¿Qué se supone que debemos hacer con esta elección de jueces? ¿Votar con esperanza, anular con rabia, ignorar el proceso con resignación? No hay respuesta buena. Nos regalaron uno de esos bonitos dilemas: participar y legitimar el desastre, o abstenerse y verlo consumarse. Ser cómplice por acción o por omisión. El menú es limitado. ¿Qué hay que hacer? ¿Votar, no votar, anular, informar sobre buenos perfiles, participar para “ejercer el derecho”?
Las razones para no votar son más profundas de lo que parecen. Desde mi perspectiva, rechazar la reforma impuesta por una mayoría legislativa debido a los procedimientos o a la conformación de esa mayoría es una forma de perderse el punto importante, que es entender los incentivos que nacen con este nuevo modelo. Si la mayoría es legítima, si el proceso es legal, si los árbitros son confiables y si los candidatos son ideales, de todas formas el nuevo modelo es perverso: un juez electo por voto popular no responde a la ley, sino a quien lo puso ahí, sin importar si fue puesto por criminales o por sus tías. Si los electores son asociaciones vecinales honestas, activistas comprometidos con la democracia o ciudadanos bien informados, el resultado es el mismo: se rompe la distancia que debería existir entre quien juzga y quien pide justicia.
Los incentivos cambian. Los perfiles honestos y preparados dejan de tener sentido en un sistema donde lo relevante es la popularidad, la cercanía con grupos de poder o la habilidad para hacer campaña. Se puede observar ya en las redes y no es justo criticar a los candidatos por mostrar sus habilidades para cantar o a las abogadas por mostrar pierna: están haciendo lo que el modelo exige y necesitan construir marca. El mérito, la formación y la carrera judicial quedan anulados por la lógica electoral. Aun el juez más íntegro entra a un sistema que lo convierte en pieza de un engranaje putrefacto.
En este contexto, votar parece una forma de convalidar el desastre, pero hay organizaciones y analistas que se las han arreglado para encontrar una razón no despreciable para jugar el jueguito. El argumento es: si el sistema es inevitable, quizá podamos inyectarle, por las grietas, un poco de oxígeno, unos cuantos jueces que, en medio del lodo, tengan integridad y formación sólida. Algún perfil que, aún con incentivos distorsionados, encuentre espacios para juzgar con honestidad. A ellos les digo que, aun si encontráramos a un Justo Sierra o a un Mariano Otero, el sistema se los tragaría con el nuevo tribunal de disciplina, la purga completa de jueces y la eliminación de la carrera judicial. En favor de su propuesta, reconozco que puede haber casos en los que decidan con cierto margen de libertad y que quizá estos casos (los no mediáticos, en los que no hay poderes fácticos) sean la mayoría en los juzgados de distrito, que son los de primer contacto.
Hay quienes vociferan que votar es legitimar el proceso. La verdad es que eso es irrelevante. Si el resultado será un poder judicial desastroso, poco importa si es un desastre legítimo o no. La legitimidad importa cuando las instituciones importan. Y lo que aquí se está desmantelando es la institución misma.
Hay quien cree que votar informados puede ayudar, pero encuentro esto demasiado optimista. Yo lo intenté. Entré a la página ¡Conóceles! para revisar a los candidatos que me corresponden. Más de doscientos perfiles: ministros, magistrados de distintos tipos, jueces. ¿Qué debo evaluar? ¿Calificaciones? ¿Materias que han impartido? ¿Motivaciones personales? Leo que uno afirma haber intervenido desde chiquito en las peleas de sus amiguitos. ¿Eso lo hace buen candidato? No tengo ni la más remota idea y no la tengo porque no me corresponde juzgar a un impartidor de justicia. La trampa está ahí: yo no debería estar haciendo eso. Mi responsabilidad como ciudadana no es estudiar expedientes de aspirantes cuya información es inútil para determinar su idoneidad. Mi deber es exigir un sistema que garantice independencia.
Ese sistema ya no existe y la exigencia para reconstruirlo definitivamente no pasa por esta elección. Ahora me releo y me digo sin culpa: pensándolo bien, creo que no voy a votar. ~
Tomado de https://letraslibres.com/
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