diciembre 14, 2024

La generación ansiosa 

La generación ansiosa 

Tomado de Ethic.es

Cuando hablo con padres de adolescentes, la conversación suele girar hacia los smartphones, las redes sociales y los videojuegos. Las historias que me cuentan los padres tienden a seguir unos patrones comunes. Uno de ellos es el del «conflicto constante»: los padres intentan establecer reglas y poner límites, pero hay tantos dispositivos, tantas discusiones sobre por qué es necesario suavizar una regla y tantas formas de eludirlas, que la vida familiar ha llegado a estar dominada por los desacuerdos sobre la tecnología. Mantener los rituales familiares y las relaciones humanas básicas puede ser como resistirse a una marea que no para de crecer y que engulle tanto a padres como a hijos

En el caso de la mayoría de los padres con los que hablo, sus historias no se centran en ninguna enfermedad mental diagnosticada. Lo que subyace es una preocupación de que está ocurriendo algo antinatural, y que a sus hijos les está faltando algo —casi todo, en realidad— a medida que se acumulan sus horas online.

Pero, a veces, las historias que me cuentan los padres son más aciagas. Sienten que han perdido a sus hijos. Una madre con la que hablé en Boston me contó los esfuerzos que estaban haciendo ella y su marido para mantener a su hija de 14 años, Emily, alejada de Instagram. Veían los efectos nocivos que estaba teniendo sobre ella. Para restringir su acceso, probaron varios programas para vigilar y limitar las aplicaciones de su teléfono. Sin embargo, la vida familiar degeneró en una lucha constante en la que Emily siempre acababa encontrando formas de sortear las restricciones. Se produjo un angustioso incidente cuando se metió en el teléfono de su madre, desactivó el software de vigilancia y amenazó con suicidarse si sus padres lo reinstalaban. 

Aunque los padres no quieren que sus hijos tengan una infancia basada en el teléfono, temen condenarlos al aislamiento social

Me dijo su madre: «Da la sensación de que la única manera de eliminar las redes sociales y el smartphone de su vida es mudarse a una isla desierta. Iba a un campamento de verano durante seis semanas, todos los años, donde no se permitía el uso de móviles, de ningún aparato electrónico. Siempre que la recogíamos del campamento volvía a ser la misma de siempre. Pero en cuanto empezaba a utilizar su teléfono otra vez, volvía a la misma agitación y tristeza. El año pasado, le quité el teléfono durante dos meses y le di un modelo básico, y volvió a ser la de siempre».

Cuando oigo este tipo de historias sobre chicos, suele haber por medio videojuegos (y a veces pornografía), más que redes sociales, sobre todo cuando un chico pasa de jugar de vez en cuando a jugar de forma empedernida. Conocí a un carpintero que me habló de su hijo de 14 años, James, que padece autismo leve. James había progresado bien en la escuela antes de que llegara la covid-19, y también en el arte marcial del judo. Pero, una vez que cerraron las escuelas, cuando James tenía 11 años, sus padres le compraron una PlayStation, porque tenían que buscar algo con que se pudiera entretener en casa.

Al principio, mejoró la vida de James: disfrutaba mucho de los juegos y las relaciones sociales. Sin embargo, cuando empezó a jugar a Fort­nite durante largos períodos, su conducta comenzó a cambiar. «Fue entonces cuando afloró toda la depresión, la rabia y la pereza. Fue entonces cuando empezó a gritarnos», me dijo el padre. Ante el repentino cambio de comportamiento de James, él y su mujer le quitaron todos sus dispositivos electrónicos. Cuando lo hicieron, James mostró síntomas de abstinencia, como la irritabilidad y la agresividad, y se negó a salir de su habitación. Aunque la intensidad de sus síntomas disminuyó al cabo de unos días, sus padres seguían sintiéndose atrapados: «Intentamos limitar su uso, pero no tiene más amigos que con los que se comunica online, así que, ¿hasta dónde podemos aislarlo?».

Al margen del patrón o la gravedad de sus historias, lo que tienen en común los padres es que se sienten atrapados o impotentes. La mayoría no quieren que sus hijos tengan una infancia basada en el teléfono, pero en cierto modo el mundo se ha reconfigurado a sí mismo para que cualquier padre que se resista esté condenando a sus hijos al aislamiento social.


Este texto es un fragmento del libro ‘La generación ansiosa‘ (Deusto, 2024), de Jonathan Haidt. 

Tomado de Ethic.es