El genio sin escritura

El genio sin escritura

“Diversos ingenios han puesto en duda no sólo la existencia de dicha escritura, sino la del propio autor. Dado que desde XVII no se conoce la obra shakesperiana más que por sus muestras impresas, no es una ocurrencia que el llamado...Tomado de https://morfemacero.com/

Culturas impopulares

Jorge Pech Casanova

A la memoria de mi hermana Elsy Alejandra, 1968-2025.

Los grandes maestros de la humanidad —Buda, Sócrates, Jesús de Nazareth— son ágrafos, es decir, no dejaron una sola palabra escrita, aunque miles de páginas se han escrito sobre sus vidas y enseñanzas. Desconocemos los nombres de quienes copiaron originalmente las palabras de Buda. De Sócrates, sus más conocidos amanuenses son Platón y Jenofonte. De Yehuda o Yeshua ben Nasrath hay múltiples memoriales escritos, y apenas cuatro —los evangelios de Mateo, Marcos, Lucas y Juan— son admitidos en la Biblia, aunque no se desconocen evangelios atribuidos a los apóstoles Pedro y Judas, y aun a la Virgen María.

No parece que la falta de manuscritos afecte las enseñanzas de los maestros, aunque los puristas siempre reclamarán documentos ológrafos, es decir, de propia mano del autor. Generaciones de creyentes y aun de filósofos se la han pasado tranquilos sin contar con un solo manuscrito o siquiera una nota de la mano de Buda, Sócrates y Yehuda.

En literatura pareciera que esa concesión no es posible, a partir de que la escritura original funge como condición para reconocer el talento literario. Sin embargo, el poeta de la Ilíada tampoco dejó un manuscrito. Se supone que el autor a quien llamamos Homero vivió en el siglo VIII antes de nuestra era y que los sucesos que cantaba ya eran arcaicos en su época. Pero no hay manuscrito alguno trazado por Homero. Inclusive la copia de su poema que Alejandro Magno cargaba a todas partes durante su agitada vida, era nada más que una copia. Y se ha perdido.

El manuscrito mejor conservado del texto homérico es el llamado Venetus A, que los expertos consideran copiado en el siglo noveno de nuestra era. Por ello, Jorge Luis Borges pudo dubitar: “Homero, o los griegos que llamamos Homero, sabía, sabían, que el poeta no es el cantor, que el poeta (el prosista, da lo mismo) es simplemente el amanuense de algo que ignora y que en su mitología se llamaba la Musa”.

Dado que la Ilíada y la Odisea existen, a muchos nos basta con esos textos. No pedimos más que un nombre al cual asignar los hexámetros. Sin embargo, no sin incomodidad adscribimos esos cantares a una borrosa figura griega de hace dos mil ochocientos años, sobre todo, desde que Brian Rose, curador de la sección Mediterránea del Museo de la Universidad de Pensilvania, afirmó que la Ilíada es una compilación de tradiciones orales del siglo XIII antes de nuestra era. Es decir, que el gran poema épico no tiene un autor, sino varios.

Homero es un caso arcaico, se dirá, pues en el siglo XIII o en el VIII antes de nuestra era no había preocupación por la autoría de textos como la que surgió a partir del Renacimiento, en el siglo XV. A partir de entonces los genios tienen firma y escritura bien identificadas. Algunos ejemplos ilustres: los códices de Leonardo Da Vinci o las cartas y poemas de Miguel Ángel Buonarroti. No es el caso del poeta Dante Alighieri, quien no dejó manuscrito alguno de su Commedia o siquiera de su Vita Nuova en el siglo XIII.

Con estos antecedentes, resulta menos sorpresivo que otro autor extraordinario, William Shakespeare, sea tan ágrafo como Dante. Pese a la fama del dramaturgo, ni un solo ejemplo de su escritura subsiste. No sólo falta el Hamlet o el Macbeth trazados de mano del genio, sino al menos una firma de su puño y letra. Hasta las tres o cuatro “signaturas” que se conservan parecen de otras tantas diversas manos, ninguna del prodigioso escritor.

Por eso llama la atención el reciente reconocimiento, en la Biblioteca Bodleiana, de una copia del soneto 116 de Shakespeare, que la académica Leah S. Veronese ha ubicado dentro de una colección de manuscritos compilados en el siglo XVII para el anticuario, político, astrólogo y alquimista Elias Ashmole.

En su artículo “A New Copy of Shakespeare’s Sonnet 116: A Cavalier Cover Version”, publicado en The Review of English Studies, Veronese comenta que el folio contenido en el Manuscrito Ashmole 36-37 de la Bodleiana fue identificado desde 1936 por Willa McClung Evans como la adaptación de un soneto shakesperiano para una canción de Henry Lawes.

Sin embargo, nadie había notado que el manuscrito copia el soneto 116 de Shakespeare con una línea inicial inventada por el copista, la cual impidió durante más de un siglo que el texto fuese identificado correctamente. El inicio del soneto, en versión castellana, dice: “Impedimento no admita al enlace / de dos almas fieles. No es amor / el que se altera cuando halla alteraciones, / o se dobla al mudarlo la mudanza”.

El soneto que copia el Manuscrito Ashmole 36-37 contiene estos versos: “Error que a sí mismo se ciega atrapa toda mente / que con falso nombre llama amor / al que se altera con alteraciones / o con mudanza tiende a deformarse, / no muy distinto al afán de un hereje / que el sentido retuerce al citar la Escritura”.

No es de extrañar que el catalogador de estos manuscritos en la Bodleiana en el siglo XIX, William Henry Black, omitiese en su índice que el poema es una adaptación del soneto shakesperiano, aunque lo título atinadamente “Sobre la constancia en el amor”. La estudiosa McClung Evans, al revisar el texto en 1936, lo identificó correctamente pero lo juzgó igual al de Manuscrito Drexel 4257, pese a importantes divergencias entre ambos.

Ahora los medios difunden el hallazgo de Leah S. Veronese (sin que falte algún ignorante periodista que lo anuncia como “un soneto manuscrito de Shakespeare” y no como la copia del siglo XVII que en realidad es). Elías Ashmole, el más probable copista de estos versos, nació en 1617, un año después de la muerte de Shakespeare.

La confianza en los inexistentes manuscritos de Shakespeare se extiende hasta límites inimaginables. Una publicidad del bolígrafo Bic anuncia que, con la ayuda de un robot trazador, la empresa reprodujo “un manuscrito” del autor de Rey Lear. El experimento, pese a la belleza de sus resultados, nos devuelve al problema: ¿de dónde sacó la fábrica de bolígrafos la escritura de Shakespeare? En una época en que la autoría de ciertos textos se da por hecho, estas falsas atribuciones al genio literario parecen cosa natural. ¿Cómo podíamos imaginar que no existe una sola muestra de la letra de Shakespeare? Pero antes que nosotros, diversos ingenios han puesto en duda no sólo la existencia de dicha escritura, sino la del propio autor. Dado que desde el siglo XVII no se conoce la obra shakesperiana más que por sus muestras impresas, no es una ocurrencia peregrina que el llamado genio de Avon fuese, a semejanza de Homero, no un individuo, sino “los ingleses que llamamos Shakespeare”.

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