Colaboraciones
Juan Carlos Cruz Rosas
A la memoria de Felícitas Martínez S. y
Teresa Bautista M.,
asesinadas el 7 de abril de 2008
Después de leer el periódico, confirmando el alevoso y cobarde atentado en contra de las mujeres triquis, recuerdo a Romina y me parece que su nostalgia por el futuro, que tantas veces descubrí en sus ojos, tiene la razón de un destino incierto, apresurado. La última vez que la vi, hace ya varios años, fue bajo un largo aguacero que anegaba las calles de la ciudad. Me refugiaba bajo un alero, enfrente al templo de Santo Domingo. Ella apareció entre la lluvia, brincando sobre los charcos, desdeñando el pavor de los demás por mojarse y quienes temían ensuciarse los zapatos o se cubrían con paraguas, mirándola con un dejo de lástima y de inadaptada. Me reconoció y sin perder la alegría se detuvo jugando con sus pies, que calzaban unas chanclas de hule, moviendo el agua acumulada en un charco cercano a donde me resguardaba.
—¿Dónde te has metido? ¿Por qué ya no has ido a visitarnos para tomarnos fotos? —me espetó sin rodeos, con la locuacidad que le había proporcionado el trato con turistas y las vivencias formativas de la calle.
Lucía un huipil que portaba con donaire a pesar de su corta edad —12 años—, y en una bolsa de plástico amarilla, las pulseritas tejidas que vendía. Su sonrisa franca no permitía medias palabras y poseía un especial encanto como un antídoto a la fatalidad de su estirpe.
—He estado realizando unos fotorreportajes fuera de la ciudad para una revista —le argumenté con la obligación que me atribuía su sincero interés y el gusto de encontrarla para conversar con ella, aunque fuese bajo este torrente.
—Hoy no he tenido buena venta y esta lluvia no me ayuda mucho. Pero me gusta —me dijo sin mostrar contrariedad—. ¿Traes tu cámara, verdad? ¡Tómame una foto así, empapada y en el charco!
Después del flashazo, se puso a mi lado y me pidió la cámara. “Ahora yo te voy a retratar, sonríe, no pongas esa carota de no sé qué”. Pulsó un par de veces más el botón disparando hacia el cielo y a la calle. “Luego me das estas fotos porque son mías” —adoptó a manera de juego una actitud seria y luego se rio libremente.
La lluvia no cesaba, lo que permitió a Romina preguntarme cómo se imprimían las imágenes que se guardaban en la cámara. Me confió que le gustaría ser fotógrafa para ir a retratar a la gente de su pueblo, a sus hermanos, sus montes, las fiestas, los animales, los huipiles que tejía su abuela. Sacó a colación lo de las almas que viajaban a cada país luego de que los turistas les tomaban fotos, por eso su mamá cobraba cada vez que le pedían ser retratada trabajando en el telar de cintura. Eso lo decía en tono de broma y festejaba mi cara de duda. Me pidió que le explicara nuevamente esa cosa de la transmigración que un día le platiqué a propósito de las aves que tanto le gustaban a ella, y su deseo de convertirse en un pájaro que volara por toda la Tierra.
—Según el budismo, el motor del universo no es un dios, sino la suma de los actos buenos o malos de cada uno de los hombres, y la reencarnación tendrá lugar en un sitio grato o ingrato, según haya sido el valor de lo realizado. Por lo cual esta religión afirma la eternidad e indestructibilidad de la materia elemental… los mundos se forman, se desarrollan, decaen y perecen eternamente para reconstruirse de nuevo, en semejanza con el alma —le enfaticé que, a partir de esta teoría, podía reencarnar en un animal de acuerdo a sus sentimientos, sus ideales y sus sueños.
Dubitativa, abrió grandes sus ojos de pestañas largas, su rostro moreno expresó un silencio de siglos. Extrajo de la bolsa de plástico, colocadas en un gancho con dos palos horizontales, las pulseritas y me las ofreció en venta porque tenía que llevar algunos pesos para la comida y con esta lluvia que no paraba. Me señaló dos pulseras que contenían tejidas, en morado y negro, una garza, y la otra un quetzal en rojo y blanco. Se las compré y se marchó bajo el agua que amainaba un poco no sin antes despedirnos en su lengua triqui, que ella misma me había enseñado:
—Agnia.
—Agnia, mete vada —me respondió sonriente.
Por alguna situación del azar que desconozco, a pesar de que he recorrido la ciudad por motivos de mi trabajo, no he vuelto a encontrarla. Hace años que el municipio removió al grupo de artesanos triquis que estaban situados atrás del exconvento de Santo Domingo y le he perdido la huella desde entonces. Recuerdo a Romina de la Luz encabezando una banda de pequeños triquis, entre vecinos, hermanos y primos, no mayores de 10 años, jugando en la explanada del templo dominico, acorralando a los turistas para ofrecerles sus mercancías tejidas, saludándome al verme y pidiéndome les disparara un chesco y unos churrumais.
Me describió su pueblo entre montañas, la tristeza de sus mujeres, el hambre y la violencia que las obliga a salir, a su abuela a la que visitaban tres veces al año: entre marzo y abril, durante el carnaval previo a Semana Santa, donde con la danza de los Chilolos recorren el pueblo, acompañados por la tambora, celebración que dura ocho días. En el mes de diciembre para las fiestas navideñas y en junio, los festejos del pueblo: San Juan Copala. Habitaban aquí, en la ciudad, en la Panorámica del Fortín donde compartían entre todos reducidos cuartos. Casa en triqui se dice be á y pueblo, khuma à, muertos, cha án o snan. Me pregunté si Romina sabría que en los años setenta a la primera organización independiente triqui (CLUB) que buscaba la autonomía, la aniquilaron en una terrible matanza —a niños, mujeres, ancianos, hombres— los gobiernos federal y estatal. A lo largo del tiempo los pueblos triquis han sido rehenes y víctimas de oscuros intereses políticos.
Ensayé en varias ocasiones con ella, sentados al borde de una jardinera del atrio, la pronunciación de las demás palabras que me enseñó. Apenas las recuerdo: kusta guía, buenos días; mete vada, buenas tardes: kusta tinuha, buenas noches; na á, agua; shní oha, niña; chaná a, mujer…
Mañana saldré a San Juan Copala, a realizar un fotorreportaje sobre las comunicadoras triquis asesinadas y su radio comunitaria. Aún tengo las fotografías de Romina de la Luz que nunca le di: en una de ellas, está brincando dentro de un charco con una sonrisa traviesa y el cabello escurrido, en otra aparezco yo con un gesto de asombro. Una más está desenfocada, mostrando el agua que corre por el suelo como una turbulencia, la última es una excelente toma: la lluvia contrastada nítidamente en el fondo gris oscuro del cielo, y en un tercer plano el remate de una cúpula del templo, donde está enhiesta una cruz con su veleta a la mitad del palo más largo. Guardo la esperanza de tropezarme un día con ella, imagino lo guapa que se habrá puesto ahora ya de joven, y seguramente va camino a convertirse en un ave, tal como lo deseaba, con ese espíritu de libertad y rebeldía para cambiar su triste destino. Me quiero hacer a la idea de que ella, junto con quienes han sido sacrificadas, encabezará una parvada de mujeres triquis elevándose por sus montañas, con sus huipiles coloridos, arrancándole a la tierra sus sueños.
Reviso en Internet y encuentro la frase de un spot grabado para Radio Copala por Felícitas y Teresa, antes de que las balas de un “cuerno de chivo” disparado por un sicario les cortara la vida: “Algunas personas piensan que somos muy jóvenes para saber… deberían saber que somos muy jóvenes para morir”. Me siento inútil accionando una cámara cuando sé que de nada sirve ante la embestida de la tragedia cotidiana, relamiendo siempre sus colmillos de la infamia. Imagino de pronto, que los telares de cintura de las mujeres triquis, en todas las plazas y rincones, tejerán sus alas, y unas muy grandes serán las de Romina.
Tomado de https://morfemacero.com/
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