TA MEGALA
Fernando Solana Olivares
La crónica cuenta que su cadáver
estaba lleno de cicatrices:
pequeñas, innumerables huellas de espadas.
Él había dicho alguna vez
que la esgrima era la reina de las armas.
Quien habló de su muerte afirmó
que esas cicatrices eran restos de otros tantos combates.
Pero no provenían más que de batallas místicas,
del sendero secreto que el capitán Richard F. Burton
había empezado a seguir años atrás.
¿Cuánto amó a esa joven persa él,
que amó tanto a las mujeres,
convencido de que en todas hay belleza suficiente
para creer por un instante que son únicas?
En Bendhi fue por hembras expuestas en una jaula
y allí copuló. Supo mucho de ellas:
tuvo jóvenes galla de piel fresca,
árabes de clítoris mutilado,
beduinas que reían al terminar.
Tradujo al inglés las milenarias lecciones eróticas,
pero antes conoció la contención dilatadísima
del acto tántrico, la relojería de la eternidad.
Por eso amó tanto a una joven persa
que le fue arrebatada.
Cuando exploró Medina, la ciudad santa
le mostró su inmensa banalidad.
Después viajó en caravana hasta la Meca,
ya era un derviche vagabundo con Dios caminando a su lado.
Orinó de pie sobre un muro de piedra
y un musulmán lo sorprendió:
el sacerdote serpiente era un infiel que ofendía a Alá.
Burton lo mató en seguida para no morir: Dios bostezó.
Halcón entre cuervos, así el alma que vive en el exilio.
Aunque a él le llamaron el malvado, el negro-blanco
de las veintinueve lenguas y los dialectos sin fin.
Kipling dijo que conocía la Canción del Lagarto,
que se había iniciado en el culto de los Siete Hermanos
y que podía conducir ceremonias como un mollah sufí.
Llegó a las Montañas de la Luna con Speke,
el cazador de hembras preñadas,
y comió de la locura en esos mares blancos.
“No te burles, no te vuelvas”, cantó el rapsoda iletrado,
la tristeza es moneda común.
Harar abrió sus puertas para Burton,
el primer extranjero en mirar sus secretos.
Una generación después la ciudad cerrada sería de todos,
aun de Rimbaud, que en ella cambiaría vocales alargadas
por esclavos melancólicos y armas de repetición:
“el hombre no es más que un puñado de polvo,
y la vida una violenta tempestad”.
Su amigo Steinhauser murió camino a casa en Berna
y entonces Burton perdió un diente en Brasil.
Entre ellos estaba la inflamada hoguera del islam,
Las mil y una noches donde un ciego pudo ver.
Amanecer, mediodía, crepúsculo:
el capitán oró en las articulaciones del tiempo
y recibió la cinta de quienes han nacido dos veces.
Acarició a doncellas hijas de un cántaro y una sirena,
compró una galería de monos a los que dio título y rango
y sentó a su mesa para escucharlos hablar.
Después llegaron el alcohol y la desesperanza,
la garra hostil de los cuervos resentidos,
la cantinela atroz de las costumbres y el decoro.
Ya no hubo coños afeitados, carne tan dura como el bronce,
Alá guardó sus desiertos y escondió a sus criaturas,
Isabel Burton tomó dictado y nunca anotó lo esencial.
No te burles, no te vuelvas, dijo el capitán,
y un domingo de octubre un pájaro golpeó tres veces
una ventana que nunca se solía abrir.
Es la muerte, exclamó Burton, y el Nilo continuó.
Para Octavio González
Tomado de https://morfemacero.com/
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