A mi amiga Bouchrail Echaoui,
que siempre pregunta por cosas que a los demás no parecen interesarles nada.
Dejo al azar la fortuna de ser mi guía.
A estas alturas no imagino que los creyentes tengan en cuenta si Dios podría ser el azar o la necesidad. Pero Lutero, el artífice de la más enorme frontera de la cristiandad, apostó decididamente por el azar, al que él, dramáticamente, llamaba fe.
¿Qué debe hacer un hombre que descubre que las doctrinas papistas son contrarias a las Escrituras?, se preguntaba un abrumado Lutero al final de sus días cuando ya la ruptura se había asentado en Europa a pesar de los reiterados esfuerzos de reconciliación entre las dos corrientes, católica y evangélica.
A los niños de mi generación, en la archicatólica España de entonces, se nos enseñó que Lutero era un frailuno con cuernos, conmilitón de Satanás y sus secuaces, que apostó por destruir la cristiandad. Nada más lejos de la realidad. El fraile agustino de Eisleben (Alemania, 1483) fue hombre austero, de intachable proceder ético y moral a lo largo de toda su vida y, sin duda, uno de los más sabios y más lúcidos teólogos de toda la cristiandad, con una capacidad de producción intelectual traducida en libros, cursos, sermones, epístolas, cartas, etc., que todavía nos asombra e ilumina y da continuidad al debate teológico del que esta sociedad nuestra, convertida a un laicismo consumista tan feroz, está prácticamente ausente.
Por lo menos esto es lo que dicen muchos autores afines a su ideología y a su obra. Otros, en cambio, le describen como un borracho crónico que se suicidó colgándose tras una enorme borrachera después de haber firmado un acuerdo que salvaba a su familia de la ruina. ¡Vaya usted a saber! Desde luego la iglesia católica le trató siempre de ebrio cervecero permanente y creía que volvería al redil de la fe cuando se despejase. Nada fue así.
El bueno de don Martín tuvo un fallo garrafal: no supo ver el vendaval que se cernía sobre Europa apoyándose, desde el punto de vista ideológico, en su revolucionaria interpretación de las Escrituras. Incluso cuando fue consciente de la fatal ruptura, exploró durante años con sus oponentes católicos toda forma posible de reconciliación entre evangelistas y católicos, entre el Norte y el Sur. También se le escaparon de las manos, y quizá eso le produjo aún mayor dolor, las disidencias producidas en el seno de sus correligionarios, con Calvino y Zuinglio a la cabeza.
Los historiadores, o simples aficionados a la Historia, tenemos por costumbre dar mucha más importancia a las disensiones políticas, sociales y económicas que a las sutilezas del debate teológico interno en el seno de la iglesia de finales del S. XV y principios del XVI, pero el agudo análisis de las Escrituras permitió a Lutero abrir una reflexión profunda, que con frecuencia nos pasa desapercibida, en torno a la doctrina de la iglesia que desfallecía por el agotamiento de la retórica escolástica. Desde la gran época de santo Tomás de Aquino y san Alberto Magno los teólogos escolásticos venían naufragando en un mar de palabras sin sentido para el común de los creyentes.
Y ahí es cuando interviene Lutero con su hondo conocimiento de la tradición de las Escrituras. Interviene en dos sentidos. Lo primero es negar la validez de la doctrina oficial de Roma a través de concilios, encíclicas y proclamas que contradicen espíritu y letra de las Escrituras. Lo segundo es apostar por la fe frente a la razón para acercarse al conocimiento de Dios, como pretendía la corriente escolástica. El único camino para acercarse a Dios, dice, es la lectura inteligente de los evangelios, de san Pablo, de san Agustín, de la Patrística y de los sabios que se han dejado iluminar por el Creador y, sobre todo, por su Hijo bienamado en el que Dios tiene todas sus complacencias y que dio su vida por la redención de la humanidad. Y va más allá. Lutero dice que las escrituras son accesibles a todos los creyentes y que, si el creyente cree verdaderamente, es posible que Dios le concediese la gracia de su salvación eterna. Nada más lejos de la doctrina de Roma: las Escrituras solo se pueden leer en la versión que Roma autorice, explicadas y comentadas por los servicios apostólicos que ella instruye y pastorea, el clero regular y secular, sus priores, obispos, arzobispos y el propio Papa. Y una más: para la salvación del alma, o su reducción de penas en el Purgatorio, la iglesia propone una serie de “servicios” (misas, indulgencias, enterramientos, etc.) por los que el creyente/cliente tiene que pagar… a Roma. Lutero lo denuncia y la cristiandad germánica lo aprueba.
La Alemania de la época era un mundo convulso, como lo eran todos, como siguen siendo hasta hoy. No hay tregua. Pero en aquel tiempo se estaba gestando, lentamente, el nacimiento de la sociedad moderna, una de cuyas primeras señales de identidad es la de librarse de yugos externos. Y Roma, moral, política y económicamente, era un yugo externo feroz. Señores, plebeyos, campesinos, artesanos o siervos estaban deseando librarse de esa dependencia Sur/Norte. Y, sin ser consciente de ello, Lutero les proporcionó las bases para conseguirlo.
Hoy en día muchos historiadores debaten si para el devenir de los pueblos es más importante la ideología o la economía. Desde luego la revolución de Lutero es, en un principio, ideológica, cultural. No supo o no pudo ver la trascendencia económica y social que sus escritos y sermones propiciarían. Y cuando lo vio renunció reiteradamente a la ruptura que se había producido en la Cristiandad y abogó de manera firme por la reconciliación, que el ala más radical de los luteranos y la intransigencia de la Iglesia hicieron imposible.
Lutero hilaba fino y como fino teólogo afeó a la Iglesia que hubiese recubierto la santa palabra de las Escrituras con una maraña de disposiciones, requerimientos, codicilos y Concilios que no se basaban para nada en los textos sagrados, sino en la apremiante necesidad de poder territorial y económico que la Ciudad Eterna y el papado necesitaban para imponerse a los príncipes de los estados y convertir al Papa en el príncipe entre los príncipes. En 1520 Lutero llegó a afirmar que el Papa era el Anticristo.
No dejó nada fuera del alcance de su crítica. Empezó por la teología de la gracia, basándose en S. Pablo. Para Lutero que pensaba que el hombre, por bueno que fuera siempre sería pecador, la justificación por la fe lo resolvía todo. Tú serás siempre pecador, pero si crees firmemente en Dios y en la labor redentora de Cristo, Él te podrá iluminar y otorgarte la gracia de la salvación eterna.
Detrás de esto vino todo lo demás. Atacó la teoría de la transustanciación –cosa que hoy, aún a los católicos les puede sonar a chino–. Redujo a dos los sacramentos, bautismo y eucaristía. Negó que las indulgencias tuvieran algún poder para rescatar a las almas del Purgatorio. Afeó al Papa que sólo le interesaba la recaudación que utilizaba para mayor grandeza de Roma. Le afeó su inmensa corte, el número y boato de la Curia, la vida disoluta de los príncipes de la Iglesia, etc., etc. Liquidó el celibato, puso las bases de una educación infantil y juvenil basada en las enseñanzas directas de los evangelios, renegó del culto indebido a los santos, simplificó la misa, otorgó a los laicos el poder de la lectura y la interpretación de las sagradas escrituras, incluso el poder de reorganizar la nueva iglesia a falta de obispos –todos papistas—y de sacerdotes debidamente preparados. Tradujo los evangelios y la Biblia a la lengua vulgar creando la base de una unificación lingüística que facilitó la creación del estado alemán tres siglos más tarde.
La obra de este monje agustino, humilde, sabio, bonachón, gran predicador y escritor fue inmensa. Sus acólitos y seguidores hasta hoy lo celebran.
Sin embargo, no pueden ocultar que sus escritos revelan un carácter contradictorio, violento y de una soberbia inimaginable en un hombre que no quería que sus seguidores se llamasen luteranos, sino simplemente cristianos.
En 1543, tres años antes de su muerte, publicó Sobre los judíos y sus mentiras, un panfleto en el que, tras insultos y desprecio, aboga directamente por la liquidación del pueblo judío. Los nazis se sirvieron ampliamente de él para su política de exterminio que practicaron en el S. XX. Incluso la iglesia luterana ha renegado de esa fibra antisemita de su fundador.
Lutero, un gran hombre, sin duda. Tan cerca de las Sagradas Escrituras y tan lejos de los intereses del campesinado germánico de su tiempo, fue el artífice de unas fronteras que ningún dios ha sido capaz de borrar.
Arturo Lorenzo.
Madrid, enero de 2025
Tomado de https://losamigosdecervantes.com/
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