Mario Vargas Llosa: sus mejores libros

Mario Vargas Llosa: sus mejores libros

Tomado de https://letraslibres.com/
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Tiempos recios es una historia de conspiraciones en plena Guerra fría. Se desarrolla en la Guatemala de 1954 alrededor de un golpe militar realizado por Carlos Castillo Armas, con el apoyo y auspicio de los Estados Unidos, para derrocar a Jacobo Arbenz, presidente democráticamente electo, con el pretexto de que estaba propiciando la entrada del comunismo en América Latina .

Esta novela nos recuerda una dura realidad que permanece hasta nuestros días y que en la coyuntura actual se muestra totalmente presente: el grave problema de las élites de los Estados Unidos y de los gobiernos americanos para entender la realidad latinoamericana.

También nos recuerda de qué manera en la realidad se mezclan la política con los negocios y con los medios de comunicación.

No es exagerado afirmar, como lo hacía Mario, que este suceso cambió la historia de América Latina. Es una obra cuya increíble actualidad nos recuerda la sensibilidad del autor con la realidad latinoamericana , así como su rigor investigativo en la producción de la ficción literaria.

~Andrés Cardó

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Sé que entre las grandes obras de Vargas Llosa, pocos mencionarán a La tía Julia y el escribidor, primera novela suya que leí y que aún recuerdo, como los primeros amores, con esa aura de ilusión que rodea todo aquello que nos hizo felices. No fue, sin embargo, la historia de amor de Varguitas lo que más emocionó, sino los textos de Pedro Camacho, que me mostraron –de forma extraordinaria para mí, que era una adolescente al leerla– la que debería ser la primera voluntad de la literatura, a mi juicio: la seducción por la palabra.

De Varguitas  me ilusionó, como me imagino que a todos, esa otra voluntad: la del escritor, la de quien busca empecinadamente seguir su vocación, porque quienes decidimos dedicarnos a este oficio sabemos que ese llamamiento no debe traicionarse. Y eso, esencialmente, significa para mí Mario Vargas Llosa: la lealtad irrenunciable a la vocación.

~Malva Flores

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Decidir cuál es mi novela preferida de Vargas Llosa significa decidir qué cualidad literaria prefiero: la complejidad de La casa verde, la parodia del poder en Pantaleón y las visitadoras, la lograda experimentación de Los cachorros, la estructura perfecta de Conversación en La Catedral, la astucia narrativa de La fiesta del Chivo, la malicia de Travesuras de la niña mala, la fabulación lúdica de La tía Julia y el escribidor… Podría continuar la enumeración con cada una de sus novelas, cada una admirable por un motivo distinto y uno compartido por todas: la maravillosa capacidad de narrar. Vargas Llosa es, sobre todas las cosas, un narrador inmenso que no seduce con el estilo, sino con el mundo que va construyendo palabra por palabra, con la sencilla solidez del ladrillo.

Pero debo quedarme con una, vaya crueldad. Me quedo, entonces, con La guerra del fin del mundo. Se me escapan ahora los pormenores de su trama y sus muchos personajes por lo que veo no tan memorables, pero aún no se disipa, y dudo que alguna vez lo haga, la impresión que me produjo cuando la leí: la de asistir al surgimiento de un mundo contenido e inspirado en este, pero distinto por estar hecho sólo de palabras.

Sé que es una novela importante por su retrato del fanatismo y su crítica del poder, tema central en la obra del peruano. Sé que es una obra admirable por su estructura y por su realismo, detallado y desmesurado. Pero eso me da igual en estos momentos. Me quedo con ella por haberme revelado una cualidad de la literatura que trasciende la técnica y la historia literarias: por haberme hecho habitar un mundo que no existe y que, sin embargo y desde entonces, también forma parte del mío. Ignoro si hay una palabra para nombrar ese concepto. Quizás bastaría con escribir “novela”. O quizás sólo se puede entender lo que quiero decir leyendo La guerra del fin del mundo.

~ Federico Guzmán Rubio

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A Vargas Llosa hay que agradecerle muchas cosas, junto con su literatura y desde su literatura. Entereza y valentía. Y aunque haya muerto en la fama y el reconocimiento, no podemos olvidar que pasó décadas de soledad y ostracismo. La izquierda y el poder son epidemias que imponen cuarentenas a la sensatez y la cordura. Pero Vargas Llosa confió en la especie humana: no puede ser imbécil eternamente. Confió en su tiempo, pero también en quienes vendrán. ¿Cómo
leerán a Mayta, a Santiago Zavala, a Conselheiro, a Urania y los conspiradores? ¿Sabrán navegar en ese antiguo y agotador asunto del poderoso como fuerza de la naturaleza? Es verdad que ese ciclo que comenzó con Valle Inclán y su Tirano Banderas ha sido poblado por dictadores y tiranos miserables, incluso aquel telúrico Dr. Francia de Yo el supremo.

Pero Vargas Llosa, además de adquirir una narrativa femenina, disecta al Demonio hasta mostrarlo en su ridícula pequeñez. Lo llama con su apodo despectivo: Chivo, y el Chivo no podía contener la orina… No sé si sea su mejor novela; en todo caso, mi favorita es La fiesta del Chivo. A diferencia de otros, que habiendo subido tan alto, tan alto para estacionarse y repetirse, Vargas Llosa deja esta idea de arriesgar el cuerpo en cada novela, en sus artículos y ensayos. No solamente el riesgo de la creación narrativa, que comparte con otros: la estructura Faulkner, el flujo de conciencia, el tiempo no lineal, etc., sino el riesgo moral de plantarse frente a la verdad y dar testimonio.

~Julio Hubard

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Hay algo maravillosamente ambiguo en La guerra del fin del mundo. En el tema y la época escogida, y en cómo hacer universal la historia de una rebelión religiosa y antimoderna, en un remoto confín de Brasil, a fines del siglo XIX.

El liberal y laico Vargas debería estar del lado de la república brasileña en su esfuerzo modernizador, guiado por el positivismo de Comte, sobre los fanáticos de la fe. Pero el novelista Vargas no está tan seguro, y nos introduce en la compleja maraña de historias que diferencian a la ideología de la vida real: los fieles de Canudos, los poderosos del Brasil naciente, los entrañables personajes de reparto como el periodista miope o el revolucionario escocés.

El resultado es una obra universal, gracias precisamente a lo particular de su escenario y sus personajes. Porque sus motivaciones y contradicciones pueden rastrearse en cualquier conflicto, en cualquier tiempo y lugar, en que entren en conflicto la fe y la razón, la idea y la realidad, el mundo etéreo del más allá y el concreto del más acá.

~Daniel Matamala

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La guerra del fin del mundo es para mí la novela más ambiciosa y extraordinaria de Vargas Llosa. El motivo principal de aquella guerra fue la aparición del Anticristo bajo la forma muy concreta de la nueva república brasileña, con sus valores liberales y sobre todo su fe en el positivismo de Auguste Comte. En ningún país como en Brasil prendió el positivismo como una religión de Estado que profesaban las élites políticas, militares e intelectuales. Ese es el corazón del libro, basado en Os Sertões, la obra clásica sobre la rebelión de la región de Canudos. Su autor, Euclides da Cunha, aparece como “el periodista miope” en la novela. 

Un lienzo humano digno de Brueghel o el Bosco rodea al mesías: asesinos brutales, bandidos de leyenda, cangaceiros implacables, curas pecadores, enanos de circo, prostitutas, beatos y beatas, comerciantes conversos. Es un lienzo de miseria humana. ¿Cómo no conmoverse? Cada personaje es desgarrador, aunque hablen poco, su vida y su silencio habla por ellos. Y algunos como el enano son narradores naturales que realmente deambulaban por Brasil narrando cuentos medievales. Y hablando de escribidores, está el invento del “León de Natuba”, esa cruza de humano deforme y felino reptante, con su inmensa cabeza y su vocación (dictada por Dios, ¿por quién más?) de ser el Boswell de Conselheiro que toma nota de cada frase, paso y gesto del santo redentor. Corrijo: no es un lienzo lo que presenciamos, es un desfile dantesco, pero también una marcha hacia la redención.

Y sin embargo el mesianismo condujo al Apocalipsis. Precisamente así se entiende el mesianismo en la tradición judía. Por eso las corrientes racionalistas en la propia religión judía temían su advenimiento y rechazaban a los mesías. Vargas Llosa retrata muy bien al “periodista miope” que desde la razón comienza por condenar el fanatismo de los seguidores de Conselheiro, pero poco a poco, conforme avanza su experiencia directa de los hechos, comprende la lógica interna y la emoción de los mesiánicos y entiende que las categorías que se les aplican son inadecuadas, falsas. Y entonces, no solo el periodista, también Vargas Llosa matiza. Más que “fanáticos”, esos ejércitos de la fe son trágicos. Y finalmente, parece preguntarse legítimamente Vargas Llosa, ¿quiénes son más fanáticos, los fervorosos seguidores de Conselheiro o los intelectuales armados de teorías abstractas como la propia idea de la república representativa, no se diga la doctrina positivista? En todo caso, eran como él ha dicho “fanatismos recíprocos”, universos incomprensibles el uno para el otro. Por eso el título es perfecto: es la guerra del fin del mundo porque así la vivieron sus protagonistas, pero también porque una oposición así entre el llamado milenarista de la tribu y los preceptos racionales y modernos no puede llevar sino a una conflagración total, final. La guerra del fin del mundo es la guerra entre verdaderos condenados de la tierra, de nuestra tierra latinoamericana, y las élites que buscan imponerles un esquema racional.

Creo que en términos biográficos fue una novela de transición. Al escribirla y reescribirla, Vargas Llosa tuvo un cambio de piel. Pienso que entró siendo uno y salió siendo otro, porque se aventuró por las zonas más oscuras y bárbaras, las más reales, de la vida latinoamericana. Se volvió un liberal, como el periodista miope de su novela, en cierta forma. Por más místico o mágico que resulte el mundo encantado del mesianismo, con sus comunidades fervorosas y sus ancestrales creencias, si creemos en la libertad estamos obligados –como explicó Max Weber– a desencantarlo. No me refiero, obviamente, a reprimir u oprimir a quienes permanecen en la tribu. Me refiero a construir un orden en donde prive la razón spinoziana de la claridad, la separación de lo sagrado y lo profano, la libertad de pensar y publicar, la tolerancia. Por eso creo que de esa inmersión en el corazón de las tinieblas latinoamericanas salió el liberal Vargas Llosa.

~Enrique Krauze

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La fiesta del Chivo, la novela en la que Mario Vargas Llosa reconstruye la dictadura y el ocaso del dictador dominicano Rafael Leónidas Trujillo, es una de las obras cumbre de la literatura latinoamericana. Publicada hace casi un cuarto de siglo, su retrato de la impunidad sin límites —de Trujillo, de sus hijos monstruosos, de la corte abyecta que los sostuvo— conserva intacta su capacidad de estremecimiento. Y su vigencia, dolorosamente, persiste.

Como tantas veces ocurre en la obra de Vargas Llosa, una escena terrible se me ha quedado grabada en la memoria y aún ahora la reencuentro en pesadillas: Trujillo, en el cénit de su dominio, viola a la niña Urania Cabral. En la evocación de Urania, el cuerpo degradado del dictador y el terror absoluto se funden en una alegoría feroz del poder latinoamericano desbordado.

Pero La fiesta del Chivo es también una obra mayor del arte del suspenso. Vargas Llosa —que tenía, entre sus múltiples herramientas narrativas, un ojo cinematográfico— entrega una secuencia memorable —digna del mejor Greengrass—: la conspiración, la emboscada palpitante y la caída final del tirano, reducido a la fragilidad de un cuerpo derrotado por las balas y el tiempo. En esas páginas, Vargas Llosa alcanza uno de los momentos más altos de su genio narrativo.

En una vida literaria consagrada a explorar el alma de la libertad y a denunciar los rostros del poder degradado, La fiesta del Chivo se alza como una de sus obras mayores: implacable, indispensable.

~León Krauze

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Con la muerte de Mario Vargas Llosa se extingue por completo la época más gloriosa de la literatura latinoamericana moderna, con sus innumerables luces y sombras. Pésele a quien le pese, sobre todo a las nuevas generaciones de autores en lengua española que reniegan solo para cumplir con el rol tan obvio como tedioso del hijo que busca aniquilar al padre, la efervescencia creativa suscitada por el boom no va a conocer parangón: una conjunción de escritores de tal calado se produce una sola vez en la historia de un continente, como si fuera una misteriosa alineación planetaria que causa perplejidad a propios y extraños.

Dos novelas del boom que marcaron mi juventud lectora se publicaron en 1963: Rayuela, de Julio Cortázar, y La ciudad y los perros, de Mario Vargas Llosa. Mientras que la primera se inclina por el espíritu lúdico para explorar el exilio latinoamericano en Europa, la segunda opta por quedarse en nuestro continente y específicamente en Perú para engendrar la que quizá es la primera gran Bildungsroman latinoamericana.

Se sabe que el manuscrito original de La ciudad y los perros rebasaba las mil páginas y que el crítico José Miguel Oviedo fue el responsable de bautizar esta novela con la que Vargas Llosa debutó con honores en el paisaje literario, echando mano de su propia experiencia como estudiante de secundaria en el Colegio Militar Leoncio Prado de Callao. La experimentación formal que implica el entrecruzamiento de las tres memorables voces protagónicas (el Poeta, el Esclavo y el Jaguar) y los continuos desplazamientos entre presente y pasado que instauran la noción de una temporalidad fracturada, la temporalidad que caracteriza los complejos años de aprendizaje en un contexto de rigidez autoritaria y violencia a flor de piel, sigue siendo lo que más me atrae de este ambicioso documento de época que trascendió por mucho el registro de un ámbito sociopolítico particular para ocupar un territorio infinitamente más vasto.

~ Mauricio Montiel Figueiras

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Difícil elegir entre varias grandes novelas de Vargas Llosa, pero me quedo con Conversación en La Catedral. Hay maestría en la estructura y en los diálogos. Un lenguaje tan vigoroso y personal, que solo puedo llamar vargasllosiano. Es una novela muy política y muy humana, y tanto lo político como humano tienen vigencia hoy.  Sigue viva la pregunta de las primeras líneas; viva para el Perú y para muchos de nuestros países. Es una novela que he leído como lector que disfruta; también como escritor que aprende.

~David Toscana

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