50 dólares al día.
La acumulación plutocrática de dinero, bienes y recursos naturales (los milmillonarios generan más emisiones de carbono en 90 minutos que una persona promedio en toda su vida) no cesa, la miseria económica y la desigualdad tampoco. ¿Ha servido de algo, entonces, la trágica historia que se consigna en Hacia la Estación de Finlandia para mejorar el mundo, ahogado ahora todo en aquellas “aguas heladas del cálculo egoísta” tan vívidamente descritas por el aún vigente y muy actual Manifiesto Comunista?
Los sufíes hablan del arte del fracaso, donde se aprende a fluir con la vida y a pensar con el corazón. Un asunto inherente al tiempo mismo, no a la cuenta corta de las coyunturas de época sino a la cuenta larga de las transformaciones humanas profundas. Acaso por ello el poeta Rilke escribió: “¿Quién habla de victorias? Sobreponerse es todo”. Otras horas sonarán en el reloj de la historia que va y viene como las mareas: entonces el rechazo y la oposición al sistema injusto serán virtudes.
Ya lo fueron. No han dejado de serlo. Lo volverán a ser.
Tomado de https://morfemacero.com/
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