Administración de los males públicos
Jorge Pech Casanova
¿Por qué personajes como Carlos Romero Deschamps, cuando lo persiguió la ley, fueron a Oaxaca a buscar amparos judiciales contra la acción que la autoridad pretendía aplicar a sus peculados? La respuesta obvia es la corrupción del poder judicial en esta entidad históricamente agraviada por la prevaricación de sus funcionarios públicos: gobernantes, jueces, legisladores.
Sin embargo, hay que analizar a fondo la clase de personajes que integran este poder en Oaxaca (y en otras partes de México) para explicarnos la profunda descomposición de ese sector de la autoridad, que lo ha llevado a convertirse en un poder perjudicial.
La novela Su Señoría, de Israel Castellanos, en su brevedad y concisión elabora un retrato a fondo de cómo los integrantes del poder judicial han llevado a este gremio del servicio público a convertirse en una maquinaria brutal que privilegia los pagos y los favores para rendir los procedimientos judiciales al mejor postor y convertir el aparato legal en un atroz sistema de injusticia.
El escritor Castellanos ha narrado a profundidad cómo se construye la impunidad de criminales violentos en el sistema legal oaxaqueño, en su vasta novela de 2012 En algún lugar. Ahora relata en la breve obra Su Señoría cómo un personaje inepto, ineficaz y deshonesto —el juez Francisco, lo llama— logra ascender por la jerarquía del poder judicial para convertirse en un elemento de lo más perjudicial en ese sistema, y para peor, validado por otros integrantes del mismo poder.
En la novela, el sistema perjudicial de “justicia” está sintetizado en el Juez Francisco, su innominado secretario, el notificador del juzgado Gregorio y una anónima defensora de oficio. Todos desempeñan papeles trastrocados en los procedimientos judiciales y quienes pierden son quienes acuden a solicitar justicia: nunca la obtendrán. Estos guardianes ineptos son peores que el feroz guardia del cuento de Kafka Ante la ley: en particular, el juez obstaculiza la entrada sin necesidad de amagar con su fortaleza, pero siempre exigiendo sobornos.
Castellanos retrata al juez Francisco como un individuo a quien no dejarían entrar “en ningún cenáculo de la ciencia y del arte; ningún taller de las artesanías, ni siquiera un grupo de beneficencia”. Y se pregunta: “¿cómo funcionaba ese hombre sin atributos en el complicado Sistema Judicial, sin elementos teóricos ni prácticos, jurídicos ni morales? Muy simple: no funcionaba”.
El narrador concluye, en cuanto define la falta de funcionalidad de su personaje, que el juez Francisco, “esa humilde presencia, ese átomo de la existencia mostraba que el minúsculo aparato judicial del cual yo formaba parte, era la expresión certera de un sistema que estaba fincado desde la raíz en la improvisación”.
Después de esa explicación por parte de un autor que es además un profundo conocedor del sistema legal y de la filosofía jurídica, no sorprenden los casos de altos cargos en el poder judicial que han copiado sus tesis y que en la práctica han ascendido hasta sus mayúsculos cargos mediante la trampa personal y el trabajo ajenos.
Al retratar al juez Francisco, el novelista recrea a no pocos magistrados y ministros del poder perjudicial: “El ignorante no es tonto aunque le falte ciencia. En lugar de la teoría, el juez tomó el sentido común de la gente de vecindad como método, copió a conciencia de otros el ejemplo, caminó por el mundo con la imitación al hombro, y de pronto se encontró con el puesto”. Por ello, en el relato y en la vida real, los empleados de menor nivel se burlan del inepto funcionario refiriéndose a él como “Su Señoría”.
Sin embargo, el narrador no deja de señalar la comodidad con que semejantes nulidades asumen su sitio en el sistema: “Sabía que ser juez era un privilegio de pocos, entre tantos que deseaban estar en su lugar, pero no hacía ningún esfuerzo por merecerlo y no le importaba ser el último en la escala del saber. […] Sólo le quedaba la astucia como modo de supervivencia, en un medio donde se compite por los puestos ‘honorables’. Ningún pillo es tan tonto como para no intuirlo. Y él entraba en esa escala como anillo al dedo, en un lugar donde la honradez no valía un céntimo”.
En la novela de Israel Castellanos, el innominado secretario del juzgado termina corrido de su precario puesto porque el juez Francisco decide que el abogado inexperto pero honesto es un riesgo para sus manipulaciones de la ley. Sin embargo, el propio juzgador es finalmente procesado y sentenciado por cohecho y corrupción, en dos juicios sucesivos. Por lo tanto, lo suprimen del cargo, le imponen el pago de una fianza y luego el de una multa y le suspenden sus salarios y prestaciones en el juzgado.
Si el lector teme que el final del libro Su Señoría sea un edificante ejemplo de cómo un juez corrupto recibe justa sanción, puede sentir alivio. El implacable novelista confirma los terribles defectos del sistema legal mexicano con un sucinto resumen de cómo el cohecho del juez Francisco resultó comprobado, no así su corrupción, por lo cual no sólo fue declarado absuelto, sino que para él se ordenó “la restitución en el puesto, la devolución de la fianza, de la multa, y lo principal, el pago de todos los salarios, prima vacacional y aguinaldos, caídos durante el tiempo que duró el juicio”. Quizá esto suceda con los insultantes fideicomisos millonarios que ahora se le han incautado al poder perjudicial, pues han entrado a juicio y es posible que los altos magistrados se devuelvan a sí mismos esas inmorales prebendas.
La historia del juez Francisco que relata Israel Castellanos es antigua pero no deja de repetirse en Oaxaca y en otras partes del país. A esto contribuye que —como recordaba en noviembre de 2019 en el portal informativo Página3 el periodista José Luis Sarmiento Gutiérrez, en su artículo «Oaxaca, corrupción autorizada»—, “al finalizar el sexenio de Ulises Ruiz Ortiz, fueron modificados los Códigos Penal y el de Procedimientos Penales, para que el peculado fuera removido del catálogo de delitos graves y reclasificado como ilícito menor, invitando a las y los funcionarios públicos a cometer latrocinios en perjuicio del pueblo, con la garantía de que, en caso de ser castigados, la sanción sería mínima”.
El peculado sin sanción mayor es un caso de tantos incentivos al delito oficializado entre los perjudiciales poderes de la nación. Que cada quien revise su legislatura estatal y exponga lo conducente.
Tomado de https://morfemacero.com/
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