Bergasse 19

Bergasse 19

“Si todo inconsciente quiere ser acontecimiento, según una de las célebres afirmaciones del legendario habitante de Bergasse 19, aquel apartamento vienés donde estuvo el el diván psicoanalítico más importante de la historia moderna, todavía hoy seguimos debatiendo a Sigmund Freud”....Tomado de https://morfemacero.com/

Ta Megala

Fernando Solana Olivares

I.

Algunos intelectuales vieneses contemporáneos de Sigmund Freud lo combatieron con rudeza. Uno de los críticos más feroces fue Karl Kraus, quien dirigió sus dardos escritos contra los que llamaba racionalistas lascivos, aquellos que todo lo reducían a causas sexuales: “Los hijos de padres psicoanalíticos —ridiculizó Kraus— se mustian pronto. Lactantes, deben conceder que al hacer caca tienen sensaciones placenteras. Más tarde se les preguntará qué les ha ocurrido al asistir, camino de la escuela, a la defecación de un caballo. La dicha es indecible cuando se alcanza una edad en la que el adolescente confiesa que, en sueños, ha violado a su madre”. A Kraus le molestaba que el psicoanálisis se hubiera atrevido a “esputar en el misterio del genio” y a ampliar lo que llamaba las fronteras de la irresponsabilidad individual. Para Kraus no había ninguna verdad comprobable en lo erótico ni aceptaba que pudiera sujetarse a un diagnóstico común: “amamos —escribió— en contra de todos los supuestos fácticos y nos masturbamos contra todas las circunstancias objetivas”.

          Nada de todo esto perturbó la construcción del edificio freudiano ni impidió su inmensa influencia y capilaridad en la ideología de la modernidad. La caricaturización krausiana no iba más allá de una aguda simplificación del psicoanálisis y correspondía al estupor ante un momento que terminaba con la creación de nuevos contenidos e interpretaciones, aquel estupor que a menudo poseyó a los intelectuales vieneses en momentos históricos donde todo parecía ocurrir sin tiempo suficiente para su distanciada valoración.

          Muchos años después Jorge Luis Borges volvió a poner en curso la advertencia de Kraus, que rechazaba el método introspectivo porque creía que obsesionaba con la propia persona a quienes lo practicaban: era una manifestación, decía, de la misma enfermedad que se pretende curar. “Si la gente se observa a sí misma —concluyó Borges— puede hacerse más egoísta. Por eso creo que el psicoanálisis (por supuesto, no entiendo nada de medicina) puede ejercer una mala influencia, pues conozco a muchas personas que han sido psicoanalizadas y están vigilándose día y noche”.

          Como a la astrología o a la sociología, Borges consideraba al psicoanálisis un sistema de interpretación totalmente conjetural que basaba sus alcances en el recuerdo y el olvido. Podría parecer paradójica esta actitud de quien creía en la memoria como único instrumento humano y atribuía a la imaginación la tarea de ser su arte combinatoria. Pero Borges no criticaba la condición misma del recuerdo ni el intento exploratorio de su empleo, sino los parciales y empobrecidos contenidos simbólicos que el psicoanálisis atribuye a la función del recuerdo dentro de su cerrado sistema autorreferencial.

          El rechazo de René Guénon al psicoanálisis llegó mucho más allá que las saetas envenenadas de Kraus o las polisémicas ironías de Borges. Desde la significación que encuentra en el hecho de que la psicología freudiana y sus derivaciones actuales nunca pronuncien el término supraconsciente y sólo consideren la existencia del plano subconsciente, hasta la profunda desviación que observa en una conciencia que se cree compuesta nada más por contenidos residuales, por resonancias psíquicas y emocionales inferiores, Guénon reprueba tajantemente la ideología freudiana, cuya acción, escribe, es “por abajo, es decir, por el lado que corresponde en este caso en el ser humano (…) a las ‘grietas’ por donde penetran las influencias más ‘maléficas’ del mundo sutil, pudiéndose incluso decir que son las que tienen un carácter más verdadera y literalmente infernal”.

          La no reflexión hacia arriba de la psicología occidental hegemónica, su servidumbre hacia las capas inferiores de la conciencia, su pretensión de asimilar al subconsciente cuestiones ajenas a él como los estados alterados de conciencia, las religiones, el misticismo o el arte, su confusión entre lo superior y lo inferior, todas esas  razones hacen a Guénon considerar al psicoanálisis no sólo como un producto del materialismo terminal, de la densificación del mundo moderno, como un artefacto propio del reino de la cantidad, sino sobre todo como un ingrediente “constitutivo de una auténtica subversión”. El sentido que le da a este término es el del adulteramiento de la tradición, la ruptura de la estabilidad y el orden reinantes en una civilización.           Factores todos ellos que prepararon la alienación de la mentalidad moderna y el surgimiento de un individuo cuyo egoísmo narcisista será idéntico al de los otros aunque él se perciba a sí mismo como único y singular, lo mismo que su morfología, sus deseos inconfesos y sus sueños secretos —propios de los individuos dormidos, los odres vacíos de la posmodernidad—. Factores que integran, también, esa secuencia que llamamos lo actual: desde el feísmo contemporáneo, el cemento reinante, la vida en colmenas de escasas ventanas y el horror económico, hasta las infelices multitudes contemporáneas y la neurótica sociedad de masas. La democratización del deseo y su universalización indiscriminada provienen de dicha mitografía. Y así existe una resonancia directa entre el capitalismo consumista y el psicoanálisis freudiano, al modo de un juego de espejos donde lo que surge en uno simplemente refleja lo que en el otro ya surgió. 

II.

El surgimiento del psicoanálisis —esa “ocupación de racionalistas lascivos que todo lo reducen en este mundo a causas sexuales, con la salvedad de su ocupación”, según uno de los aforismos de Karl Kraus— no podría explicarse sin tomar en cuenta la naturaleza de aquella ciudad irrepetible en la historia del pensamiento moderno, Viena, capital entonces del imperio austrohúngaro donde Freud, el médico y psicoanalista austriaco se desarrolló. Los orígenes del momento actual, la eclosión de los modos cognitivos, los usos sociales, los logros artísticos, arquitectónicos y literarios, las doctrinas ideológicas, las prácticas sexuales, la política fascista y liberal, todo lo que vendría está en ese “laboratorio de pruebas para la destrucción de un mundo”, aquella Kakania, como llamó al imperio austrohúngaro uno de sus rendidos amantes y furiosos execradores, Robert Musil. Un sitio geográfico, aunque antes mental y estético, donde se dieron cita una deslumbrante suma de talentos, nombres con magia propia.

          La crítica al psicoanálisis de otro vienés contemporáneo de Freud, el filósofo Ludwig Wittgenstein —creador del atomismo lógico, teoría que plantea la relación biunívoca entre las palabras y las cosas y define a las proposiciones que encadenan las palabras como “imágenes” constituyentes de la realidad, creador también de lo que llamó “juego de lenguaje”, en el cual destacó el aspecto humano del habla, su imprecisión y variabilidad según las situaciones—, es de otro carácter. No hay humor vitriólico en ella sino el señalamiento de que la teoría psicoanalítica es la obra de un poderoso mitólogo, digno rival de Proust, Joyce o Kafka, y por eso perteneciente no a un orden científico sino a otro imaginario y estético, peligrosa o inútilmente convertido en psicología. Una consideración que parte de un reconocimiento al genio fabulador freudiano pero califica como erróneos su uso colectivo y su clasificación formal, que le parece más propia del arte o de la imaginación.

          Dice Wittgenstein: “Si hay algo en la teoría freudiana de la interpretación de los sueños es que muestra en qué forma tan complicada construye el espíritu humano imágenes de los hechos. El arte de la reproducción es tan complicado, tan irregular, que apenas puede seguírsele llamando una reproducción”.

          Más cercano para él al arte del teatro —una opinión que acaso no desagradara al mismo Freud—, antes que de la exploración de la conciencia, Wittgenstein formula una crítica contra el psicoanálisis que no ha dejado de considerarse como un menosprecio debido al elitismo de una inteligencia genial. “Freud —escribió el filósofo— ha hecho un mal servicio con sus seudo-explicaciones fantásticas (precisamente porque son ingeniosas). Cualquier asno tiene a la mano estas imágenes para ‘explicar’ con su ayuda los síntomas de la enfermedad”.

          Si bien los conceptos pueden aliviar o agravar un abuso, favorecerlo o inhibirlo, para el autor del Tractatus “hacerse psicoanalizar es en cierta forma semejante a comer del árbol del conocimiento. El conocimiento que así se obtiene nos plantea nuevos problemas éticos; pero no aporta nada para su solución”. Una crítica ya no del sentido sino de la utilidad.

          ¿Por qué? Porque según Wittgenstein, “no se puede decir la verdad cuando no nos hemos dominado a nosotros mismos. No se la puede decir —pero no porque no se sea aún lo bastante sensato. Sólo puede decirla quien ya descansa en ella; no el que todavía descansa en la falsedad y sólo una vez sale de ésta para alcanzar la verdad”.

          ¿Tautología, contradicción, juego de palabras? Para una de las mentes más originales del siglo pasado el conocimiento de la verdad sólo podía revelarse a quien ya sabía o había entrevisto, buscándola, esa misma verdad, como un esclarecimiento que se mostraría a aquel que la hubiera percibido cuando menos una primera ocasión.

          Quizá como una causa que en el propio sistema analítico tendrá su casuística: resistencia, proyección, patología o simple no convencimiento, al reflexionar sobre el psicoanálisis surgen algunas preguntas sin respuesta. Por ejemplo, si esto se debe a Freud, ¿quién lo invistió a él de la autoridad canónica para iniciar una práctica donde todos sus miembros deben analizarse, es decir, repetir el rito de fundación? Ese origen unipersonal quizá pueda ayudar a entender por qué el psicoanálisis sólo conoce el subconsciente y no la existencia de una condición correlativa, complementaria, que otras formas de pensamiento occidentales y contemporáneas, pero sobre todo orientales y tradicionales, describen como un nivel accesible a la conciencia humana: el supraconsciente (que no es lo mismo que el super yo). Una dimensión que asume la conciencia humana de otra manera, ni romántica, devocional o irracionalista pero tampoco decidida por una explicación unívoca que se da por concluyente en ella misma, en un círculo que se cierra sobre sí.

          La crítica que se hizo en vida de Freud del psicoanálisis lo denunció como una manifestación de la misma enfermedad que pretendía curar. Otros cuestionaron que hubiera abierto las esclusas psíquicas de los fondos humanos sin compensación alguna y que confundiera lo profundo de la conciencia con lo inferior de ella.

III.

Aceptar la existencia de una dimensión superior o meramente distinta a las habituales en la conciencia humana es hablar de metafísica, un problema cognitivo, intelectual y hasta político inabordable desde una perspectiva materialista porque tiene que ver con algo que no puede tocarse ni demostrarse empíricamente, sólo creerse o no. Sin embargo, el mismo impedimento de visibilidad puede argüirse para el primer modelo freudiano de la psique: inconsciente, preconsciente y consciente, y también para el segundo: el yo, el ello y el super yo. Hipótesis, las dos, intangibles, tácitas, que sólo pueden creerse o no.

          Si los censores del psicoanálisis contemporizaron con Freud al emitir una crítica puramente operativa y cultural, René Guénon, en cambio, rechaza al psicoanálisis y lo define como un movimiento surgido de la degradación y crisis del mundo moderno, un signo de los tiempos que anuncian el final de la civilización occidental, el combate de un error con otro error. Guénon, “el último metafísico de Occidente”, cuyo pensamiento influyó en muchos que nunca lo reconocieron, ha sufrido hasta hoy una conspiración del silencio dada la profunda incomodidad que generan sus postulados contra el materialismo del mundo contemporáneo.

          En su texto “Los desmanes del psicoanálisis” escribe sobre “la extraña ilusión que obliga a los psicólogos a considerar una serie de estados tanto más ‘profundos’ cuanto en el fondo no son sino más inferiores: ¿no es éste ya un indicio de la tendencia a oponerse a la espiritualidad, que es la única que de verdad puede ser calificada como profunda precisamente por ser la única que se refiere al principio y al propio centro del ser? […] Al no haberse expandido el ámbito de la psicología hacia arriba, el ‘superconsciente’ sigue siendo para ella tan ajeno como siempre; cuando encuentra algo que parece referirse a él, pretende anexionarlo sencillamente por asimilación con el ‘subconsciente’”.

          Por su parte Harold Bloom, el proteico crítico literario, considera al psicoanálisis como la última manifestación del chamanismo en Occidente (el chamán, como el analista, toma sobre sí la enfermedad del paciente para curarlo), y denuncia a Freud como un deudor malagradecido de su predecesor más directo: William Shakespeare.

          Bloom razona que el complejo de Edipo, la gran mitografía construida por Freud, es más bien el complejo de Hamlet, no solamente porque el héroe trágico de la tragedia de Sófocles mata a Layo, su padre, y desposa a Yocasta, su madre, sin saber todavía quiénes son ellos, sino porque la documentada frecuentación que Freud hace de Shakespeare a lo largo de toda su vida concluye en una mal asumida angustia de las influencias, un concepto elaborado por Bloom para describir el vínculo entre el predecesor canónico y su descendiente literario, quien lo lee para reinterpretarlo y agregarse él mismo a la suma de autoridades representada por el predecesor.

          Bloom habla de Freud el escritor y considera al psicoanálisis como literatura, por ello como afirma en un hermoso ensayo, ha venido enseñando en su cátedra que Freud es esencialmente Shakespeare en prosa, y que la visión de la psicología del médico austriaco se deriva de sus constantes lecturas del teatro del poeta isabelino. Para Bloom, William Shakespeare es el inventor del psicoanálisis y Sigmund Freud resulta solamente su codificador.

          “Existe una antigua tradición —escribe Bloom— que afirma que Shakespeare interpretó el papel del fantasma del padre de Hamlet en la primera producción de la obra. El psicoanálisis, en muchos aspectos una parodia reductora de Shakespeare, continúa siendo perseguido por el fantasma de Shakespeare, pues a éste se le podría considerar un tipo trascendental de psicoanálisis. Cuando sus personajes cambian, o se obligan a cambiar a base de oírse casualmente, profetizan la situación psicoanalítica en la que los pacientes se ven obligados a oírse a sí mismos en el contexto del análisis”.

          Así, las guerras civiles de la psique le fueron enseñadas a Freud mediante la apoteosis de la libertad y originalidad estéticas que hay en la obra del bardo inventor de lo humano y centro del canon occidental: William Shakespeare. De él aprendió la ambivalencia, el narcisismo y el cisma del yo, de él conoció la furia y la extrañeza que habitan la conciencia de las personas. Por esa razón de orden estético, Bloom propone no una crítica freudiana de Hamlet, de Macbeth, de Otelo o del rey Lear, en su opinión un mero empobrecimiento de esos caracteres paradigmáticos, sino una lectura shakesperiana del psicoanálisis de Freud.

      Luego entonces, si todo inconsciente quiere ser acontecimiento, según una de las célebres afirmaciones del legendario habitante de Bergasse 19, aquel apartamento vienés donde estuvo el diván más importante de la historia moderna, todavía hoy, más de siglo y medio después de su nacimiento, seguimos debatiendo a Sigmund Freud. 

Tomado de https://morfemacero.com/