Ta Megala
Fernando Solana Olivares
Llega la tarde a los asuntos del mundo. La tarde citadina, no otra. Una nata atmosférica pinta el suroeste de la ciudad con trazos aceitunados, ozónicos, tan marchitos como los árboles que perseveran afuera del Lampedusa, salón de té. Tres mujeres están reunidas en una mesa que ocupa el centro del lugar. Es la única iluminada con los quinqués de porcelana que son el signo de ese merendero de enamorados furtivos, adolescentes aburridas y seductores sin pareja.
Desde el fondo, junto a la barra de madera abrillantada, una cinta extiende los ecos en sordina de un Chopin valseado: suave, regular, con tonos climáticos que discretamente se apagan antes de ningún exceso. Un mesero vigila que el sopor no pierda su sitio. Cualquier gesto de un comensal es advertido por este servidor de ojos atentos.
Las tres mujeres de la mesa central son de edades diversas. La que ahora habla es la mayor del grupo, tiene cerca de sesenta años, un rostro cincelado por las cosas vistas, cierta propiedad elegante en su atuendo gris y en la pañoleta de seda que lleva sobre los hombros. Sus manos son largas, de movimientos nerviosos, las pulseras que lleva en las muñecas chocan suavemente entre sí cuando enfatiza lo que dice:
—No creo una sola palabra de todo eso. Me parece imperdonable que después de tantos años no sepamos cómo regresar. Porque no lo sabemos, ¿verdad?
—No, supongo que no —contesta la segunda de los tres, una cuarentona de cabello castaño que aún conserva la prestancia de una belleza desigual.
—Pero podríamos saberlo —afirma la última, una joven morena de ojos grandes y melena ensortijada. —Todo consiste en plantear el problema correctamente. ¿Cuándo llegamos y cómo? En esas preguntas debe estar la respuesta que buscamos.
—¿Cuándo y cómo? Menuda cuestión. Llevamos años acercándonos al cuándo. ¿Cuántos años más necesitamos para llegar al cómo? No, mujer. De ese modo estaremos aquí para siempre —argumenta la mayor, y su voz se alza entre los tintineos de sus pulseras.
—No estoy tan segura. Quizá deberíamos invertir el método. Es cierto que no sabemos gran cosa del cuándo, ¿por qué, entonces, no nos dedicamos a revisar el cómo? —sugiere la cuarentona, mientras quita con destreza una hebra blanca de su saco color salmón.
—El cómo… —repite la más joven, en tanto mira abstraída los asientos de su taza de café. —Pero también lo hemos escudriñado hasta el cansancio. Yo llegué primero, después ustedes dos. Nos encontramos una tarde parecida a ésta. Algo nos llevó a reunirnos y desde entonces hablamos de lo mismo: ¿cuándo y cómo?, ¿cómo y cuándo?
Las tres mujeres guardan silencio. Hay un gesto de fastidio en sus rostros.
—Con su permiso, señoras —interviene el mesero. —Ya es hora del boletín crepuscular. Prenderé el radio.
Una voz metálica ocupa todos los espacios del Lampedusa: “Los reportes más recientes de la red de monitoreo ambiental señalan que el índice de contaminación ha subido geométricamente en la última hora. Para este momento, las condiciones atmosféricas presentan un registro ilimitado de puntos imeca. La situación es delicada, amables radioescuchas, y a continuación indicaremos las actividades que deben cancelarse inmediatamente de acuerdo con el Manual Público de Sobrevivencia Colectiva: pláticas que obliguen al uso de más de seis palabras por frase, movimientos que exijan desplazarse más de metro y medio, preguntas que no tengan respuesta con inclinaciones de cabeza y respuestas que vayan más allá del recinto donde se haya hecho la pregunta. Se desaconsejan las reflexiones de cualquier índole y se suspenden hasta nuevo aviso todas las tecnologías del yo que estén en curso. Las autoridades han anunciado que el azar queda a cargo de la situación y que los policías de crucero pueden comportarse de manera discrecional. Escuchemos ahora a nuestra unidad móvil, que trasmite desde algún punto de la ciudad…”.
—Lo siento mucho, señoras —dice el mesero al apagar el aparato. —Considérenme su servidor.
El lugar queda sosegado mientras el hombre va hacia la barra, se apoya en ella y dirige su mirada al vacío. La mesa de las mujeres está en reposo. Ningún movimiento altera su disposición. Ante ellas, a través de la ventana, la calle se estremece suavemente al paso de un automóvil solitario, el jirón luminoso de un fanal rebota en los cristales, un grito aislado se pierde más allá.
—Tengo una respuesta —dice entre dientes la más joven.
—Alguna cita, ¿no? —propone la mayor.
—Pero en seis palabras, no más —advierte la cuarentona.
—¿Y si tiene más? —inquiere la joven.
—Entonces es imposible —ataja la mayor, haciendo sonar otra vez sus pulseras. —Déjalo así.
—Ni cómo ni cuándo: por qué.
Acaban los sonidos mínimos. Los otros hace minutos que desaparecieron. Inmovilidad. Afuera el altavoz de una patrulla vocea la emergencia. Un mensaje grabado se repite una y otra vez:
“Ciudadanos, toda cosa puede ser, por accidente, causa de esperanza o de temor… Ciudadanos, toda cosa puede ser, por accidente, causa de esperanza o de temor”.
El merendero se disuelve. La ciudad también. Tres mujeres contemplan su reflejo desarticulado. Un mesero contiene la respiración.
Tomado de https://morfemacero.com/
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