TA MEGALA
Fernando Solana Olivares
El poeta era un hombre viejo, por sus ojos corrían lágrimas involuntarias cuyo recuerdo estaba perdido, meras constancias líquidas de penas acumuladas en desorden. La vejez nunca llegó al poeta como llegan los ejércitos victoriosos, nunca se desplegó ordenadamente y en silencio, ocupando con tersura el terreno de su propia vida. Más bien irrumpió como las catástrofes: una vez tocó a la puerta, tomó la casa y sitió para siempre su cuerpo y su alma.
No hubo signos previos, o el poeta no supo verlos. La vida es un bien que no siempre advierte sobre sí misma; ocurre, como lo hacen las cosas esenciales que no traen consigo antídoto o enseñanza inmediata. Sólo pasan, y mucho después aparece la conciencia resignada que ensaya una explicación.
La del poeta era inútil. ¿Explicarse qué? ¿Que un día sus ojos había comenzado a llorar por sí mismos? ¿Que una tarde su cuerpo había decidido abandonarlo a su suerte, replegarse en un rincón inalcanzable y dejarlo sin reflejos mientras cruzaba una avenida peligrosa? ¿Que una noche la razón había caído y la memoria se había marchado?
Durante años el poeta practicó conjuros verbales. Con la palabra reordenaba el mundo, designaba los fenómenos y disponía nomenclaturas: si la rosa era la rosa, el poeta podía permitirse llamarla de nuevo, permutar las sílabas de su nombre e incorporar otros términos a su combinación. La rosa era entonces un pájaro mineral o un ave submarina, cualquier cosa menos la dulce, perseverante flor. Los gatos eran gárgolas móviles; el mar, en metáfora ajena y afortunada, un prado de gaviotas; la luna, una vez al mes, el hueco amarillo de la felicidad.
Entre sus dilatas pérdidas el poeta no contaba todavía la soledad. Sus escasos visitantes volvían todas las tardes. Se instalaban en dos bancas de madera pintadas de verde frente al desatendido jardín de la casa y aguardaban su aparición por los corredores.
Nunca sabían si el poeta los veía, pero parecía bastarles el estar ahí. Intercambiaban entre ellos algunos asentimientos y gestos fugaces, guardaban silencio durante toda la visita y entretenían su mirada en los juegos de luz crepuscular que bañaba el jardín.
Una tarde sólo se presentó uno de los visitantes. La excepción alteró al poeta, sus días eran tolerables cuando lo habitual se repetía sin variación ni diferencia —la vejez, como toda costumbre, se arraiga en la repetición—. El visitante era un hombre alto y de sonrisa triste. Cuando el poeta pasaba junto a él, el hombre se levantó.
—Vengo a salvarlo —le dijo, e inclinó la cabeza. El poeta lo miró con la distancia que le daba la incredulidad.
—¿Salvarme de qué? ¿Quién es usted? ¿Mefisto, acaso? —y una torpe mueca de burla se dibujó en el rostro ajado del poeta.
—Soy el que soy, o soy quien usted quiera que sea, eso no importa. Pero puedo salvarlo.
—Vuelvo a preguntarle: ¿salvarme de qué? ¿De la vejez, de la desdicha, de los jirones de mis recuerdos? O quizá del deseo, ¿verdad? De esa fiebre que devora lo poco que todavía me espera.
—De la palabra, nada más. La que ha pronunciado sin darse cuenta.
—¿De la palabra, una sola? ¿De cuál?
—De la que es cifra y suma. La de los círculos y repeticiones, la que encadena al ser con las cosas.
La tarde acabó súbitamente y las alargadas sombras desaparecieron. El jardín, envuelto por masas oscuras, pareció duplicar su tamaño, creció en sonidos y en fragancias mientras un tosco murmullo lo recorrió.
—¿Sabía usted que el crepúsculo es una hora extraña? —preguntó el poeta a su visitante. —Surgen grietas que llevan a otras zonas de lo real. Yo he visitado algunas, estoy seguro. Pero lo que vi en ellas lo he olvidado. ¿Del olvido también puede salvarme?
—Sólo me dedico a las palabras y sus consecuencias. Otras tribulaciones están fuera de mi posibilidad. Puedo salvarlo de una palabra, pero usted tiene que encontrarla. En eso no puedo ayudarlo. Y tiene que ser ahora. Ni usted ni yo tenemos tiempo.
—Hace mucho que dejé de buscar. Dejé también las palabras, extravié los nombres que di a las cosas. No me pida que regrese del vacío y en esta hora encuentre una palabra y la pronuncie para salvarme. Le agradezco su oferta, pero no me interesa.
—Es una lástima —dijo el visitante. —Y no puedo decirle que será en otra ocasión. No con usted. Buenas noches.
La luna, pálida puerta de la felicidad, escudriñó más tarde los corredores vacíos de la casa. Vistió de discretos brillos el cuerpo yacente del poeta e iluminó un papel junto a su mano que tenía escrita una palabra. La luna es ágrafa, no sabe leer.
Tomado de https://morfemacero.com/
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