Reseña – Oppenheimer de Christopher Nolan: crónica de una condena

Con un cast muy equilibrado y un uso íntimo del IMAX, en Oppenheimer Christopher Nolan tiene su película más sólida desde The Dark Knight (2008), a partir del suceso que reescribió el destino de la humanidad. Lo saben los más sabios...

Con un cast muy equilibrado y un uso íntimo del IMAX, en Oppenheimer Christopher Nolan tiene su película más sólida desde The Dark Knight (2008), a partir del suceso que reescribió el destino de la humanidad.

Lo saben los más sabios y los más tontos: todos nos vamos a morir. 

Entonces, ante la certeza de no poder evitarlo y nutridos por el orgullo antropocéntrico, la humanidad ha dedicado su historia a intentar arrebatarle a la naturaleza el poder de perpetrar las formas de su propio final.

Porque no hay nada tan aterrador como la incertidumbre, así que para evitarla, los humanos hemos elegido la autodestrucción.

Oppenheimer, la nueva película de Christopher Nolan, es un retrato de esa decisión.


Un perfil sobre el ángel de la muerte

Para dirigir una cinta sobre un suceso tan trascendental se necesita cierto nivel de madurez artística, discursiva y emocional que evite llevar a lugares comunes: satanizar o enarbolar los bandos inmiscuidos en la guerra en cuestión, generar un fetiche alrededor de la bomba al justificar su construcción como un mero logro científico, o crear un melodrama que despoje a los protagonistas de su condición de humanos.

Nolan, curiosamente, venía de la que quizás sea su obra más inconsistente: Tenet (2020),  en la que sucumbió ante los pecados narrativos que arrastra desde su primera ficción: sobre explicar las reglas que él mismo ha creado ante el miedo (¿o la arrogancia?) de que su universo sea incomprendido. 

Sin embargo, en las ya no tan anómalas interacciones del inglés con el Cine que no es de Ciencia Ficción (Dunkirk o la misma trilogía de Batman) puede desentenderse de ese miedo para extender esfuerzos en la construcción de sus personajes, sobre todo aquellos que estén en la cornisa entre ser villanos o anti héroes.

Ahí es donde despliega sus mejores habilidades como escritor y director de blockbusters, porque dentro de las limitaciones impuestas por los parámetros de Hollywood, es capaz de situarnos frente a la característica más humana de todas: la contradicción, dado que las personas somos perfectamente capaces de hacer las cosas más maravillosas y al mismo tiempo las más atroces.

Y sobre ese eje construye no solo su perfil de Julius Robert Oppenheimer en la piel de Cilian Murphy , sino también de todo su entorno: personajes que al mismo tiempo son apasionadas pero egoístas, tan curiosos como llenos de desdén ante la sociedad que les rodea, y que alimentan sus egos a través del miedo.  


En ese sentido, Nolan, la cámara a cargo de Hoyte van Hoytema y el montaje de Jennifer Lame se ponen al servicio de un mismo interés: recrear la dolorosa intimidad que viene con la ambición y el arrepentimiento. 

Paradójicamente, una película que habla sobre la creación de la bomba nuclear hace de las explosiones un evento meramente anecdótico, porque los rollos IMAX de 65 mm a gran formato que se utilizaron no priorizan encuadres maximalistas o secuencias grandilocuentes, sino el desgaste centímetro a centímetro de un cuerpo que pagó un precio demasiado alto por pasar a la historia. 

Y esa postura técnica desde lo visual es consecuentada por la edición: que primero logra que tres horas no se sientan como tres horas; y después, en el complejo entramado para hilar dos décadas de sucesos, los saltos entre años -hacia atrás y hacia adelante- contrasten a todas las versiones de los involucrados.

Lo mejor que te puede dar un cast plagado de estrellas es que nadie desentone ni desequilibre. Así sea con intervenciones de menos de dos minutos como la de Garey Oldman en el papel del presidente Harry Truman o Casey Affleck como el supervisor silencioso del Proyecto Manhattan; o con la crudeza de Florence Pugh en el papel de la amante maldita de Oppenheimer,  nadie hace más de lo que tiene que hacer; y en una película dominada por la contención y la tensión, es lo mejor que le puede pasar a un director.

Las detonaciones en Hiroshima y Nagasaki son apenas el final de un segundo acto que nos abren la puerta al verdadero viacrucis del protagonista: darse cuenta de las verdaderas razones por las que hizo lo que hizo.

En cuanto la hace pública, la premisa de Oppenheimer para sí lanzar las bombas sobre Japón ganan sentido: no seremos conscientes del poder de la bomba hasta que veamos sus efectos de primera mano. Y así intenta justificar el genocidio de cientos de miles. 

Pero se desmontan en una de las frenéticas secuencias finales en las que vemos un enfrentamiento indirecto entre Oppenheimer y Lewis Straus (reivindicativo rol para Robert Downey Jr): el padre de la bomba atómica utilizó todas sus herramientas -materiales y humanas- para salvaguardar su ego como pionero de la Física Cuántica en Estados Unidos; y una vez visto el correr de tanta sangre, intenta convencer a todos de que alguien tenía que apretar el botón, como si fuera el hijo de Dios que se sacrificó para que fuéramos conscientes del alcance de nuestra maldad.

‘’No esperes que sintamos pena porque el pecador se da cuenta de las consecuencias de sus actos’’, le Katherine Oppenheimer a su esposo para despabilarlo de un dolor que en apariencia nada tiene qué ver con la bomba. 

’Nadie recordará al que la inventó sino al que decidió lanzarla’’ le dice Truman a Oppenheimer cuando va a recibir felicitaciones a la Casablanca. 

La síntesis emocional de este proyecto de corte histórico de Christopher Nolan la encuentro en una encrucijada que Juan Villoro aplica sobre el futbolista Maradona y que se adapta perfecto a la loza con la que cargó Oppenheimer y presumiblemente toda persona involucrada en la invención de la bomba nuclear: 

‘’No puede vivir sin la gloria que no lo deja vivir’’.

Al final, el público asistirá a ver una película de la que ya conoce el desenlace, y es cuando Nolan retoma el peor de sus vicios en la última escena de la película: sobre explicar.

Porque en las pupilas de Oppenheimer se nota lo que ya todos sabemos: tenemos las horas contadas, al menos en lo que alguien decide apretar ese botón.

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Tomado de https://warp.la/