"El hombre que quería ser rey": el método en la locura de Trump, las contradicciones en el método de Trump

«El hombre que quería ser rey»: el método en la locura de Trump, las contradicciones en el método de Trump

Tomado de https://vientosur.info/


Se han levantado vientos contrarios en la carrera de Donald Trump para descarrilar y transformar el Estado y situar el Imperio estadounidense sobre una base radicalmente nueva, pero no por ello menos abrumadora. Esta vez, sin embargo, Trump ha llegado con una agenda más preparada, mientras que las fuerzas sociales para contrarrestar su avance siguen siendo una esperanza lejana. Esto facilita la obstinada persecución de Trump [Este artículo fue escrito el 31 de marzo, es decir, antes de los anuncios arancelarios del 2 de abril con su consiguiente caos y tendencias recesivas; sin embargo, los elementos esenciales de esta ofensiva trumpista ya han sido expuestos].

No sabemos hasta dónde llegará Trump. No hay que descartar ninguna preocupación, ya sea la amenaza de consolidación fascista, el temor a que el daño a los programas sociales sea casi irreversible, la ruina continua del movimiento obrero o el agudo daño al medio ambiente causado por cuatro años de inacción (o algo peor).

Para gran parte de la desanimada izquierda, la trayectoria de Trump significa el billete de ida para el infierno. Y, sin embargo, hay una distancia considerable entre lo que Trump quiere hacer y lo que será capaz de conseguir. Las tradiciones y capacidades de los Estados pueden ser atacadas, pero no tan fácilmente redefinidas. Las estructuras económicas mundiales son tenaces. Las reacciones internacionales son inciertas. Abundan las contradicciones de clase.

Aunque los recortes de Trump en servicios que se dan por consolidados aún no se han dejado sentir de forma generalizada, las reacciones al frenesí antiestatal de Trump están empezando a aflorar [véanse las protestas del 6 de abril en muchas ciudades estadounidenses bajo el lema «Manos fuera»]. Y si los estrafalarios aranceles de Trump, que van y vienen, resultan ser algo más que una estratagema de negociación temporal, y su imposición hace subir los precios, perturba la economía y la hace caer, la credibilidad de Trump se derrumbará. Las perspectivas de que la izquierda socialista capitalice todo esto son escasas. Paradójicamente, es más probable que la respuesta a las barbaridades de Trump provenga de sus propios partidarios populistas y del mundo de los negocios.

Trump puede satisfacer las expectativas de quienes buscan una línea dura en materia de inmigración y ofrecer a sus partidarios empresariales los recortes fiscales y la desregulación que ansían. Pero es la economía lo que será decisivo para su base populista, y aquí Trump tiene muy pocas posibilidades de éxito. En cuanto al establishment empresarial, siempre ha asumido que Trump no está tan loco como para desencadenar una guerra arancelaria que corra el riesgo de socavar el propio imperio estadounidense. Cuando ese peligro se materialice, las empresas se rebelarán. Entonces, la cuestión ya no será qué pretende hacer Trump, sino qué hará si sus planes se tuercen. [El lunes 7 de abril, según el Washington Post, Bill Ackman, jefe de un importante fondo de cobertura y partidario de Trump, denunció los aranceles. Jamie Dimon de JPMorgan Chase, por su parte, fue citado en el New York Times subrayando los peligros para el crecimiento, el aumento de la inflación y una posible reorganización de las relaciones entre China, la UE y los BRICS, que iría en contra de los intereses del imperialismo estadounidense. El 8 de abril, la CNBC titulaba: “Elon Musk califica al asesor comercial de Trump, Peter Navarro, más tonto que un saco de ladrillos”].

¿Hay un método en la locura de Trump?
Steve Bannon, el principal asesor de Trump, se autodefinió una vez como leninista porque “Lenin (…) quería destruir el Estado y ese es también mi objetivo. Quiero colapsarlo todo y demoler el establishment actual” (Washington Post, 4/04/2024). Trump escuchó y aprendió. Hay método al menos en parte de la locura inicial del caótico segundo mandato de Trump.

La conmoción y el pavor desencadenados por Trump no tenían como único objetivo concentrar el poder del Estado en sus manos o vengarse por haber sido rechazado en 2020. Es más importante la intención de perturbar el funcionamiento normal del Estado profundo para neutralizar sus tendencias opositoras y arrinconarlo. No se trata de destruir el Estado; sin duda, las intervenciones estatales con fines autoritarios aumentarán. Se trata más bien de paralizar permanentemente los aspectos del Estado susceptibles de frenar al capital y responder a las necesidades colectivas.

Las erráticas medidas arancelarias de Trump, así como su marcha atrás en la antigua política bipartidista sobre Ucrania, ya han tenido resultados indirectos. Para defenderse del giro estadounidense, Europa y Canadá se han puesto el manto nacionalista de la soberanía y han concedido a Trump uno de los cambios clave que ha exigido: un aumento de su gasto militar para corregir la parte desproporcionada de EE UU en los costes militares de la OTAN. Dado que las empresas estadounidenses también se beneficiarán de gran parte del aumento del gasto militar en el extranjero, el ya hinchado complejo militar-industrial estadounidense se verá aún más reforzado.

Del mismo modo, puede que la incertidumbre creada sobre el acceso al mercado estadounidense también tenga un propósito en su locura: las empresas podrían ahora dirigir sus futuras inversiones globales y cadenas de suministro para ubicarse en Estados Unidos, por si acaso. Esto es preocupante para todos, pero afecta especialmente a Canadá, que está tan cerca, ya integrado y tiene unos costes relativamente comparables.

Detrás de todo esto está la cuestión principal en el corazón de la agenda de Trump. Parafraseando, pregunta: “¿Por qué, si Estados Unidos es la potencia dominante en el mundo, acepta una parte tan desproporcionada de las cargas de la globalización y recibe una parte tan injusta de los beneficios?”. El uso de estos términos exagerados para definir el estatus de Estados Unidos añade otro método a la locura: la vía equivocada.

Puede que a muchos estadounidenses no les gusten las respuestas de Trump a la pregunta que plantea, pero al hacerlo no cuestionan los supuestos implícitos detrás de la pregunta. ¿Está Estados Unidos realmente en declive? ¿El problema es que el capital estadounidense es débil y necesita fortalecerse, o es que es demasiado fuerte y necesita ser controlado? ¿Las principales dificultades a las que se enfrentan las masas trabajadoras están relacionadas con los bienes que importan, o son de origen nacional?

A pesar de los aranceles que acaparan titulares, son las acciones internas del Estado estadounidense y del capital nacional las que tienen el mayor impacto en la calidad de vida de la clase trabajadora. Durante la Gran Depresión, el presidente Roosevelt declaró: “No podemos contentarnos (…) con que parte de nuestro pueblo esté mal alimentado, mal vestido, mal alojado e inseguro”. Nueve décadas después, el nosotros de este sentimiento sigue dividido entre las élites que realmente están de acuerdo con una América así y las que en absoluto lo están. Sin embargo, los del bando perdedor siguen estando demasiado indefensos y desmoralizados para responder; las derrotas del pasado han hecho mella.

Para abordar el fenómeno Trump, es habitual tratar el trumpismo como un fenómeno único. Esto es una exageración. El auge de la extrema derecha precedió al de Trump, y su expansión se extiende mucho más allá de Estados Unidos. Lo que parece estar en juego es algo más antiguo que Trump y más estructural. En este sentido, cuatro acontecimientos interrelacionados han sido especialmente decisivos: la trayectoria del neoliberalismo, la crisis de legitimidad, la bipolarización de las opciones y el auge de los nacionalismos.

Del liberalismo al neoliberalismo
El liberalismo fue la expresión capitalista de los ideales de la Ilustración. Sus principios fundadores fueron la propiedad privada de los medios de producción/distribución y la omnipresencia de los mercados, incluidos los mercados del trabajo y de la naturaleza, bases esenciales de la supervivencia humana. Ideológicamente, el liberalismo afirmaba que el individualismo y el interés propio maximizarían el bienestar de todos. Políticamente, introdujo el sufragio, derechos como la libertad de expresión y asociación, la protección frente a la detención arbitraria y los límites a la intervención del gobierno en la sociedad civil.

Sin embargo, el capitalismo liberal no era un proyecto universalista, sino un proyecto de clase. El derecho de voto se condicionó a la posesión de propiedades sustanciales, y los primeros intentos de los trabajadores y trabajadoras para actuar colectivamente se consideraron conspiraciones ilegales orientadas a limitar los derechos preponderantes de las empresas. En Estados Unidos, la posesión de una propiedad se estuvo en vigor hasta el último tercio del siglo XIX, pero siguió excluyendo a las mujeres hasta el primer cuarto del siglo XX y a los negros hasta la Ley del Derecho al Voto de 1965. Los derechos sindicales no se establecieron hasta la Ley Wagner, a mediados de la década de 1930 [Ley Wagner, ley federal firmada en 1935].

Contener a los trabajadores y trabajadoras en una sociedad en la que sus derechos estaban gravemente restringidos era una cosa. Hacerlo después de que hubieran conquistado el derecho al voto, consolidado la sindicalización y conquistado derechos colectivos vitales a través de programas sociales era otra muy distinta. La respuesta del Estado estadounidense al ascenso de la clase obrera durante la Gran Depresión fue introducir derechos sindicales y programas sociales, concesiones consideradas esenciales para mantener/restaurar la credibilidad del capitalismo.

En el periodo posterior a la Segunda Guerra Mundial, las grandes expectativas de la clase obrera, tras las negaciones de los años 30 y los sacrificios de la economía de guerra, volvieron a presionar a las clases dominantes. El proyecto estadounidense de un orden mundial liberal reforzó estas presiones, ya que iba acompañado de una pronunciada reestructuración en el interior y exigía la transferencia de fondos nacionales para reactivar el capitalismo en el exterior.

El auge de la posguerra facilitó que las clases dominantes ofrecieran concesiones a las y los trabajadores. Sin embargo, estas ganancias fueron limitadas, integradoras y -sin cambios estructurales en la relación de fuerzas de clase- probablemente se revertirían. Sin embargo, a medida que el boom de la posguerra se desvanecía y el capital intentaba limitar las expectativas de los trabajadores y trabajadoras, así como aumentar la autoridad de los directivos en los centros de trabajo, las concesiones del capital permitieron que persistiera cierta resistencia.

Al principio, el Estado estadounidense no sabía cómo responder a esta situación sin alienar a la clase trabajadora. Tras una década de ensayo y error, surgió un consenso. Era esencial reforzar la subordinación social y de los trabajadores y trabajadoras a las prioridades de la acumulación de capital. Esto significaba liberalizar las finanzas, globalizar la producción, frenar el crecimiento de los programas sociales y debilitar decisivamente el movimiento sindical.

Este proyecto, que consistía en adaptar el liberalismo de los primeros años del capitalismo a las nuevas circunstancias de las conquistas políticas de la clase obrera, dio lugar a un liberalismo modificado o nuevo: el neoliberalismo. Muchos lo han caracterizado erróneamente como la degradación del Estado y la expansión de los mercados, pero esta interpretación ha malinterpretado su esencia de clase. Los mercados necesitan Estados, y el Estado, en cambio, se ha transformado para limitar algunas de sus funciones (programas sociales, derechos sindicales, participación democrática) y reforzar otras (subvenciones a las empresas, intervención en las huelgas, el complejo industria-prisión).

Crisis de legitimidad
Aunque al principio las clases dominantes estaban preocupadas por las consecuencias del desmantelamiento de las recientes conquistas de la clase obrera, una década de búsqueda de otras soluciones les convenció de que el mantenimiento del orden capitalista requería un ataque frontal contra las clases trabajadoras. Resultó que, aunque el movimiento obrero había demostrado una importante militancia sindical y unas manifestaciones impresionantes, en el plano político no era más que un tigre de papel.

Cuando el statu quo dejó de ser una opción y no había ninguna base social que pudiera inclinar la situación hacia la izquierda, la solución a la crisis del capitalismo a finales de los 70 se redujo a la necesidad de acrecentar el capitalismo. Adolph Reed [profesor de la Universidad de Pensilvania, en su artículo de Jacobin del 5 de abril de 2023] resumió el resultado como “un capitalismo sin oposición de la clase obrera”. El tener que sobornar a los trabajadores ha sido sustituido por algo mucho menos costoso: el fatalismo de la clase obrera. No hay alternativa se convirtió en el eslogan del capitalismo.

Durante un tiempo, las familias obreras encontraron formas de sobrevivir a la embestida. Las mujeres trabajaban más horas; las amas de casa se incorporaron al mercado laboral. Los estudiantes combinaban los estudios con el trabajo (normalmente en empleos precarios y mal pagados). Las familias se endeudaron. Pero estas adaptaciones individualizadas atrofiaron la resistencia común, reforzando el debilitamiento de la fuerza colectiva de la clase.

La alienación y la frustración crecientes condujeron a una crisis de legitimidad. La ira no se dirigía contra el capitalismo y los capitalistas, sino contra los gobiernos elegidos, los organismos estatales y los partidos políticos que se suponía debían defender a los trabajadores y trabajadoras contra las vilezas más extremas del capitalismo. La crisis de legitimidad se manifestó como una crisis política.

Muchos marxistas insistían en que la causa subyacente era el declive económico. Pero los beneficios de las empresas estadounidenses fueron notables y la inversión no inmobiliaria [activos productivos], aunque no siguió el ritmo de crecimiento de los beneficios, creció una media de más del 3 % en términos reales entre su máximo anterior a la crisis de 2008-2009 y 2024.

La tensión estaba más bien en el contraste -y el vínculo- entre el éxito de los capitalistas y la pobreza de la mayoría de la población. La consiguiente crisis de legitimidad política alentó un cambio radical, pero solo la derecha fue capaz de capitalizarlo. Esto culminó con la elección de Trump.

La bipolarización de las opciones
La crisis de legitimidad está íntimamente ligada a una bipolarización de las opciones. El persistente afán del capitalismo por anidar en todas partes, instalarse en todas partes le ha llevado a penetrar en todas las instituciones, impregnar la cultura cotidiana, distorsionar nuestras percepciones y crear y recrear constantemente una clase trabajadora que pueda tolerar. Lo que ha puesto aún más difícil oponerse al capitalismo.

Los reformistas suelen mirar con nostalgia a los años dorados del capitalismo de posguerra como una alternativa probada. Pero incluso si nos contentáramos con volver a esos días, significaría revertir gran parte del cambio económico que ha tenido lugar desde entonces: la globalización, la reestructuración de la producción, el crecimiento del poder corporativo y las finanzas. Sería una empresa especialmente radical.

Además (y aparte del hecho de que no fue una época tan maravillosa), tenemos que afrontar el hecho de que las décadas de 1950 y 1960 fueron un fracaso. No eran una opción sostenible en el tiempo sin otros cambios mucho más radicales. Para el capital y el Estado, esto significaba el giro neoliberal. La izquierda en sentido amplio se negó a ello o simplemente fue incapaz de hacerle frente y quedó marginada. La expresión política de esta bipolarización de las opciones es el declive, en casi todas partes, de la socialdemocracia. A falta de voluntad y de capacidad para transformar las estructuras de poder en los centros de trabajo y en el Estado, sus reformas han resultado endebles.

Pensar (y actuar) a lo grande es ahora un requisito previo para ganar a pequeña escala. Esta táctica exige desarrollar un sentido de la realidad distinto al del capital y respetar a los trabajadores y trabajadoras como personas con un potencial que va más allá del voto periódico, el sondeo puerta a puerta y la financiación de campañas a través de sus sindicatos. La política electoral es, por supuesto, útil, pero sólo si ya existe una base social poderosa. Construir esa base no puede hacerse con los plazos ajustados y el espíritu de compromiso de las campañas electorales, que buscan movilizar a la clase trabajadora tal y como es, no desempeñar un papel protagonista en la construcción de la clase trabajadora tal y como podría ser.

En ausencia de un proyecto más amplio de educación y organización para crear una clase obrera con la comprensión, la visión independiente, la confianza y las capacidades organizativas/estratégicas esenciales para la transformación de la sociedad, la socialdemocracia se disuelve en el cretinismo parlamentario que hablaba Marx. Evita el socialismo en lugar de defenderlo, y da por sentada su base obrera para ganar credibilidad (legitimidad) ante ciertos sectores de la comunidad empresarial.

Los demócratas de Biden parecieron reconocer el precio político de un electorado alienado y a veces se atrevieron a hablar del fin del neoliberalismo. Pero las reformas que introdujeron quedaron muy lejos de lo que supondría un verdadero cambio de rumbo. En el momento de escribir estas líneas, los índices de popularidad del Partido Demócrata están en mínimos históricos. El socialdemócrata Nuevo Partido Democrático (NDP) de Canadá también está de capa caída, y los partidos socialdemócratas europeos llevan mucho tiempo sufriendo el mismo destino.

La bipolarización de las opciones también se aplica a la derecha. La derecha puede movilizar el resentimiento y la ira con llamamientos nacionalistas, pero no puede cumplir sus promesas porque eso significaría desafiar las prerrogativas del capital. A pesar de la retórica ocasional en sentido contrario, la derecha está demasiado integrada ideológica e institucionalmente con las grandes empresas como para romper con ellas. Por eso parte de la base popular de Trump se está volviendo, o puede volverse, contra él.

Nacionalismo
La globalización no ha erosionado el papel de los Estados nación, sino que los ha hecho más importantes que nunca. Bajo la égida del Estado estadounidense, todos los Estados capitalistas han llegado a asumir la responsabilidad de establecer -y legitimar- las condiciones de la acumulación global en su propio territorio y luego acordar mutuamente las normas por las que se relacionan.

La soberanía estatal dentro del orden liderado por Estados Unidos era liberal, no popular. Venía con condiciones, como se ha señalado anteriormente: la inviolabilidad de la propiedad privada de los medios de producción y distribución, mercados más libres e igualdad de trato para el capital extranjero y nacional. El papel activo de los Estados nación ha contribuido a mantener vivo el sentimiento nacionalista, y el desarrollo desigual de la globalización ha dado lugar a resentimientos que han hecho del resurgimiento de la reacción nacionalista una posibilidad permanente.

La exigencia socialista de una soberanía sustancial o popular por encima de los derechos de propiedad privada implicaba una reestructuración económica radical que planteaba la necesidad de planificar y reexaminar las prioridades nacionales. Esto representaba un desafío tanto para el orden mundial liderado por Estados Unidos como para las clases capitalistas nacionales, especialmente las más integradas en la globalización.

La derecha podía quejarse del estatus de su país dentro del capitalismo global. Pero como no estaba preparada para asumir realmente su propio poder o desafiar a la propia globalización, aceptó esencialmente las reglas del Imperio estadounidense y expresó su nacionalismo económico en términos de fortalecimiento de la competitividad nacional. Su nacionalismo populista ha desviado la atención de la globalización per se a su impacto en términos de aumento de la inmigración.

La situación en Estados Unidos es especial porque el imperio estadounidense tiene el poder de canalizar el nacionalismo estadounidense para inclinar la balanza de costes y beneficios a su favor. En otras palabras, puede criticar populistamente el impacto de la globalización en el empleo y las comunidades y la afluencia de las personas inmigrantes, y luego actuar para cambiar la globalización sin abandonarla. Pero las tácticas de movilización utilizadas y los mecanismos empleados para presionar a otros Estados para que acepten normas y condiciones especiales para Estados Unidos entrañan riesgos para la propia naturaleza del imperialismo estadounidense.

Contradicciones esenciales
Lo que distingue a Trump de otros presidentes estadounidenses es su agresiva determinación de destruir el Estado y utilizar los aranceles como herramienta para obtener ventajas.

Sustituir a los jefes de las agencias estatales por leales a Trump no es como cortarle la cabeza a un pollo. La institución sigue existiendo, al igual que la necesidad de una serie de funciones estatales desarrolladas a lo largo de la historia que sirven tanto a las necesidades sociales como a las capitalistas. La reducción indiscriminada de personal no acabará con la burocratización, sino que creará una nueva burocracia, más estrechamente clientelar y autoritaria, con conflictos permanentes dentro de las agencias y entre ellas, lo que conducirá al caos, la disfunción, los errores garrafales, los daños permanentes y la resistencia en forma de filtraciones de información estratégica desde dentro del Estado.

New York Times, 8/04/2025.

En cuanto a los aranceles, que Trump y sus asesores consideran el Santo Grial para devolver la grandeza a Estados Unidos, hay tres puntos que merece la pena destacar. En primer lugar, aunque los aranceles son un impuesto sobre las ventas de productos extranjeros diseñado para redistribuir el empleo en todo el mundo, también tienen repercusiones en la distribución nacional de la renta. Pensemos en la reacción de Amazon y Walmart, los dos mayores empleadores de Estados Unidos.

Cuando estas empresas importan mercancías de China (su principal proveedor), el gobierno añade derechos de aduana al coste de las mercancías. Esto aumenta los costes de las empresas y repercute, en todo o en parte, a sus clientes. A diferencia del impuesto sobre la renta, este impuesto no depende de los ingresos: ricos y pobres pagan el mismo precio por los productos. Pero la historia no acaba ahí. Tanto como eso importa es el uso que haraá el gobierno de los ingresos recaudados. Desde luego, no se utilizarán para mejorar los programas sociales y las infraestructuras necesarias; Trump y Musk están demasiado ocupados recortándolas.

En su lugar, el dinero recaudado por los aranceles será utilizado por la administración Trump para compensar los ingresos perdidos por los recortes de impuestos prometidos por Trump a sus amigos ricos. Así que, en lugar de acabar con la inflación desde el primer día, Trump la está empeorando. Y en lugar de abordar las preocupaciones populares, está utilizando dinero tomado principalmente de las y los trabajadores para hacer a los ricos aún más ricos (y sórdidos).

En segundo lugar, aunque los aranceles a veces están justificados para defender puestos de trabajo o, como en el Sur, para crear el tiempo y el espacio necesarios para que se produzca el desarrollo económico, si son la única respuesta en lugar de formar parte de un conjunto más amplio de políticas, el resultado puede no ser el deseado. A mediados de la década de 1980, Ronald Reagan impuso cuotas a los automóviles japoneses para obligarles a producir en Estados Unidos en lugar de limitarse a enviar vehículos desde Japón. El apoyo entusiasta de las y los trabajadores del automóvil estadounidenses, comprensible dadas sus opciones, no les aportó, sin embargo, la seguridad que esperaban.

Los puestos de trabajo no se trasladaron allí donde los trabajadores y trabajadoras de la automoción estaban siendo despedidos. Se trasladaron al sur de Estados Unidos. Las empresas japonesas, con la ventaja de contar con plantas recién construidas (en Estados Unidos) sin costes heredados para las y los jubilados, sin sindicatos que representasen a los trabajadores y trabajadoras y enfrentando a los Estados entre sí para obtener grandes subvenciones, aumentaron su cuota de mercado. Esto provocó nuevas pérdidas de puestos de trabajo en el norte de Estados Unidos. Pronto, las fábricas japonesas no sindicadas, y no la UAW [sindicato de la automoción], marcaron las pautas de la industria.

Volviendo al ejemplo chino, puesto que es allí donde se ha concentrado gran parte de la ira por la pérdida de puestos de trabajo, gravar los productos chinos no hará que se produzcan en Estados Unidos. En su lugar, los compradores se dirigirán a otros países donde los costes son ligeramente superiores a los de China, pero siguen siendo mucho más baratos que en EE UU debido a su fase de desarrollo. Lo vimos con los anteriores aranceles impuestos a China, que redujeron algo sus exportaciones a Estados Unidos. Pero a esto le siguió una explosión de las exportaciones a Estados Unidos desde el resto de Asia. A esto hay que añadir las represalias contra las exportaciones estadounidenses y las interrupciones de la cadena de suministro que afectan a todo tipo de empleos en Estados Unidos. El resultado es una mayor inflación, más trastornos en la economía y escasa repercusión en el empleo estadounidense.

Esto nos lleva a un tercer punto. Los aranceles son una forma de desviar la atención de los problemas más importantes a los que se enfrentan las trabajadoras y los trabajadores en Estados Unidos, problemas que están íntimamente ligados a la ofensiva neoliberal contra a la que nos hemos referido anteriormente y que aún continúa. El comercio es importante, pero aún lo son más las consecuencias antagónicas y sustancialmente antidemocráticas a escala nacional de las decisiones empresariales y gubernamentales. Estas consecuencias van desde la falta de asistencia sanitaria universal hasta el acceso inadecuado a la educación superior y a una vivienda asequible, pasando por la negación del sindicalismo como derecho democrático fundamental.

También son relevantes aquí los fracasos del sistema económico y político estadounidense a la hora de actuar con coherencia en la transición a los vehículos eléctricos, una dimensión relativamente menor de la crisis medioambiental que tendrá un gran impacto en quienes trabajan en el sector del automóvil y otros sectores. En los años 50, Estados Unidos producía alrededor de tres cuartas partes de todos los vehículos de gasolina del mundo. Hoy en día, China, por razones que van mucho más allá de las cuestiones comerciales, fabrica aproximadamente la misma proporción de vehículos eléctricos del mundo. Las razones, y por tanto las soluciones, van mucho más allá de los aranceles.

¿Una reinicialización imperial?
Durante las últimas ocho décadas, el Imperio estadounidense de posguerra ha sido la gallina de los huevos de oro del capitalismo estadounidense y de gran parte del capitalismo mundial. Su auge fue una respuesta a terribles fracasos del capitalismo internacional durante las tres décadas anteriores: dos guerras mundiales, la Gran Depresión, una monstruosa reacción nacionalista. El objetivo era crear un capitalismo relativamente estable y globalmente integrado, basado no en la fuerza bruta, sino en la aceptación de la soberanía formal de todos los Estados y en unas relaciones económicas internacionales basadas en normas.

Los resentimientos y frustraciones que se han acumulado en Estados Unidos en las últimas décadas han creado una apertura política que ha propiciado el ascenso de Trump. Canalizando las frustraciones hacia el exterior en lugar de hacia la guerra de clases interna contra los trabajadores y trabajadoras, Trump prometió reequilibrar los costes y beneficios internacionales a favor de EE UU: un proyecto difícil pero posible que obtuvo el apoyo de la mayoría de la población.

El capitalismo estadounidense, por su parte, se centró en los beneficios que obtendría de una segunda presidencia de Trump. Ignoró en gran medida las diatribas preelectorales de Trump sobre el comercio como escaparate. Unos aranceles sensatos y temporales podrían haber sido aceptables, pero la carga desenfrenada de Trump desde el principio corría el riesgo de desmantelar el Imperio. Su imposición de aranceles sobre la marcha hizo inevitables las represalias, y su implacabilidad a la hora de demostrar que va en serio hará que los aranceles aumenten en mayor medida. La utilización de los aranceles como arma por parte de Trump para forzar nuevas concesiones no comerciales aumenta la animosidad y el caos.

Y puesto que el comercio está inextricablemente ligado a los movimientos de los tipos de cambio, los controles de capital también podrían seguir. En el pasado, la incertidumbre mundial tendía a acelerar los flujos financieros internacionales hacia la seguridad del dólar estadounidense, aumentando el valor del dólar, pero haciendo menos competitivos los bienes producidos en Estados Unidos. Hoy, estos flujos podrían sorprender y revertirse, provocando el pánico en los mercados y una subida de los tipos de interés estadounidenses. En cualquier caso, podría producirse una nueva etapa en la reordenación del orden mundial: controles de capital y una reducción negociada del tipo de cambio del dólar a escala mundial.

Por supuesto, Estados Unidos nunca ha dudado, ni siquiera en el marco del orden basado en normas, en intimidar al Sur o a un socio concreto cuando lo ha considerado necesario. Lo que distingue al período actual es la medida en que la reciente agresividad de Trump se dirige contra los aliados de EE UU. El consiguiente descrédito del liderazgo estadounidense dificultará aún más cualquier final negociado de la guerra arancelaria y la restauración del orden mundial.

Algunos se alegrarán de la posible desintegración del imperio estadounidense como consecuencia de las represalias. Pero la realidad del periodo de entreguerras debería hacernos reflexionar. En ausencia de una izquierda poderosamente organizada, no hay pocas razones para esperar que las economías se hundan en el caos, que se movilicen los chivos expiatorios y el nacionalismo y que se descarten las prácticas democráticas.

Conclusión: ¿se marchitará la izquierda descolorida?
Sean cuales sean las inclinaciones de Trump, sin capacidad para cumplir sus promesas económicas y escapar del caos arancelario, sus problemas empeorarán. Gran parte de su base popular ya se está impacientando y gran parte de sus partidarios capitalistas se están enfadando. La respuesta socialista debe empezar por lo que no debemos hacer.

Aunque preferiríamos que Trump perdiera frente a los demócratas, debemos guardarnos de creer que los demócratas actuales o futuros son el vehículo para un mundo mejor. Animarlos a volver equivaldría a restaurar el statu quo tan recientemente criticado, consolidando una caída de las perspectivas en un momento en el que necesitamos especialmente mejorarlas. Lo mismo cabe decir de la comprensión de lo que puede y no puede hacer la actividad electoral. Las elecciones sólo tienen sentido si existe una base social capaz de hacerlas fructificar. Es la existencia de esa base lo que hace que las elecciones sean útiles.

Esto no significa que debamos dedicar nuestras energías a alentar cada victoria local y esporádica como señal de que hemos doblado una esquina y a reclamar un vago fortalecimiento del movimiento. La resistencia y la solidaridad son fundamentales para todo progreso social y deben ser bienvenidas. Pero extrapolar victorias parciales -no hay victorias totales en el capitalismo- para fantasear con puntos de inflexión radicales o una revolución inminente son obstáculos a la búsqueda de respuestas complejas a lo que se nos escapa de la mano desde hace tiempo. Del mismo modo, dar el estatus de movimiento a grupos que surgen de vez en cuando y muestran potencial organizativo, pero carecen de la capacidad institucional para mantenerse, socava nuestra comprensión de lo que significaría construir movimientos efectivos.

Desde un punto de vista analítico, tenemos que entender que la rivalidad interimperialista y el vago internacionalismo no harán el trabajo pesado por nosotros. La amenaza fundamental para el capitalismo internacional no radica tanto en el conflicto entre Estados como en los conflictos dentro de los Estados y cómo luego se desbordan internacionalmente.

El trumpismo -que no es el resultado del conflicto entre el capital estadounidense y el europeo, canadiense o chino, sino más bien el resultado del neoliberalismo en Estados Unidos- es revelador a este respecto. Una sensibilidad internacionalista es, por supuesto, fundamental para el universalismo del socialismo. Pero como señalaron Marx y Engels, la lucha puede ser internacional en esencia, pero en la práctica empieza en casa. Si no estamos organizados en casa, no podremos hacer mucho por los demás a escala internacional.

Por último, debemos dejar de calificar de reduccionismo de clase la identificación de la principal tarea de la izquierda como la construcción de una fuerza social de la clase obrera. Si la clase obrera no está convencida de organizarse para la transformación social, podemos olvidarnos de hablar de sustituir el capitalismo por algo radicalmente mejor. La lucha contra las desigualdades en el seno de la población, ya sean de género, raza, etnia, nivel de ingresos, etc., es esencial. Pero estas luchas son más pertinentes si tienen como objetivo superar las desigualdades entre los trabajadores y trabajadoras para construir una verdadera clase. Sin este objetivo, acabamos dividiendo a la clase y desviando los fragmentos de la lucha contra el enemigo principal: el capitalismo.

Sobre todo, tenemos que afrontar el hecho de que en todos los países partimos de cero. En Estados Unidos, esto significa iniciar la larga marcha para reconstruir una izquierda fuera de los grilletes del Partido Demócrata, una izquierda capaz de responder a las preocupaciones de una clase obrera desorientada y desmoralizada. Institucionalmente, significa organizarnos para convertirnos en socialistas y construir una fuerza social con capacidad colectiva para defenderse, para comprender que los límites a los que nos enfrentamos no son razones para retroceder, sino para ampliar la lucha, y para tener suficiente confianza en nosotros mismos para soñar nuestros propios sueños y actuar en consecuencia. Todo lo que hagamos debe juzgarse principalmente por su contribución a este objetivo.

Sam Gindin es un autor y activista que fue director de investigación del sindicato Canadian Auto Workers de 1974 a 2000. Es coautor (con Leo Panitch) de The Making of Global Capitalism (Verso), y coautor con Leo Panitch y Steve Maher de The Socialist Challenge Today (edición ampliada y actualizada de Ed. Haymarket). El título del artículo “El hombre que quería ser rey” hace referencia a una adaptación cinematográfica de un cuento de Rudyard Kipling de 1888.

8/04/2025

A l’Encontre (Artículo original publicado en NONsite.org el 31/03/2025)

Traducción: viento sur

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