Sobre Un escenario campestre

  Sobre Un escenario campestre

El amor, el tiempo, el destino, la misma poesía, son algunos de los temas que con más frecuencia aparecen en su poesía. Y, además, algo que es infrecuente en muchos poetas: hay en su obra, y la presente no es una...Tomado de https://morfemacero.com/

Colaboraciones

 Blanca Luz Pulido

En el lenguaje poético de Nuno Júdice (1949-2014) lo sensible está en profunda combinación con las ideas, y las imágenes con el pensamiento que se va trazando a través de cada imagen y cada verso.

El amor, el tiempo, el destino, la misma poesía, son algunos de los temas que con más frecuencia aparecen en su poesía. Y, además, algo que es infrecuente en muchos poetas: hay en su obra, y la presente no es una excepción, un humor sutil, lleno de ironía, en la base de muchos poemas. 

Otros aspectos importantes son el movimiento, la transformación, incluso la metamorfosis de lo que se canta en sus páginas. Por un lado tenemos la nostalgia de un mundo ido y el intento de atrapar el presente o el amor, siempre elusivos, y por el otro, la conciencia incesante de que la realidad es un misterio que la voz poética apenas si alcanza a nombrar, a delimitar, a aludir. Así, el poema es un avanzar continuo hacia lo que se desconoce, un dejar atrás lo que debe quedar atrás, pues todo en el poema es un buscar el movimiento, buscar la propia voz de lo que quiere decirse.

La lectura de los poemas de Nuno Júdice produce la compleja sensación de adentrarse en un mundo a la vez límpido y misterioso, transparente pero en constante cambio. Hay un ir y venir del pensamiento poético, en busca de “la luz de un sentido”. Ese movimiento recorre de hecho todos los libros del autor, de una u otra manera, aun a través de los años y los cambios que atravesó su escritura.

“Un verso transforma / el modo en que se mira el mundo”. Gracias a la poesía de Nuno Júdice, el mundo se transforma en un lugar más enigmático, más interesante incluso, donde la belleza puede surgir (o desaparecer, o alejarse) en cualquier instante, al conjuro del poema. Júdice es un taumaturgo, una especie de prestidigitador del lenguaje. La realidad que habitamos (algo que habitualmente damos por sentado) adquiere en cada uno de sus poemas tintes nuevos, desconocidos. Todo sucede en el abierto campo de la página, y, como se lee en un poema de este Regreso a un escenario campestre, tal vez podríamos incluso recibir “La dádiva / de un cuerpo en la muda imagen del poema”.

En la casa de la poesía hay rincones oscuros

donde nos podemos esconder como si no necesitáramos

luz. Empujé la puerta de esa casa en busca

de esos rincones; pero también descubrí el sol que entraba

por las ventanas y dibujaba, en la pared más blanca,

el contorno de tu rostro. En realidad, cuando

se entra en la casa de la poesía, todo tiene un dibujo

tan preciso como el significado de cada palabra. Solamente,

en los rincones oscuros, las sombras dan otro sentido

a lo que vemos; y por más que se abran

las ventanas para que el sol llegue a esos rincones,

hay siempre figuras que no salen de la sombra,

como si fuesen los fantasmas de la infancia, y lo que dicen

viene de muy lejos, según algunos, o de demasiado

cerca, según otros. Entonces, ¿qué hago yo en esa casa

de la que el sol no logra borrar las sombras? ¿Por qué

insisto en mirar hacia los rincones más oscuros, huyendo

de la luz? La respuesta está en la imagen que el sol proyectó

en la pared: la imagen que tiene tu rostro y me pide

que salga de esos rincones oscuros para oír tu voz

el día en que te encontré en la casa de la poesía.

La edad de un árbol se mide por los anillos

del tronco, cuando lo cortan. El árbol aún

podría haber vivido mucho, y sus anillos seguirían

formándose con su dibujo circular. Ahora,

al verlo, sólo pienso en los que ahí faltan,

y calculo los siglos que el árbol

perdió, cuando lo cortaron. Pero no desperdicio

la oportunidad: los anillos de un árbol

tal vez tengan algún valor en la casa de empeños

de la eternidad, sobre todo los más antiguos. Y

llevaré el anillo que tiene la edad de los profetas,

o aquel que oyó la voz de los amantes, y

también el que escuchó un ruido de ejércitos

en una de las primeras cruzadas, para saber cuánto

me dan por ellos. Son los más pequeños, y

es más fácil que se ajusten al dedo de quien los compre. 

“Allí vivía el poeta”, me decían, en aquella

casa en la esquina, en la colina que llega al pueblo,

en un solo cuarto, pero con lugar

para el burro que lo acompañaba, cuando 

salía para recitar sus poemas. “¿Un burro? ¿Y

por qué no una yegua, como en las epopeyas?”

Él respondía que no tenía dinero 

para herraduras; y el herrero, desde la otra esquina,

detrás del gran portón de un patio

con árboles y cactus, lo mandaba echar.

“¡Un burro no necesita herraduras!” Pero

él mostraba los cascos ensangrentados: “Hay muchas

piedras en el campo, la lluvia se llevó la tierra”. Y

el herrero, detrás del fuego que iluminaba

el sudor de su cara, ya no respondía. En las tabernas,

se decía que se había quedado ciego por las chispas

de las llamas; otros, sin embargo, hablaban de él como

si fuera el diablo en persona. “Vive abrazado 

a una lámina de hierro ardiente.” Todas las

historias son verdaderas, pensaba el poeta;

y componía los cuartetos que nunca recitaba.

“Si los dijera, me los robarían. Tengo que

ocultarlas, son mi tesoro.” Aún

hoy, nadie conoce la obra del poeta, y

sólo el burro oía los poemas que él le

decía, en la casa donde vivían. Pero el burro

murió, y se llevó consigo el tesoro que

le dio el poeta, antes de ir a parar a la fosa

común, donde tantos poemas acaban.

En el suelo de esa calle por donde

paso todos los días, encontré un pájaro

muerto; y en la parte trasera del restaurante,

debajo de un limonero cargado

de frutos todavía verdes, vi un limón caído,

demasiado maduro. Entre el pájaro y el limón

no había nada en común, de no ser el hecho

de haber caído: el pájaro, del cielo,

el limón, del árbol. No recogí al pájaro,

sabiendo que del pico de un ave muerta

ningún canto volvería a salir; pero recogí 

el limón, sabiendo que lo podría exprimir

para tener, con su jugo, el sabor

de la tierra que alimentó el árbol

de donde el pájaro cayó.

Si yo rezara, pediría piedad

para los que no aman, para los que no saben

hacia dónde mirar cuando están solos y les falta

un rostro amado en la memoria, para los que 

miran una flor y sólo piensan en el día en que

morirá. Tal vez el amor no sea la única

salvación de los que todo necesitan, ni

el remedio para los males de quien no sabe

lo que es el sueño. Sin embargo, sin él, sus manos

estarían aún más vacías, y sus noches

no tendrán el horizonte de una luz al

amanecer. Pienso en todos ellos, por

los que rezaría, si rezara, y es tu rostro

lo que veo frente a mí, son tus manos

que buscan las mías, y es tu existencia,

sólo por el hecho de que existes, la que enciende

en mi noche cada futura mañana. Y rezo,

al fin, después de todo, rezo para que tu voz

no me falte, y tu cuerpo se vista con el perfume

del campo y por ti corra, siempre, el río de este amor.

Hay palabras que cambian de sentido

de un instante a otro. La forma en que

se imprimen en un cuerpo amado, como

si el cuerpo fuera la página blanca esperándolas; o

el descubrimiento de una imagen resultado

de aquello que, en retórica, se llama

analogía: así, el mundo de esta palabra

adquiere súbitamente otra dimensión y,

al oírla, el primer sentido casi

no tiene sentido cuando otro significado

lo sustituye.

Podría tomar a la sirena de ulises como

ejemplo. Ya no es la figura mítica que espera

a las víctimas en su acantilado, cantando para

atraerlas. Ahora está más próxima, y su voz

me impulsa hacia su canto, como si tuviera

el mismo hechizo, pero al abrazarla, la sirena

se transforma en venus, en la metamorfosis

donde tomo el lugar de ovidio para cantar

la metamorfosis de sirena en mujer. Esta, sin embargo,

se tiende en el mar blanco de la cama donde llega

la luz de la ventana. Por sus manos pasan

los libros y los cuadernos en que palabra

e imagen se funden. Sus ojos cambian

de color, y de sus manos brotan alas cuando

las veo, como si ángel y sirena fueran sinónimos.

Así, concluyo: el amor tiene un diccionario

en que ninguna palabra tiene su sentido usual

cuando es el mismo amor quien la pronuncia.

En una pausa, entre la pirámide

del adivino y el cuadrángulo de las monjas, el cielo

se cubrió de nubes. No le pedí

al adivino que me explicara los motivos para

que el cielo concediera a los hombres la indulgencia

del gris. Y no acerqué el oído a los

labios de la serpiente para que las monjas me recitaran

el oráculo de la eternidad. Sin embargo, de las piedras nacieron

dos iguanas, lentas como los pasos ciegos

de las sibilas de un monasterio

de secretos. En vano las llamé para que me enseñaran

las fórmulas de una transmigración de las almas. Y

el viento me trajo tu voz para que yo inscribiera,

en la más blanca de las columnas, el fuego

de su murmullo, la entonación del deseo,

el hondo acento del amor.

Los poemas llegan de lejos, no traen

consigo ni bolsas ni maletas, dejan

las palabras en el piso de la estrofa, tratan

de acomodarlas en la página, las doblan como

todo lo que puede caber en la maleta o

en la bolsa. Los poemas no tienen tiempo para

descansar, ni cierran el cuaderno que

todavía tiene hojas en blanco, buscan

imágenes donde ellas se encuentren, en el cielo,

en la calle, en las paredes del cuarto, en el armario

de ganchos tan delgados como versos. Y

cuando los poemas empiezan a hablar, es como

si hubieran estado siempre aquí, 

siempre cerca de nosotros, colocando

dentro de nosotros todo lo que vemos salir

de su interior, para que los dejemos

marcharse con sus bolsas de palabras

y sus maletas de imágenes, ahí donde

los esperan.

Un espíritu filosófico busca la raíz

de las cosas en el fondo del ser. Es una intuición

racional, pero cuando mete las manos

del análisis en la tierra de los pensamientos, que

se transforma en lodazal en un día de lluvia,

difícilmente distingue lo abstracto

de lo concreto. Su materia es como el tallo que

en breve será tronco, y las ideas tal vez

florezcan en ese mundo que sólo existe cuando,

en un día de inquietud, nos interrogamos

sobre el sentido de las cosas. No obstante, cuando

llueve en el espíritu, igual que cuando llueve

afuera, una opción sería quedarnos detrás del vidrio

y ver lo que sucede: el agua que corre

entre las piedras, y las nubes que se van poniendo

más oscuras. En esos momentos, es posible que

el espíritu se aparte de una lógica que permita

explicar la interferencia del tiempo en nuestras

emociones. Tal vez pudiéramos calentar

el espíritu frotándonos las manos, o avivando

la luz de la razón con el fuego de la certeza. Lo mejor

será esperar que la tormenta se aleje, y sólo

cuando oigamos, de nuevo, el canto de los pájaros,

podamos buscar una solución, un desenlace

para lo que se interrumpió. Ahora,

mientras tanto, lo que importa es cerrar la ventana

y olvidar el ruido de la lluvia en los vidrios

del alma.

Poemas del libro Regresso a um Cenário Campestre de Nuno Júdice (Dom Quijote Ediçoes, Lisboa, 2021) 

Versiones de Blanca Luz Pulido

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