TA MEGALA
Fernando Solana Olivares
Las personas se dividen en dos clases: aquellas que prefieren a los gatos y aquellas que prefieren a los perros. Cada bando es dueño de sus prejuicios, consistentes sobre todo en considerar detestable la preferencia contraria. Y como toda preferencia es un encierro en lo particular, los dos bandos terminan siendo idiotas, es decir, encerrados en lo particular.
Se da el caso de quienes habiendo nacido en un lado —que como toda cuestión mecánica del “me gusta o no me gusta” tiene tanto de atmosférico, de heredado y ambiental— se pasan al contrario. De una infancia entre perros a una adultez entre gatos, o viceversa. Como si la vida fuera cambiando los reflejos adquiridos.
Cada bando sigue su doctrina con convicción: los gatos son egoístas e indiferentes, dicen sus detractores. Pero los perros fueron castigados por desobedecer la orden de Noé de no poblar el mundo de inmediato al descender del Arca después del Diluvio: por eso quedaron unidos de modo vergonzoso a las perras tras de la cópula, contestan los defensores felinos.
Algunos gatos son pintores destacados y en el demencial mercado artístico posmoderno sus obras se cotizan muy bien. Algunos perros tienen trabajo como guías de ciegos, rescatistas y detectores de droga. Esa división laboral podría indicar una cierta asimetría de valor: la creatividad individual de los gatos contra las tareas comunitarias de los canes.
Quienes mejor resuelven esta dicotomía son aquellos que tienen a la vez perros y gatos. Duplican el punto de vista y reconocen las virtudes y los vicios de cada especie. Sin embargo, en la reunión de los contrarios también hay riesgos si las diferencias no se logran armonizar. Dichas personas vivirán entonces como árbitros de perros y gatos, cumpliendo trabajosamente en su vida diaria el dicho que advierte que el agua no debe mezclarse con el aceite.
Una nostálgica canción del siglo pasado decía que en todo patio de una casa feliz debían descansar al sol uno o dos gatos. Pero la crítica afirma que estos animales se encariñan con las construcciones y no con los amos. De hecho, la diferenciación moral entre los partidos aquí es donde se establece: los perros son tan fieles que mueren por sus dueños, pero los gatos, en cambio, actúan como si fueran los dueños de sus dueños.
Varios escritores han incurrido en una analogía políticamente incorrecta porque es misógina: las mujeres son como los gatos, que vienen cuando no se les llama y cuando se les llama no. Pero ello es falso en cuanto a los gatos, pues se sabe de uno que se hacía presente en cada mudanza de las muchas que realizó la familia con la que llegó a vivir durante más de una década.
La presencia es otra característica desigual. Los perros siempre quieren estar junto a la gente y los gatos no. Cuenta una antigua leyenda que el Creador citó a todos los animales para celebrar una reunión. El gato mandó decir que estaba ocupado y cortésmente se disculpó. Y si uno cree que la elegancia se compone de una virtud: mantenerse siempre imperturbable, puede entenderse la conducta felina y el desaire al Señor.
De ahí que la mitología cristiana tome en cuenta positivamente al perro —los dominicos, genios civilizatorios e inquisidores brutales fueron “los perros de Dios”—, pero al gato no, salvo como parte de una obscura iconografía donde se representa como acompañante de demonios y brujas. Los perros son descendientes domesticados de los lobos y los gatos son la única oportunidad que cualquiera tiene para acariciar a un tigre.
Los perros no se bañan por ellos mismos, los gatos sí. Aunque se conoce el fenómeno de un asesino serial que recibía órdenes homicidas del perro del vecino. Fue imputado por la ley sin lugar a dudas pero quedó en la memoria del jurado el equívoco papel de la mascota cuyos ladridos fueron presentados por la defensa como una prueba, al fin inútil, en descargo del criminal.
Aquella doxa de que el perro es el mejor amigo del hombre queda pulverizada ante el muestrario exhibido por cualquier clínica de cirugía plástica: “A esta señora su perro le desprendió la nariz cuando estaba saludándola, a este niño el suyo le mordió un ojo cuando jugaban y a este bebé, de plano, el mastín de la casa decidió callarlo para siempre.” No se conoce de gatos que hayan infligido a sus dueños heridas mayores que los rasguños de sus filosas garras o venganzas más crueles que apestar con orines sus almohadas.
La novelita de un autor irlandés ahora injustamente olvidado consigna las andanzas de Zist y de Zest, pareja de gatos siameses que se ven envueltos en una vertiginosa política de revanchas contra su inepto propietario. A la mitad de la obra, él le comunica a ella que está harto del sujeto y le sugiere que deben cambiarse de casa habitación. Empero, la gata Zest, quien ve más lejos que su compañero Zist, le propone simplemente educar al propietario y seguir viviendo donde están.
Holgadamente los gatos logran hacerse amos del amo. Seguramente por eso el único crítico que entonces comentó aquella novela aseveró que era una literatura veterinaria polisémica, recomendó que no fuera leída en voz alta delante de ningún minino y falló al pronosticar que sería perdurablemente recordada.
Por razones no muy claras, al perro simbólicamente se le identifica con el ego. Cuando se sufre una agresión inesperada, por ejemplo, puede creerse que ha sido esa hipótesis inútil de la conciencia, el ego, la que fue movilizada en agresiva acción contra uno mismo a través de un perro, por miedo o ferocidad.
Esto mismo pensó tiempo después, cuando la mordida había cicatrizado —una herida que no puede suturarse porque es una desgarradura—, aquel hombre que una tarde caminaba apresuradamente por la ciudad y de pronto fue sorprendido por las poderosas mandíbulas sobre su brazo de un perro guardián alterado por toda la gente que iba pasando a su lado.
“Fue tu culpa”, le espetó el asustado guardia que mal llevaba a la peligrosa bestia amarrada con una correa, cuando ésta abrió milagrosamente las fauces y liberó la extremidad del transeúnte. Ahora, cada vez que observa la profunda marca que quedó en su piel: una Y, ese transeúnte atacado aplaude llevar tatuada a mordidas la letra que semeja una bifurcación, dos caminos, el vicio o la virtud. Es lógico pues que ahora prefiera a los gatos.
Los perros ladran y los gatos maúllan. Los perros mueven la cola y los gatos ronronean. En un bestiario fantástico del medioevo se menciona a un animal producto de la cruza de un perro con un gato. La mezcla de dos componentes siempre produce una tercera entidad. Así que estos animales síntesis se dejan a la libre imaginación de quien lea esa lista de quimeras. Cualquiera de los bandos partidistas puede resaltar su opción preferida: un perro que parezca un gato o un gato que luzca como un perro, pero a fin de cuentas los dos habrán errado, dado que no hay tal animal. Por eso este redactor hoy divagó sobre los gatos: necesitaba un pretexto para hablar sobre los perros.
Tomado de https://morfemacero.com/
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