Nuestras formas de ser son un proyecto personal sustentado en el autoconocimiento. Para erigir una personalidad auténtica, el mandato de Delfos «conócete a ti mismo» es un paso obligado. En Matrix, Morfeo lleva a Neo ante el Oráculo para averiguar si es el elegido, pero este duda de la capacidad de la pitonisa para acertar con el veredicto. Morfeo le aclara: «Procura no pensar en términos de correcto e incorrecto. Ella es una guía, Neo. Puede ayudarte a encontrar el camino». Sobre el dintel de la puerta de la acogedora cocina donde la sibila despacha sus sentencias, leemos la adaptación latina del precepto délfico: «temet nosce».
Tarde o temprano uno se encuentra consigo mismo, y ese instante de conmoción, tal vez de espanto, puede alumbrar un rumbo nuevo. Puede ser lo que siga a alguna crisis vital; una muerte cercana, la paternidad, una invalidez sobrevenida, un conflicto amoroso, cualquier otro lance severo. Son momentos que demandan un plus de pensamiento, situaciones que nos empujan a caminar por el tablón que sobresale de la borda del barco, ocasiones que justamente denominamos «momentos de la verdad».
Dicho esto, es triste esperar a una sacudida para aspirar a ver más claro. Como apuntaba Michel de Montaigne, las aflicciones como único recurso lúcido son para aquellos que solo despiertan a golpe de látigo. Un percance es un comienzo tan bueno como otro cualquiera para adquirir un compromiso con la verdad. Pero las convicciones que lo generan deben venir forjadas de antes, pues no hay acuerdo con uno mismo que perdure si no hay más acicate que una mala circunstancia. Hay que pensar bien cuando se está bien, para poder hacerlo mejor cuando se esté peor. Los males son también, qué duda cabe, una poderosa distracción, y en la salud y la paz interior las advertencias se escuchan más nítidas y los remedios se hilvanan con más destreza.
Es triste esperar a una sacudida para aspirar a ver más claro
Esta llamada al autoconocimiento para construir el carácter es algo más que una resonancia sentimental para un lúcido; es el meollo de su modo de vivir. No se queda en una exhortación al «sentido común», ni funciona memorizando citas o poniéndose en manos de la «sabiduría popular». Para empezar y salvo en lo más evidente, la sabiduría nunca ha sido popular. No hay refrán que no haya prosperado junto a su contrario –«a quien madruga Dios le ayuda»; «no por mucho madrugar amanece más temprano»–; eso invita a la sospecha. Pensar bien cuesta, la lucidez duele, y difícilmente va a ser una vía transitada por muchedumbres. Recuerda cómo llamaban nuestros padres al lugar al que nos castigaban: el rincón de pensar. Si aún dudas, calcula cuánta gente desea asistir a una conferencia de un filósofo y compáralo con quienes hacen guardia durante días para ver y escuchar de cerca a cualquiera de los cantantes de moda. O mira cuántos se paran a rendir visita a la tumba de John Locke, y cuántos peregrinan a la de Elvis. Las verdades significativas rara vez reciben adhesiones multitudinarias. No se logra una existencia lúcida encadenando refranes. Hace falta mucho más; entre otras cosas, escapar al cepo de la unanimidad, a la venenosa tentación del pensamiento único.
No es solo que el sentido común se quede corto ante los retos que plantea una vida comprometida con lo verdadero; es que puede ser una seria traba. Albert Einstein definió el sentido común como el cúmulo de prejuicios acumulados hasta que alcanzamos la mayoría de edad. El lúcido, aprendiz sempiterno, quiere siempre soltar lastre sobre lo indoctrinado y zafarse de los prejuicios. Jamás será sectario ni se detendrá en ninguna parte, porque no existe conocimiento alguno que constituya un punto y final. Vivir en la verdad requiere vérselas con cuestiones nada ordinarias para las que el misterioso «sentido común» (¿en qué consiste y cómo se adquiere?) resulta de poca ayuda. «Buen sentido», eso es lo que nos hace falta.
Se puede, hasta cierto punto, escarmentar en cabeza ajena, e incluso hablar por boca prestada. Pero en puridad solo son lúcidos o necios los actos de uno. Ni el más sublime de los pensamientos vale de mucho si no encuentra traducción en nuestra conducta. Tras reconocer que somos carácter, solo queda admitir que la esencia de nuestra identidad no está en nuestras declaraciones, sino en nuestro comportamiento; que nuestra verdad se encarna en lo que hacemos. Si la lucidez es, como creo, un compromiso vital e irrenunciable con la verdad que induce a la acción, ser lúcido es amar la verdad y tener el coraje de llegar a dondequiera que ese amor te lleve. Y eso nos caracteriza.
Este texto es un fragmento de ‘El dilema de Neo’ (Rialp, 2024) de David Cerdá adaptado para Ethic.
Tomado de Ethic.es
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