Obesidad y esperanza de vida, una mirada desde los factores sociales protectores

Obesidad y esperanza de vida, una mirada desde los factores sociales protectores

Tomado de https://contralinea.com.mx/feed/

La esperanza de vida expresa el número de años que en promedio se espera que una persona viva en una sociedad particular y en una etapa determinada de su desarrollo, y es calculada a partir de las tasas de mortalidad por edad. Si bien, es una tendencia que evoluciona paulatinamente, factores como la guerra, la prolongación de una crisis económica o una pandemia –como la de Covid-19– pueden actuar disminuyéndola drásticamente o frenando su crecimiento.

Según el Inegi, un año antes del inicio de la pandemia, México tenía una esperanza de vida de 74.8 años, 71.8 en hombres y 78 en mujeres. Para 2020, ésta se redujo a 68.9 años, una disminución de casi 6 años de vida en tan sólo un año de pandemia: en hombres cayó a 64.8 años y en mujeres a 73.5. La esperanza de vida se recuperó hasta 2022, y superó a la estimación de 2019, al alcanzar 75.2 años.

Existen diferencias en la esperanza de vida entre mujeres y hombres vinculadas a factores biológicos, estilos de vida, empleos de mayor riesgo, factores sociales y culturales. Sin embargo, pese a lo que podría pensarse, éstas parecen acentuarse con el paso de los años. En 1950, la diferencia era de 2.8 años, mientras que en 2023 se incrementó a 6.3 años, tendencia que ha sido poco investigada.

El ritmo con el que la esperanza de vida ha crecido tampoco ha sido el mismo. Según la misma institución, de 1950 a 1960, la esperanza de vida en México se incrementó en casi 10 años, pasando de 46.3 a 56.1 años. Este periodo coincide con la puesta en marcha de un modelo económico de sustitución de importaciones que elevó las tasas de crecimiento económico del país, dando lugar al llamado “milagro mexicano”, que tuvo como efecto el mejoramiento de las condiciones generales de vida de la población y la extensión de la prestación de los servicios de salud y educación.

Si se contrasta con la década de 2000-2010, signada por un retroceso en la distribución del ingreso, menor crecimiento promedio anual y la aparición de dos crisis económicas, aquí la esperanza de vida apenas mejoró 0.3 años, pasando de 74 a 74.3. Esto muestra la influencia del nivel socioeconómico en la evolución de la longevidad. Así como hay diferencias importantes entre los países, al interior de ellos también se hallan desigualdades importantes. Un informe reciente del Instituto de Planeación Democrática y Prospectiva sobre la esperanza de vida en las alcaldías de la Ciudad de México, encontró que la diferencia entre la esperanza de vida masculina en la alcaldía Benito Juárez (más alta) y la Venustiano Carranza (más baja) casi alcanza una década.

La esperanza de vida se ha incrementado debido a diferentes causas, entre ellas, el mejoramiento de la alimentación, el avance de la medicina y el abatimiento de las enfermedades infecciosas y parasitarias que, como contraparte, ha conllevado al aumento de la mortalidad por enfermedades crónicas degenerativas (enfermedades del corazón, diabetes mellitus, cáncer, etc.) como parte de la transición epidemiológica que se asocia a la prolongación de los años de vida.

Se trata, además, de un indicador integral que se relaciona con el estado de salud de las personas. Se debe considerar a la salud humana un proceso en el que interactúan de manera compleja condiciones biológicas, ambientales y socioeconómicas. A partir de que no se elige a la familia y el lugar en donde se nace, tampoco la clase social, surgió hace algunas décadas un enfoque de salud que, ad hoc con la doctrina neoliberal, aprovechó estas particularidades para concentrar los esfuerzos en mejorar la salud a partir de la responsabilidad individual (estilos de vida) de cada paciente.

Sin lugar a dudas, el comportamiento del paciente es un factor importante en los resultados de su salud y un área donde puede tener una incidencia directa. No obstante, siempre que esta sentencia su salud es su responsabilidad no omita la atención sobre las condiciones estructurales desiguales en que el paciente toma las decisiones que van a repercutir sobre su salud y que involucra, ineludiblemente, a la acción del Estado como el gran operador de esas estructuras. Los gobiernos que condujeron el modelo neoliberal, abandonaron la planificación para el desarrollo social, al concebirlo un resultado y no una causa del desarrollo económico, quedando reducida la política social a atender situaciones de emergencia.

La liberalización, la desregulación y el desfinanciamiento público se tornaron cánones del actuar estatal y las fuerzas del mercado (en la práctica, las privatizaciones) quedaron a cargo de la economía, incluso de los sectores estratégicos. El resultado fue un bajo crecimiento y el aumento de las ganancias empresariales en desmedro de los salarios de los trabajadores y de la ampliación de la pobreza. Con las condiciones que impuso la globalización para superar la crisis de los años ochenta, apareció un nuevo metabolismo entre la salud de la población y las condiciones de precarización a la que fue sometida gran parte de la clase trabajadora.

A partir de 2020, un hecho quedó expuesto. La pandemia en México se incrustó sobre otra pandemia: la obesidad. El riesgo de muerte por Covid-19 se incrementaba con la edad y por la existencia de comorbilidades (muchas no diagnosticadas), las más comunes: diabetes, hipertensión, enfermedad cardíaca y accidente cerebrovascular. En gran medida alentadas por el efecto de una extendida obesidad (más del 35 por ciento en adultos) que, en conjunto con el sobrepeso, alcanzan al 75 por ciento de la población adulta, siendo uno de los factores de riesgo más importantes.

Según el Instituto Nacional de Salud Pública (2024), la obesidad en México creció el doble desde los años ochenta hasta la actualidad. Si bien, la obesidad a nivel mundial ha seguido una tendencia similar, México ocupa los primeros lugares en obesidad entre los países de la OCDE y el primer lugar en obesidad infantil, misma que coexiste con un 12 por ciento de niñas y niños menores de 5 años con malnutrición. La obesidad afecta al 25 por ciento de los menores de 10 años y al 18 por ciento de los adolescentes. Mientras que el sobrepeso afecta al 23 por ciento de los menores de nueve años y al 24.7 por ciento de los adolescentes a nivel nacional. De mantenerse esta tendencia, uno de cada dos niños podría desarrollar diabetes a lo largo de su vida.

La obesidad supone una reducción de la esperanza de vida al aumentar el riesgo de muerte prematura, pero también hay una “pérdida de vida” relacionada a las discapacidades que pueden provocar las enfermedades crónicas asociadas; además, genera altos costos económicos al sistema de salud. Un factor causal deriva de la presencia de entornos obesogénicos que han influido en la extensión de dietas malsanas auspiciadas por la producción de poderosas corporaciones transnacionales de la industria alimentaria. La agresiva publicidad y la alta accesibilidad a bebidas azucaradas y alimentos ultraprocesados ricos en grasas, sodio, azúcares, etc. ha aumentado su consumo en menoscabo del consumo de frutas y verduras, carnes, cereales y leguminosas.

Este panorama explica dos de las políticas de prevención de la obesidad más destacadas de los gobiernos de la cuarta transformación, que ahora se presentan integradas. El etiquetado frontal de alimentos y bebidas, que tiene por propósito concientizar al consumidor al proveerle información veraz y contundente sobre el contenido de nutrimentos críticos e ingredientes cuyo consumo en exceso representan un riesgo para su salud. Y la estrategia nacional “Vive saludable, vive feliz”, que desde los centros educativos del país busca incentivar hábitos saludables y sostenibles en niñas, niños y adolescentes, a través de jornadas de salud, la prohibición de venta de alimentos y bebidas que tienen sellos o que provienen de empaques originales con sellos y de su publicidad.

En los dos últimos sexenios, la política de recuperación salarial y el mantenimiento de políticas redistributivas como las pensiones a adultos mayores y las becas a estudiantes, son esfuerzos significativos para actuar sobre estas estructuras que socavaron las condiciones de vida. Es importante reconocer que las interacciones que se establecieron entre la precarización y la obesidad con frecuencia rebasan simples decisiones saludables. Sin negar su impacto, el aumento en el consumo de “comida rápida” o ultraprocesada no respondió únicamente al crecimiento de su comercialización. Las condiciones que se impusieron desde la reorganización industrial y estatal, sus efectos en el mercado de trabajo, alteraron las formas de adaptación mediante las cuales los ciudadanos se insertaron a la nueva realidad económica y social.

Al entorno obesogénico también contribuyó la caída real del salario frente al aumento de la carestía de la vida, la mayor competencia e incertidumbre laboral dada por el aumento del desempleo que somete al trabajador a estrés y temores constantes, la creciente informalidad laboral y desprotección social que lo vulnera ante los riesgos de vida, el crecimiento de trabajos sedentarios, las jornadas laborales extensivas y extenuantes que coexisten con trabajadores que se reparten entre trabajos a tiempo parcial, los largos trayectos hacia los destinos de trabajo-descanso que son costeados no por los patrones, sino por el trabajador, que ve reducido no sólo el tiempo destinado a la alimentación, sino el tiempo de ocio y descanso. Esto muestra que antes de los estilos de vida se hallan los modos de trabajo y que ambos están relacionados.

El atractivo de los alimentos ricos en calorías, pero pobres en nutrientes y, a la postre, depredadores del cuerpo humano, combinan un alto rendimiento calórico con respecto al costo y al tiempo de preparación invertidos (muchos de ellos no requieren almacenamiento especial, reducen el tiempo de preparación y consumo y de otros gastos asociados como el gas, etcétera). Además, la alimentación no solo es el ingreso calórico y nutrimental que requiere el cuerpo para reponer las fuerzas vitales, también es una fuente de placer que a menudo se usa como compensación o consuelo de las adversidades y frustraciones cotidianas que cada persona enfrenta.

El desmonte del ambiente obesogénico que ya ha trascendido la cultura a través del gusto, requiere de una estrategia integral que transforme las condiciones de trabajo que inciden directamente en las dinámicas familiares. Para que las infancias construyan dietas más equilibradas y hábitos saludables, es necesario que sean practicados desde el hogar, mediante el ejemplo de los padres. La reparación de décadas de trabajadores mexicanos que pagaron con su cuerpo la devastación social dejada por el neoliberalismo, requiere reconocer el lugar que desempeña el trabajo en la reproducción social y en la salud de la población. La dignificación del trabajador dentro de un sistema que le demanda la dependencia continua para garantizar su sobrevivencia, pasa por la reducción de la inseguridad laboral amenazada constantemente por la creciente mercantilización y la recuperación de tiempo que le permita equilibrar sus áreas de vida, aumentar su bienestar y cuidados y con ello la esperanza en la vida. Un buen comienzo es avanzar hacia la reducción de la jornada laboral de 40 horas.

Zaida Marilyn Vázquez Peralta

*Maestra en economía y candidata a doctora en estudios latinoamericanos

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