El deporte suele ser implacable en imponer la derrota a alguien. Un boxeador tirado en el suelo, semiinconsciente, magullado, al que ya le contaron diez, ha de aceptar su situación. Alguno puede clamar después alguna trampa. George Foreman dijo que lo habían drogado en Zaire; Meldrick Taylor que injustamente le habían detenido la pelea cuando faltaban dos segundos; Jack Dempsey, que el réferi había contado muy lentamente cuando noqueó a Tunney, dándole así la oportunidad de levantarse.
En el futbol, ni se diga. Las derrotas están ahí muy diáfanas cuando pita el árbitro. Pero el derrotado busca una explicación más allá de la suma de los goles. Que si no fue penal, que si un fuera de lugar, que la expulsión no se justificaba, que el árbitro compensó mucho tiempo…
En el mundo de la guerra no hay un reglamento tan claro como en los deportes. No hay divisiones. Puede pelear un peso completo contra un minimosca. No hay tiempo pactado. Más allá de los extrainnings o llegar a la serie de penales, tenemos guerras de cien años.
Me voy a la batalla de Maratón. En pocas horas los atenienses derrotaron a un ejército con doce veces más soldados. Los persas huyen. Buscan una segunda oportunidad para desembarcar. Al no hallarla, se marchan a su tierra. Los historiadores lo explican de varias maneras, y para los amantes de la libertad, esta batalla es un gran triunfo; pero para los persas, ¿no quedaría un sabor de que se pudo hacer más? ¿de que la derrota se aceptó dócilmente?
Esquilo nos relata su dolorosa vuelta a casa.
Dolorosos también son los pasajes de la historia mexicana en 1848. Recordamos el sacrificio de los Niños Héroes, pero ciertamente estamos conmemorando una derrota. En su momento, Ignacio Manuel Altamirano escribió:
En esta campaña se pusieron de manifiesto, más que nunca, la impericia de los antiguos generales salidos del núcleo iturbidista de 1821, su falta de energía y de arrojo que sólo sabían emplear en las guerras intestinas, cuando no tenían que combatir más que las huestes improvisadas en el motín o reclutadas en los campos de labranza, sino también la indiferencia y la falta de patriotismo de las otras clases llamadas privilegiadas, de lo que constituía la aristocracia partidaria del centralismo, que no supo hacer el sacrificio de sus intereses en aras de la patria.
Y al final, tratando de dignificar con palabras la indignidad de una derrota, luego que fueran firmados los tratados de Guadalupe-Hidalgo, el presidente Peña y Peña dijo: “Hablando a ustedes con la franqueza que me conocen, les diré que ninguno de sus artículos del tratado me ha parecido ignominioso, y aunque algunos he estimado gravosos, su gravamen no ha dependido de ustedes, sino del imperio funesto de las circunstancias actuales”.
Ahí, por sobre todos, el artículo ignominioso y gravoso fue el quinto, el de los nuevos límites fronterizos. Pero en la crónica de esta guerra, lo verdaderamente ignominioso es el juego de tantos intereses personales o de partido que acabaron pisoteando los intereses del Estado.
Difícilmente tuvimos algo que pudiese llamarse ejército. Hubo miles de desertores y, por si fuera poco la invasión del extraño enemigo, “los desertores se organizaban en guerrillas que iban robando comestibles y sembrando el terror en campos y pueblos”.
Todo lo que comúnmente se llama “tratado de paz” es una imposición para que una de las partes admita que fue derrotado.
En la vida política también ocurre. ¿En qué momento se acepta una derrota? ¿En qué momento la lucha se vuelve inútil? ¿En qué momento no queda de otra sino admitir que se pierden libertades? No son preguntas retóricas. La historia y los hechos nos muestran democracias convertidas en dictaduras. Sin haber propiamente un triunfo, se da una gran derrota.
El viajero John Ross Browne visitó Polonia en 1862 y escribió un artículo para la revista Harper’s. Al llegar a Cracovia, que entonces estaba bajo el dominio del Impero Austrohúngaro, comenta sobre los polacos que “algo en su fuerte fisonomía eslava indica un carácter muy feroz e inquieto; y cuando miré a la gente reunida, y estudié sus rostros, sentí que este pueblo pertenece a las razas que no se pueden domesticar. Ahora podrán estar oprimidos, los han pisoteado, agobiado con un ejército de ocupación, pero el fuego que arde en sus venas no puede ser apagado por ningún despotismo militar”.
A Polonia le han tocado en suerte los peores vecinos. Alemania de un lado, Rusia del otro. Polonia ha sido como un feroz peso welter que se ha enfrentado a los completos. La han derribado muchas veces, pero siempre se levanta antes de la cuenta de diez para seguir peleando. La han dado por muerta, pero se vuelve a levantar. Por eso su himno nacional comienza con los versos: “Polonia no habrá de morir mientras nosotros sigamos vivos”. Le han caído encima bárbaros, reinos, imperios, rusos, otra vez rusos, brutos, alemanes, otra vez alemanes, bolcheviques, nazis, también enemigos internos y traidores, rusos y más rusos, la han desaparecido del mapa, y hela aquí con una bella democracia sustentada en una maravillosa sociedad civil.
Pero a veces, la sensación de estar en la lona pesa demasiado. Por eso uno de los poemas más tristes es aquél de León Felipe, en el que ve pasar a don Quijote derrotado. No le dice: “¡Ánimo, don Quijote, tú puedes!”, sino que se suma a él en la derrota.
Cuántas veces, don Quijote,
por esa misma llanura
en horas de desaliento
así te miro pasar.
Y cuántas veces te grito:
hazme un sitio en tu montura
y llévame a tu lugar;
hazme un sitio en tu montura
caballero derrotado;
hazme un sitio en tu montura
que yo también voy cargado
de amargura
y no puedo batallar. ~
Tomado de https://letraslibres.com/
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