Todo lo que ocurre en esta ciudad irreal de polietileno admite múltiples lecturas. Más cuando la cálida e inusualmente cristalina luz de la mañana de otoño deja ver una serenidad imposible de entender fuera de la lógica de un trámite cuya naturaleza es la espera. Por un lado están las víctimas residuales de la política migratoria binacional: ciudadanos expulsados por Estados criminales y cuerpos martirizados por las muchas formas de violencia latinoamericana, detenidos en el final de un viaje que parece no llegar nunca. Por otro, la energía densa del deseo que deambula entre la suciedad y el desorden como una presencia autónoma. La ruleta migratoria de Estados Unidos, con la posibilidad cada vez más remota de obtener un permiso humanitario para entrar legalmente al país, provoca una mezcla de optimismo y frustración a partes iguales y es posible que por eso, entre capas de lenguaje errático y sudor ácido secado a la intemperie, se pueden casi tocar las nubes de cortisol que cubren las pieles como un segundo paisaje de deterioro.
Ciudad Carpita –el nombre alternativo e involuntariamente mordaz con el que se conoce este perímetro donde viven alrededor de 500 migrantes bajo listones de madera apolillada y mantas de hule– está instalada sobre la plaza de La Soledad, un enclave virreinal deprimido a pocas cuadras de un corredor de sexoservicio tan extravagante como descarnado, en pleno ojo del huracán espiritual de la Ciudad de México (aquí confluyen el culto a la Santa Muerte, la devoción popular a San Juditas, el mercado de artículos para el ocultismo más grande de la capital y el pasado católico petrificado en templos majestuosos al borde de la ruina). Apenas a 700 metros queda el Palacio Nacional. Este agolpamiento de significados es suficiente para asignar una sobrecarga moral y una lectura cívica incómoda a este refugio saturado de extranjeros sin patria que acaba de cumplir cinco años. La aldea temporal de entonces, sin embargo, no es la misma que la de ahora: el campamento está condenado a renovarse infinitamente, no solo porque cada día llegan y se van cantidades indefinidas de migrantes, sino porque la concentración demográfica de esta ciudad efímera está determinada por una variable ajena a la plaza y al país: el algoritmo de la CBP One.
Hoy, como todos los días, se habla de los que se fueron porque les salió la cita esperada: un correo electrónico del Customs and Border Protection con una fecha y una hora para acudir a alguno de los puertos fronterizos de Estados Unidos y optar al permiso de ingreso tras una entrevista con un oficial. Si no hubiera una enorme carga de anhelo y voluntad arrojada sobre ese correo electrónico, este campamento no existiría. Es evidente que el frío y la contaminación han cincelado un gesto difuso por amargo y pacífico en los rostros de sus habitantes, pero todos los días alguien está más cerca de irse y eso lo convierte en otra persona en muchos sentidos. Esta hipótesis improbable resulta ser, al mismo tiempo, el sustrato metafísico que explica el funcionamiento de la ciudad de las carpas.
Son las diez de la mañana y la mayoría de los varones ya se ha ido a lidiar con los intrincados tentáculos del comercio informal mexicano. Salvo por algunos hombres maduros que permanecen inmóviles en las puertas de sus carpas y cuatro jóvenes con semblante golpeado, que bordean los márgenes de la explanada con una desconfianza y un temblor que me remiten a imágenes de reposo después de un combate terrible, el campamento a esta hora es propiedad de las mujeres. Por como caminan –ágiles, metódicas, con bebés en brazos y generalmente algún utensilio plástico en la mano– uno tiene la sensación de que siempre están coordinando algo, y creo que eso y la manera como alternan conversaciones ocasionales con labores domésticas esforzadas frente a hileras de cubetas llenas de agua turbia, es lo que llena este espacio de un espíritu comunal que compensa lo insoportable.
Al otro lado, la pequeña urbe ya ha activado por completo sus dinámicas económicas formales: he visto barberías, restaurantes, licorerías y salones de belleza gestionados con una seriedad operativa que no resultaría algo retorcida de no ser porque las paredes de los negocios, en su mayoría lonas de campañas electorales pasadas o material publicitario desechado de otros comercios, se confunden entre sí de maneras que pueden ser hiperreales. No puedo dejar de pensar en el alquiler de una lavadora por 50 pesos la hora ni al servicio de uñas “a domicilio”, que prestan respectivamente dos venezolanas en el campamento, como expresiones espontáneas de eso que el Socialismo del Siglo XXI llamó “desarrollo endógeno”. Aquella retórica de autosuficiencia e integración de capacidades internas para el bienestar comunitario devino en la promesa fallida de un modelo inaplicable. La consecuencia es conocida: millones de sujetos expatriados drenando su potencial productivo en otras economías.
Hablar de un lugar con tantas tensiones sociales, étnicas y humanitarias me obliga a tomar cierta inclinación especulativa. El espesor existencial que se respira en el ambiente puede tener que ver con una disposición de carácter: junto con las ganas feroces de vivir, una proporción similar de remordimientos y duelos de toda clase, oraciones apasionadas, objetivos pragmáticos, planes delirantes forjados al calor de las tribulaciones, todo al borde de un precipicio con muchas posibilidades de fatalidad. Hace tres noches unas mujeres llegaron al campamento ofreciendo 400 pesos el día más comida y transporte para montar unas tarimas en un pueblo cercano a la capital, pero todos los presentes se negaron, seguramente aleccionados por la historia de 30 migrantes que se llevaron unos hombres en unas camionetas con una promesa idéntica y jamás regresaron. Para nadie en esta ciudad es un secreto que la economía de la indefensión en México incluye verdaderas posibilidades de muerte.
Todo esto me lo cuenta Ariel, el habitante más viejo de Ciudad Carpita, un hombre robusto, aunque mermado por el tiempo y las penalidades del viaje, que se expresa con una combinación sutil de desparpajo y gravedad ladina y cuyos esculpidos rasgos afrovenezolanos me recuerdan por momentos a los óleos de Pedro Centeno Vallenilla. Está vestido con una chamarra sucia del IPN con un burrito bordado de gesto idiota que le da cierto aire juvenil, pero no tiene menos de setenta años y es evidente que su ritmo biológico le ha impuesto un don de observación capaz de penetrar en las tramas más profundas del campamento. Por él me entero de la resistencia a la mendicidad que constituye un valor central de este asentamiento, de las relaciones de poder entre algunos migrantes privilegiados y “los dueños” de la plaza (un grupo ambiguo entre mafia justiciera y recolectores de tributos) y del riguroso orden moral que castiga severamente las peleas a golpes, el robo y el abuso sexual dentro del campamento.
Ariel es lo suficientemente contenido para ayudarme a comprender un aspecto fundamental del género de la conversación migratoria: aunque hay una verdadera necesidad narrativa esperando ordenar los retazos del trauma, el discurso es cauteloso, quizá con un laconismo aprendido en los meses de travesía o al calor de las secuencias de extorsiones y retornos forzados. Ariel llegó aquí después de haberse bajado del autobús en el que viajaba con su familia a la altura de Costa Rica debido a un ataque de pánico y los tres meses que tiene en Ciudad Carpita lo han despojado por completo de todo énfasis. Su recta posición autoconsciente encarna algo que sobrevuela el discurso colectivo de esta plaza: nadie necesita subrayar su desamparo. Cualquier acento en la indefensión puede tornarse obsceno.
No sé si es el material aislante de las lonas o una aleación del antiquísimo espíritu virreinal de la plaza con la lentitud de la espera, pero aún con la algarabía y los ecos de la salsa baúl que salen de las carpas comerciales, Ciudad Carpita es una isla de silencio inexplicable en medio del ruido exasperante del centro. Si le concedo el efecto insonorizante a algo más que al plástico tensado de las viviendas, llego irremediablemente a la disposición de carácter. A contraluz de las expresiones de serenidad que se deslizan detrás de las muecas de angustia, incluso de la fe realmente sobrecogedora que emerge en un lugar tan cercano al destino final como este, puedo captar esa especie rarísima de virtud entre el sosiego y la ilusión aguerrida que los migrantes han desarrollado como una ética de supervivencia. Finalmente esta ciudad provisional está aquí para recordarles a todos que la única promesa a la que se puede aspirar es la de seguirse moviendo.
––La cita me va a salir el martes.
––¿Este martes?
––Sí.
––¿Cómo lo sabes?
––Porque lo sé.
Zayda es venezolana, pero viene de Bogotá. Ahí vivió ocho años, hasta que la convencieron de emigrar a Estados Unidos por la vía del Darién. A ella, como a muchos de sus compatriotas, le dijeron que la travesía sería fácil: solo pasar una selva, montarse en autobuses durante día y medio, y entregarse a un oficial migratorio en suelo estadounidense. Jamás imaginó que el muro invisible de México, con Ciudad Carpita como una de sus representaciones materiales, le mostraría las dos caras de la suerte: por un lado acaba de cumplir seis meses estancada bajo una cortina de plástico y, por otro, entre las mismas veredas infestadas de basura en las que espera su cita, encontró el amor: un caraqueño que vende elotes en el mercado de La Merced y con el que planea salir a Denver el miércoles.
––¿Y si no te sale la cita?
La pregunta es imprudente, pero mi interlocutora tiene convicción de sobra para salirme al paso con una repetición casi funcionarial: “la cita me va a salir el martes”. A pesar de que a sus 48 años con seis meses de intemperie luce un largo cabello secado con mechas californianas y unas uñas acrílicas espectaculares que le dan un aire de primera actriz, Zayda tiene cierta mirada espectral. Cuando le insisto en cómo sería pasar navidades en Ciudad Carpita, intentando suavizarla con la idea del idilio en pleno fuego, la mujer entorna los ojos, le da una larga calada al cigarro y me hace una mueca traviesa que da por liquidada mi pregunta. Ni ella ni nadie tiene planes de pasar un día más aquí.
Hoy hay medio millar de personas, la gran mayoría venezolanos, colombianos y centroamericanos, esperando bajo los techos precarios y nadie puede predecir si el campamento va a durar mucho más. Lo que era al principio una amenaza ahora es una fecha límite: todos saben que hay que moverse cuanto antes. La toma de posesión de Trump en enero parece ser el apocalipsis anunciado de la ciudad de polietileno. Algunos dicen que otros dicen que vieron drones y oficiales de migración en los alrededores de la plaza dos días después de las elecciones de Estados Unidos, pero parece más una proyección del miedo que un hecho comprobable.
Lo que sí es cierto es que Ariel, Zayda y todos los que desfilan en la trastienda de este texto tienen una forma parecida de encarar la incertidumbre y el horror. Una parte de ellos puede explicar con exactitud las probabilidades de deportación, los peligros mortales del último trecho del viaje, los laberintos legales de la CBP One, incluso las consecuencias nefastas de la política migratoria de Trump, pero otra, que es la que sostiene sus cuerpos maltratados con un ímpetu que me resulta bello y terrible en la misma medida, no alcanza a insertarse subjetivamente en el relato. En otras palabras: no se permite tomar las noticias como una posibilidad de desenlace personal.
Está empezando a caer la tarde y la explanada se prepara para el partido de fútbol de los no premiados por la lotería humanitaria del día, esos que tendrán que quedarse una noche más en Ciudad Carpita con la voluntad renovada de aferrarse a la vida. La primera luz del campamento se enciende sobre una cartulina fosforescente pegada a una de las paredes improvisadas de un restaurante. Al lado de un menú de empanadas venezolanas y variedades de guisos criollos, el anuncio escrito con marcador azul:
Se Tramita CBP One y Se Ponen Pestañas.
Tal vez no es tanto el deseo abrasador como una resistencia ferviente a la realidad lo que he visto deambulando como una tercera presencia entre las carpas y los cuerpos. Podría decir que en esta ciudad abunda la esperanza, pero prefiero quedarme con que no conoce la rendición, que para efectos de la odisea migratoria es casi lo mismo. ~
Tomado de https://letraslibres.com/
Más historias
«Presidenta, por favor, déjeme ayudarla»: Kenia Hernández, activista encarcelada
La Suprema Corte de Justica mantiene la suspensión de actividades del Comité de Evaluación del Poder Judicial
La Suprema Corte de Justica mantiene la suspensión de actividades del Comité de Evaluación del Poder Judicial