La huida

Los pasos firmes sobre aquel viejo piso de madera que se aproximaban desde el corredor a la inmensa habitación le producían, como de costumbre, un largo escalofrío; Federica se giraba, daba la espalda y cerraba con más firmeza sus grandes y profundos ojos azules mientras la religiosa recorría todo el espacio, guiada por la tenue luz de su vieja linterna. La rutina era la misma: caminaba hacia el final del pasillo, verificaba que todas las niñas estuviesen durmiendo, luego se dirigía a su cuarto y al oír que se cerraba la puerta el pequeño cuerpo de la niña de siete años recobraba la normalidad;  se disponía a rezar como de costumbre y terminaba formulando el mismo deseo que repetía como si contara ovejas para dormirse: ¡Que pronto aparezca una familia que me adopte  y me lleve de aquí!, que pronto aparezca una familia que me adopte y me lleve de aquí!, que pronto aparezca una familia que me adopte… hasta que el cansancio y la impotencia finalmente la vencían en un profundo sueño.

            

Todos los días para aquella niña delgada, aparentemente frágil eran iguales. Uno tras otro, debía levantarse a las cinco de la mañana, ducharse en cinco minutos, vestirse para bajar a la iglesia donde asistían a la misa, con el estómago vacío, luego desayunar y asistir a las clases. Después del almuerzo y de la cena, mientras las demás niñas podían disponer de su hora de tiempo libre en cada una de las comidas, Federica había sido “elegida” por la severa Alfonsina para dedicar ese espacio a ayudar en los quehaceres del orfanato. 

Algunos días ayudaba a pulir la cubertería en la cocina; otros los zapatos de las religiosas; otros  limpiaba los bancos de la capilla y cambiaba el agua de las flores; otros ayudaba a ordenar los libros de la biblioteca de Sor Alfonsina quien desde su escritorio  la apuñalaba con su mirada severa y despiadada; otros ayudaba a doblar la lencería; era la superiora quien designaba qué debía hacer ese día y mientras le recitaba el elenco de tareas se desvanecía en Federica la posibilidad de jugar, dormir, pasear por el jardín o simplemente no hacer nada y se hacía la misma pregunta ¿Qué he hecho yo de malo para que me castiguen? 

Mientras pulía los zapatos Federica viajaba a rincones secretos que no compartía con nadie: vivía en una enorme casa con jardín y una familia, tenía un hermano y un perro; otros, estaba en el mar, ¡ay el mar!, cómo deseaba conocerlo; otros, comía helado sentada en un bonito parque; otros, simplemente se unía a sus compañeras para jugar en el patio y no le tocaba ese castigo cotidiano. Su mente también viajaba en el tiempo y en ocasiones era una doctora que trabajaba en un hospital; otros una maestra, otros, enfermera, veterinaria, pintora, peluquera.  Por más oficios que su mente recreara ya ella tenía su destino elegido por Alfonsina: servir a Dios. 

Carmela, la cocinera del orfanato, era la única que tenía una mirada y trato dulce y protector para ella. Solía darle dulces a escondidas de las otras religiosas. Aliviaba sus oficios en ocasiones también ayudándola a escondidas cuando podía escabullirse de la cocina y de los severos ojos de Alfonsina. Una tarde de domingo mientras Carmela ayudaba a Federica a pulir la cubertería mientras todos dormían la siesta la pequeña le preguntó:

— ¿Por qué Sor Alfonsina me trata así?, siempre me castiga o me da tareas, mientras las otras niñas pueden jugar.

Carmela bajó la mirada. 

— Ella es así, no le busques explicación. 

El motivo no podía compartirlo, era un secreto entre todas las religiosas. 

— La niña la abrazó y los ojos de Carmela se llenaron de lágrimas y de culpa. 

— Claro que te quiero! Cómo no voy a quererte pensó Carmela 

Federica también soñaba en ocasiones con escaparse de aquella cárcel, pero ¿cómo? ¿Y dónde iría?.  

— Si no me adopta ninguna familia, esperaré ser un poco más grande, -¿diez? Si los diez y me escapo pensaba. Y repasaba minuciosamente su plan para fugarse. 

Días más tarde, una noche de gran tormenta Federica esperó que Sor Alfonsina hiciera su recorrido habitual y transcurriera el tiempo justo para que se durmiera; se levantó y se dirigió a la habitación de Carmela, tenía miedo, no podía dormir y pensaba que a Carmela no le importaría y la dejaría dormir con ella hasta un rato antes de las cinco y la despertara para volver a su cama.  Al llegar se sorprendió porque la habitación se encontraba vacía. Pensó que estaría en la cocina, preparando algo y se dirigió hasta allí; tampoco ahí estaba.

¿Será que tiene miedo como yo y fue a rezar? Decidió ir hasta la capilla y al entrar vio a una religiosa de rodillas orando. Su corazón comenzó a latir con fuerza, si la descubrían a esas horas la castigarían, pero tenía miedo. Decidió esconderse detrás de uno de los pilares del pequeño templo y cual fue su sorpresa que minutos más tarde vio a la religiosa alzarse y caminar hacia la puerta, era Carmela.

— ¿Qué hace Carmela vestida de monja? Se quedó paralizada y prefirió seguir escondida. 

            Un mes más tarde puliendo la cubertería Federica la interrogó

            — Carmela, ¿usted es monja, pero como está en la cocina no viste de monja?

            — Esquiva, le respondió. No soy monja. 

¿Por qué me miente? Pensó. 

Semanas más tarde mientras Federica pulía los zapatos de las religiosas y Carmela estaba afanada en la cocina decidió escabullirse y averiguar en su habitación. Debajo de la cama había una vieja maleta, la abrió y ahí estaban, varios hábitos de monja, un enorme rosario y unas fotos, en ella Carmela pocos años más joven vestida de monja. ¡Es una monja!, pero ¿por qué se esconde? Aquella niña estaba decidida a averiguar el secreto de Carmela, pero ¿cómo? Solo el tiempo le tendría reservado la respuesta.

Pocos meses más tarde un matrimonio visitó el orfanato en busca de una niña para adoptar, Sor Alfonsina mostró el expediente de cada una de las niñas y sus fotos; las niñas jugaban en el patio y ellos lo recorrieron observando detenidamente a todas; acordaron tomarse unos días para decidir y volver con la respuesta. Ambos quisieron ir a la capilla a orar, mientras lo hacían vieron aquella niña de cuerpo delgado, cabellos rubios y hermosos ojos azules que pulía los bancos. La mujer se le acercó y le preguntó su nombre: -Me llamo Federica. La mujer inmediatamente se percató que no estaba incluida en la lista y que tampoco estaba junto al resto jugando.

— ¿Por qué no estás con el resto de las niñas en el patio jugando?

— Con ojos tristes, Federica respondió con la ingenuidad de sus cortos años:

— Sor Alfonsina no me deja jugar, no sé por qué siempre me coloca tareas y oficios.

La mujer acarició con dulzura su rostro. 

Mientras salían de la capilla la pareja se miró. Ella le dijo con firmeza a su marido. Ya tengo la respuesta que quería. La quiero a ella y señaló a Federica. -Estoy de acuerdo, le respondió él con una sonrisa.

Cuando Sor Alfonsina se acercó para despedirse ella la interpeló. 

— No tenemos que pensar a quien deseamos adoptar. La queremos a ella. 

— Esa niña no está en adopción. ¡Ella se queda en el orfanato y será religiosa!

— Pues la queremos a ella y tenemos mucho, muchísimo dinero para ello. 

El hombre disparó a quemarropa una cantidad de dinero que hicieron que a Alfonsina le brillaran los ojos. Déjeme pensarlo unos días y tendrá la respuesta.

Esa misma tarde Alfonsina se dirigió a la cocina y le dijo a Carmela que tenían que hablar algo muy importante. Que la esperaba en su oficina a las ocho. Federica estaba ayudando a pelar unas verduras y decidió que no perdería la ocasión para averiguar qué estaba pasando. Y así lo hizo.

Se dispuso a escuchar detrás de la puerta. La acalorada discusión entre ambas dejó escuchar a la niña el gran secreto de Carmela. 

Alfonsina le comunicó la noticia.

— Daré a Federica en adopción, ofrecen una buena cantidad de dinero porque quieren a la niña y he decidido aceptar. Es una oportunidad que no pienso desaprovechar.

— ¡Usted no puede hacer eso! Me prometió que ambas estaríamos siempre en el orfanato. Que no la separaría de mí. 

— Lo siento, pero es una decisión tomada.

Carmela explotó en llanto y le dijo:

No le parece suficiente castigo que haya dejado los hábitos y todo el maltrato que recibe la niña de su parte. ¿Dónde está su piedad, su caridad? 

— No vengas a hablarme de moral cuando tú faltaste a tus hábitos de castidad, enamorándote y acostándote con el padre Anselmo. Esa criatura es hija del pecado. 

Alfonsina dio una bofetada a Carmela. 

— No te permito que me hables de esa forma. Yo decido aquí y lo que tu pienses me tiene sin cuidado.

— ¡Es mi hija, es mi hija y usted me prometió que no nos separaría!

Federica, consternada comenzó a llorar tapándose la boca para no dejar escapar los gemidos. 

Corrió rápido a la capilla donde se arrodilló a rezar. Ahora entendía todo. 

Esa misma noche Federica esperó que Alfonsina se durmiera y fue a la habitación de Carmela, no estaba. La encontró en la capilla, orando, llorando; esta vez sin el hábito de monja. 

Aquella niña en lágrimas le dijo lo que había escuchado y quería una explicación. ¿Por qué el engaño?

Ambas fueron a la habitación y Carmela le contó toda la historia. Le pidió perdón a Federica por la mentira, pero no podía hacer otra cosa.  Federica la abrazó con toda la fuerza que sus pequeños y delgados brazos le permitían. ¡Tengo un plan, le dijo la niña!

Carmela escuchó sorprendida el plan que la niña había estado pensando desde hace tiempo para escaparse. Y así lo hicieron.

 Una semana más tarde, mientras el camión que transportaba la leche se dirigía a dejar el cargamento para la semana en la cocina, Carmela dijo que le urgía que ir al baño y pidió a una de las ayudantes de la cocina que recibiera la mercancía. Las niñas estaban en clase, menos Federica,  que desde la noche anterior fingía un fuerte dolor de estómago y Alfonsina la dejó reposar; ese mismo viernes la familia iría a buscarla al orfanato y ella ya tenía el dinero en su poder.  Aquella niña fruto del pecado, representaba el mejor negocio que había hecho en su vida. ¿Qué más daba si faltaba a clases, si la dejaba dormir? 

Desde la ventana de su habitación, donde la esperaba Federica, saltaron y corrieron hasta el camión a esconderse en la parte trasera. Al salir del orfanato ambas se abrazaron entre lágrimas; Carmela solo pensaba en huir del pueblo como fuera y encontrar un trabajo que le permitiera sacar adelante a su hija; Federica sonreía porque de tanto pedirlo su sueño se había hecho realidad: poder escapar de aquella cárcel y de su verduga y tener el amor y protección de una familia: su madre, Carmela.  


Narsa Silva

Narsa A. Silva Villanueva (Caracas, Venezuela 1972)

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Tomado de https://losamigosdecervantes.com/