Culturas Impopulares
Jorge Pech Casanova
Esa tarde, al sentarse al piano del cinematógrafo, Hugo Riesenfield tomó con desgana el librillo de Erno Rappe Estados de ánimo para películas, el cual sugería temas que acompañaran la función. Proyectarían algo llamado Maciste, de dos directores italianos. Miró el índice donde decía “Italia”: el Himno Nacional, el Himno a Garibaldi, dos canciones de Capua (el O Sole Mio, definitivamente no, se dijo), una canción de los boteros del Volga, la Barcarola de Offenbach y una tarantela.
Riesenfield había tocado en el 99 en un cuarteto con Arnold Schönberg en Viena, emigró a Nueva York en 1907 y fue contratado como director de conciertos por la compañía operística de Oscar Hammerstein hasta 1911. Luego trabajó como director de conciertos y conductor en la Century Opera. Al cine había llegado después de acompañar la producción de Carmen de Jesse Lasky.
Ahora trabajaba para Samuel “Roxy” Rothafel en el cine Rialto. Nada contento, seguía las rutinarias recomendaciones del librito de Rappe. Acostumbrado a las grandes obras cantadas, Riesenfield lamentaba el reducido número de instrumentos, la ausencia de voces. Viendo al público en la sala, lamentaba además que esasvoces y más ruidos se mezclaran con la música. No había manera de hacer el trabajo con tanta gente hostigando a los músicos.
Riesenfield decidió esa tarde echar a la basura el manual de Rappe. Ya que el asunto era de aventuras (un gigante forzudo enfrentándose a criminales), decidió acompañar la proyección con una pieza de Wagner. Al terminar la función esa noche, comprobó lo certero de su elección: el público aplaudió con furor la más bien lamentable película. Los acordes de Los Nibelungos arrebataron a los asistentes, acallados desde la mitad del programa.
El dueño de la sala, Rothafel, se consternó al escuchar la música sin el habitual coro de cháchara, pisotones y golpes. Fue a observar al público; vio a la gente cautivada. No lo creía hasta que terminó la desmesurada cinta: hora y media, la mitad del tiempo con público callado. El estruendo de los aplausos lo sobresaltó y encantó.
Con todo, Rothafel fue a increpar a su conductor. “Nunca había escuchado esa música”, le reclamó. Riesenfield le respondió que lo mejor era que fuese a la ópera y actualizara su repertorio. Le propuso al empresario cambiar las piezas habituales, aumentar el reducido grupo de ejecutantes. El dueño de la sala calculó que tres músicos podrían sumarse. Riesenfeld le pidió una orquesta de cámara.
Rothafel gimió: “¡Es muy caro!” El conductor orquestal le garantizó que recuperaría su inversión. “¿Cómo cree que funciona la ópera de Hammerstein? Y ahí no proyectan películas”, le dijo al patrón.
Días después, la novedad de la reducida orquesta llenó la sala. El público esperaba distraerse llevando su barullo al cinematógrafo; descubrió que era mejor callarse y contemplar las historias filmadas escuchando las melodías de la orquesta. Algo inesperado.
Riesenfield logró que Rothafel le confiase cada vez mejores salas, donde podía aumentar el número de sus músicos. Pasó del Rialto al Rivoli, después al Criterion. Convirtió los tres establecimientos en lo que pomposamente llamaban “salas de luxe”. Logró que las películas en exhibición durasen más de una semana, con buenas entradas. Para 1923 las proyecciones en los cines de Rothafel alcanzaron hasta diez semanas con un mismo programa.
En vista del éxito, Riesenfeld pidió cantantes. El empresario se negó. Sin embargo, las noticias de las concurridas proyecciones en el Rialto, el Rivoli y el Criterion habían llamado la atención de los productores de películas. Cecil B. de Mille contrató al conductor vienés. Le encomendó una partitura para su descomunal Los diez mandamientos. Otros directores acudieron con el director orquestal y lo convirtieron en compositor.
Antes de que el invento del cine sonoro acabase con las grandes orquestas en los cines, Riesenfeld compuso temas para una veintena de películas. Sus mejores obras en esa etapa las hizo para el alemán Murnau, que filmó en Hollywood su Amanecer de 1927 y luego se fue a Tahití a rodar Tabú, que el vienés también musicalizó.
El músico esperaba continuar su asociación con el cineasta, pero Murnau murió en 1931 precisamente cuando iba al estreno de Tabú: en el camino de Los Ángeles a Nueva York, cuando travesaba Santa Mónica, al cineasta se le ocurrió prodigarle sexo oral a su adolescente amante filipino García Stevenson, quien conducía su Packard a cien kilómetros por hora. El joven perdió el control, el coche se estrelló contra un árbol. Cuando hallaron la cabeza de Murnau entre las piernas del muchacho, quedó claro el motivo del percance.
Riesenfeld no acudió al sepelio del lúbrico director. Pero continuó componiendo música para películas cuando el cine sonoro se estableció en Hollywood. Grabó temas para otras 25 películas antes de morir en 1939. Un año antes lo nominaron al Oscar por la banda sonora de Pide un deseo, de Kurt Neumann. Una obra más de Riesenfield se estrenó al año de su muerte: la partitura que compuso para la película de Fritz Lang El regreso de Frank James.
Cuando el compositor y director orquestal murió, su hija Janet decidió dedicarse al cine, pero no en Hollywood. A sus veintiún años de edad se mudó a México y apareció como bailarina en una película. Fue llamada a otras producciones, donde se hizo actriz con el nombre de Raquel Rojas. Actuó al lado de Cantinflas y Jorge Negrete, lo cual hubiese complacido a su padre, quien habría presentado al charro cantor en una ópera formal (Negrete ansió toda su vida ese papel que nadie le concedió, comenta en sus memorias Luis Buñuel).
Janet Riesenfeld, en cambio, se convirtió en colaboradora del español cuando se casó con el guionista Luis Alcoriza. Para Buñuel, ella y su marido escribieron Don Quintín el amargado, El gran calavera, La hija del engaño, Él, La ilusión viaja en tranvía y El río y la muerte. Además, Janet apareció como actriz en El ángel exterminador. La guionista murió en México en 1998, casi medio siglo después que su padre. Aunque ambos nacieron en Viena, ninguno retornó a su país natal. América fue, para padre e hija, el territorio donde sus talentos hallaron expansión.
A Riesenfeld se le recuerda asimismo por haber fundado, junto con Albert William Ketèlbey, la biblioteca musical del cine, que sumó títulos a los del libro de Erno Rappé. El vienés mejoró además, con sus prácticas orquestales, la situación de los músicos en las salas; un recuento de la época encomia: “su organista gana doscientos cincuenta dólares a la semana, otros setenta músicos están bien pagados porque el sueldo más bajo es de setenta dólares semanales”. Esos tiempos de bonanza se han ido. La música de los films permanece.
Tomado de https://morfemacero.com/
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