Por Jaime Rivera Velázquez
- Los líderes populistas creen en el mito del “Estado profundo”, un conglomerado de personas y órganos que, supuestamente, manejan subrepticiamente al gobierno.
Casi todos los días Donald Trump es noticia. Su estridencia y sus decisiones unilaterales en materia de comercio internacional, inmigración y crimen organizado siembran expectación y alarma en el mundo. Pero lo extravagante de muchos de sus anuncios ha opacado a otras acciones que podrían debilitar el funcionamiento mismo del Estado. No se ha prestado mucha atención a sus intenciones de destruir el servicio profesional de carrera del gobierno federal estadunidense. Si bien su propósito no ha sido del todo explícito, sus acciones así lo indican.
Desde su primer día en el cargo, Trump detuvo por completo la contratación de nuevos funcionarios, y el 28 de enero, mediante un mensaje enviado a unos dos millones de los que ya trabajan en el gobierno federal, les invitó a retirarse voluntariamente, pudiendo cobrar su sueldo hasta el 30 septiembre de este año. De esa manera quiere prescindir de la experiencia profesional de los funcionarios públicos para sustituirlos por personas leales a él y a su proyecto político.
Esa actitud es típica de los líderes populistas, quienes creen en el mito del “Estado profundo”, un conglomerado de personas y órganos que, supuestamente, manejan subrepticiamente al gobierno y obstaculizan los cambios que el nuevo líder juzga necesarios. De ahí su obsesiva desconfianza a los funcionarios de carrera y su desprecio al conocimiento técnico y científico.
De cualquier modo, despedir a tantos empleados no será fácil. Desde finales del siglo XIX en Estados Unidos empezó a instituirse el servicio civil de carrera, a fin de terminar con la “cultura del botín”, que permitía a quien ganaba la elección presidencial apoderarse de todos los puestos del gobierno y distribuirlos entre sus allegados y aliados políticos. Eso daba lugar a una administración pública de baja calidad, con funcionarios inexpertos, mediocres y más proclives a la corrupción.
La adopción de servicios profesionales de carrera para el ejercicio de la función pública tiene el objetivo de elevar la calidad técnica de los servidores públicos y asegurar su lealtad a los fines legales de la institución a la cual sirven (y por medio de ésta, al Estado y a la Nación), y no a quienes les dieron el puesto ni al partido que ganó la elección. Podría decirse que los servicios profesionales de carrera buscan que los servidores públicos sean, a la vez, 100% capaces y 100% leales. Por ello, el servicio profesional de carrera es algo propio de los Estados democráticos y una condición para impulsar con éxito la prosperidad de un país.
Aunque en el actual gobierno de Estados Unidos no hay todavía medidas radicales para destruir el sistema profesional de carrera, hay signos insoslayables de querer cambiar el sentido de las lealtades de los funcionarios públicos, más hacia Trump y sus proyectos que hacia los intereses del Estado y la nación estadunidense. El discurso de Trump y de su círculo más cercano contra los profesionales del gobierno es una manera de socavar a la burocracia de carrera y de debilitar al Estado constitucional.
En los Estados democráticos el poder político siempre está limitado: limitado por la ley y por la distribución del poder entre distintas entidades que se revisan y vigilan entre sí. Y para que esos principios puedan regir al Estado, tienen que plasmarse en instituciones, entendidas como un sistema de reglas que estructuran la interacción social, más las organizaciones que las hacen vigentes. Para que tales instituciones cumplan sus funciones con eficacia y calidad, deben disponer de una autonomía relativa ante los cambios de grupos políticos en el poder. Así, por ejemplo, los servicios de salud deben funcionar conforme a sus reglas organizativas y al conocimiento científico especializado, aunque cambien los líderes políticos y aun los funcionarios directivos. Los cambios que pueden y deben implementarse se ubican dentro de los márgenes de las políticas públicas y los proyectos específicos, no en las formas básicas de ejecutar las funciones. Lo mismo puede decirse de los órganos de seguridad pública o de defensa, y casi de cualquier organismo del Estado, si se quiere conservar su calidad y lealtad institucional.
Por el contrario, para los populistas y los autócratas, el principio de división de poderes es sólo una máscara para legitimar su poder personal. Las instituciones mismas les resultan molestas si limitan sus decisiones y caprichos. La autonomía relativa de las instituciones, así como cualquier contrapeso son un estorbo que debe suprimirse. Donald Trump logró someter a su partido y, a través de éste, se propone alinear a sus dictados a la mayoría de los legisladores. Otro blanco en su mira es el Poder Judicial, porque le resulta intolerable que un juez de distrito pueda anular por inconstitucionales sus órdenes ejecutivas. En su primer mandato logró nombrar a una mayoría conservadora en la Corte Suprema y ahora espera neutralizar la independencia de los jueces federales.
Sin una efectiva división de poderes y sin una burocracia de carrera, capaz profesionalmente y leal a las instituciones, será más fácil que imperen los caprichos del autócrata.
Tomado de https://www.excelsior.com.mx/rss.xml
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