En julio de 1998 Christopher Domínguez-Michael publicó en la revista Vuelta un desdeñoso artículo sobre la crítica literaria titulado “Elogio y vituperio del arte de la crítica”. La prestigiada publicación mensual había perdido la conducción de su fundador, Octavio Paz, quien falleció en abril de ese año, y a sus páginas no les quedaba mucho tiempo de vida: concluyó sus apariciones al siguiente agosto.
En su artículo de 1998, Domínguez-Michael hablaba del crítico como de un autor condenado a mantenerse en la segunda fila de los creadores literarios, y aun forzado a ejercer la repelente tarea de crítico de la realidad. Inclusive tachaba a críticos de “terroristas” como Jorge Aguilar Mora, quien se atrevió, durante la vida de Paz, a exhibirlo por su venalidad política.
Christopher Domínguez, en ese artículo, manifiesta la renuencia de un sector de la intelectualidad mexicana a entrar en debates de ideas, pues según su visión de la crítica, ésta no puede contribuir a modelar la realidad, sino, acaso, a herir vanidades (como la gran vanidad que caracterizó a Octavio Paz y caracteriza todavía a sus entenados).
“No creo —enfatiza Domínguez-Michael— que un crítico pueda, realmente, destruir una reputación. Logra hacer algo más peligroso: herir una vanidad. Los daños a la reputación son reparables. Pero los mordiscos a la vanagloria jamás cicatrizan, por más fasto que sea el destino mundano de la víctima. Y a mayor reconocimiento público, más duelen esas viejas y pequeñas heridas”.
Sin importar que el pontífice literario Paz hablase de la “pasión crítica”, para su entenado la crítica cumplía una función ingrata por molesta pero inevitable para mantener a raya las vanidades de los autores. Su descreimiento con respecto a la eficacia transformadora de la crítica apelaba a ejemplos de la limitada crítica mexicana y al de algún anticuado francés, como Saint-Beuve.
No aludía siquiera Domínguez-Michael a la crítica rigurosa y efectiva de autores como Edmund Wilson y Susan Sontag, en el medio anglosajón, o a la eficiente de autoras como Raquel Tibol o Teresa del Conde, por sólo citar un par de ejemplos latinoamericanos. Y, por cierto, Domínguez ni siquiera intentó aludir a las magistrales enseñanzas críticas de Jorge Luis Borges, Enrique Anderson Imbert o Ángel Rama. Inclusive se atrevió el resentido autor de Tiros en el concierto a calificar de “infames” a grandes creadores literarios como Eduardo Galeano y Mario Benedetti, poco reconocidos pero muy atendibles en su crítica literaria. Y en su crítica de la realidad sociopolítica, por supuesto.
Así, Christopher Domínguez prolongaba en su texto publicado en Vuelta la actitud despectiva de su valedor Paz, quien a lo largo de su vida evadió entrar en polémicas con críticos de su obra, al tiempo que se reservaba la potestad de criticar lo que le viniese en gana por su “pasión crítica”. Fiel a su sistema de contradicciones llamativas, Paz apelaba en sus sentencias a una noción de crítica contaminada con visceralidad: crítica fundada en arrebatos antes que en raciocinio o análisis (como la que Paz hizo firmar a Enrique Krauze para atacar a Carlos Fuentes en 1988).
Quizá porque los “principales” representantes de la intelectualidad mexicana sostuvieron y aún sostienen tan soberbio desprecio por la crítica, sus seguidores —que en México no son pocos— actúan con similar desdén a la hora de participar en debates que debieran ser guiados por el raciocinio, y se convierten en competencia para el lanzamiento de lodo, de inmundicia. Y si los “intelectuales” demuestran tal aversión a las reglas de la discusión crítica, en una sociedad que se perturba ante análisis estrictos, ¿cómo pedir a actores políticos seriedad y compromiso en un debate?
El segundo debate por la presidencia de la república entre Jorge Álvarez Máynez, Xóchitl Gálvez y Claudia Sheinbaum se trató principalmente de una fallida competencia para lanzar lodo e inmundicia, empujada por la candidata de la cleptocracia, la rijosa y vacía Gálvez.
Prudente, la candidata Sheinbaum evitó enfrascarse en el lanzamiento de lodo, aunque no dudó en llamar corrupta a la cuestionada Gálvez. Álvarez Máynez también evitó los tortazos de lodo que la representante de la cleptocracia lanzaba con tanto frenesí como mal tino, convirtiendo el debate en una pobre imitación de las risibles guerras de pasteles de Laurel y Hardy.
El problema de lanzar lodo en un terreno donde debieran contrastarse propuestas, ideas y argumentos, es que el piso se vuelve resbaladizo y puede manchar a quienes no esperan transitar por un lodazal. Quien arroja lodo puede manchar a más de uno; sin embargo, quien se mancha ineludiblemente es quien primero recurre a la inmundicia para arrojarla.
Inclusive cuando un proyectil de inmundicia le atina a una víctima desprevenida, ésta puede optar por la digna reacción que consigna Borges en un pasaje de su Arte de injuriar: «A un caballero, en una discusión teológica o literaria, le arrojaron en la cara un vaso de vino. El agredido no se inmutó y dijo al ofensor: “Esto, señor, es una digresión, espero su argumento”».
En el debate presidencial del domingo 28 de abril de este año, La candidata Sheinbaum esquivó los tiros de lodo de su oponente Gálvez y ni siquiera le exigió argumentos. Actitud estoica no recomendable, pues estimula a quien arroja inmundicia a dejar el piso enlodado. Es necesario exigir que los debates se efectúen con argumentos y cuestionamientos válidos, no con lodo.
Debatirse en el lodo es a lo que se han habituado los integrantes de la cleptocracia que hoy encabeza Xóchitl Gálvez. Un espectáculo lamentable e irritante que no debe continuar, a riesgo de que la inmundicia en que patinan estos personajes comience a infectar la vida nacional. Y mientras tanto, se atascan en lodo las urgentes respuestas que están obligadas a dar las candidatas presidenciales y las autoridades todas, para problemas vitales como la escasez acuciante de agua, de vivienda y de seguridad.
En julio de 1998 Christopher Domínguez-Michael publicó en la revista Vuelta un desdeñoso artículo sobre la crítica literaria titulado “Elogio y vituperio del arte de la crítica”. La prestigiada publicación mensual había perdido la conducción de su fundador, Octavio Paz, quien falleció en abril de ese año, y a sus páginas no les quedaba mucho tiempo de vida: concluyó sus apariciones al siguiente agosto.
En su artículo de 1998, Domínguez-Michael hablaba del crítico como de un autor condenado a mantenerse en la segunda fila de los creadores literarios, y aun forzado a ejercer la repelente tarea de crítico de la realidad. Inclusive tachaba a críticos de “terroristas” como Jorge Aguilar Mora, quien se atrevió, durante la vida de Paz, a exhibirlo por su venalidad política.
Christopher Domínguez, en ese artículo, manifiesta la renuencia de un sector de la intelectualidad mexicana a entrar en debates de ideas, pues según su visión de la crítica, ésta no puede contribuir a modelar la realidad, sino, acaso, a herir vanidades (como la gran vanidad que caracterizó a Octavio Paz y caracteriza todavía a sus entenados).
“No creo —enfatiza Domínguez-Michael— que un crítico pueda, realmente, destruir una reputación. Logra hacer algo más peligroso: herir una vanidad. Los daños a la reputación son reparables. Pero los mordiscos a la vanagloria jamás cicatrizan, por más fasto que sea el destino mundano de la víctima. Y a mayor reconocimiento público, más duelen esas viejas y pequeñas heridas”.
Sin importar que el pontífice literario Paz hablase de la “pasión crítica”, para su entenado la crítica cumplía una función ingrata por molesta pero inevitable para mantener a raya las vanidades de los autores. Su descreimiento con respecto a la eficacia transformadora de la crítica apelaba a ejemplos de la limitada crítica mexicana y al de algún anticuado francés, como Saint-Beuve.
No aludía siquiera Domínguez-Michael a la crítica rigurosa y efectiva de autores como Edmund Wilson y Susan Sontag, en el medio anglosajón, o a la eficiente de autoras como Raquel Tibol o Teresa del Conde, por sólo citar un par de ejemplos latinoamericanos. Y, por cierto, Domínguez ni siquiera intentó aludir a las magistrales enseñanzas críticas de Jorge Luis Borges, Enrique Anderson Imbert o Ángel Rama. Inclusive se atrevió el resentido autor de Tiros en el concierto a calificar de “infames” a grandes creadores literarios como Eduardo Galeano y Mario Benedetti, poco reconocidos pero muy atendibles en su crítica literaria. Y en su crítica de la realidad sociopolítica, por supuesto.
Así, Christopher Domínguez prolongaba en su texto publicado en Vuelta la actitud despectiva de su valedor Paz, quien a lo largo de su vida evadió entrar en polémicas con críticos de su obra, al tiempo que se reservaba la potestad de criticar lo que le viniese en gana por su “pasión crítica”. Fiel a su sistema de contradicciones llamativas, Paz apelaba en sus sentencias a una noción de crítica contaminada con visceralidad: crítica fundada en arrebatos antes que en raciocinio o análisis (como la que Paz hizo firmar a Enrique Krauze para atacar a Carlos Fuentes en 1988).
Quizá porque los “principales” representantes de la intelectualidad mexicana sostuvieron y aún sostienen tan soberbio desprecio por la crítica, sus seguidores —que en México no son pocos— actúan con similar desdén a la hora de participar en debates que debieran ser guiados por el raciocinio, y se convierten en competencia para el lanzamiento de lodo, de inmundicia. Y si los “intelectuales” demuestran tal aversión a las reglas de la discusión crítica, en una sociedad que se perturba ante análisis estrictos, ¿cómo pedir a actores políticos seriedad y compromiso en un debate?
El segundo debate por la presidencia de la república entre Jorge Álvarez Máynez, Xóchitl Gálvez y Claudia Sheinbaum se trató principalmente de una fallida competencia para lanzar lodo e inmundicia, empujada por la candidata de la cleptocracia, la rijosa y vacía Gálvez.
Prudente, la candidata Sheinbaum evitó enfrascarse en el lanzamiento de lodo, aunque no dudó en llamar corrupta a la cuestionada Gálvez. Álvarez Máynez también evitó los tortazos de lodo que la representante de la cleptocracia lanzaba con tanto frenesí como mal tino, convirtiendo el debate en una pobre imitación de las risibles guerras de pasteles de Laurel y Hardy.
El problema de lanzar lodo en un terreno donde debieran contrastarse propuestas, ideas y argumentos, es que el piso se vuelve resbaladizo y puede manchar a quienes no esperan transitar por un lodazal. Quien arroja lodo puede manchar a más de uno; sin embargo, quien se mancha ineludiblemente es quien primero recurre a la inmundicia para arrojarla.
Inclusive cuando un proyectil de inmundicia le atina a una víctima desprevenida, ésta puede optar por la digna reacción que consigna Borges en un pasaje de su Arte de injuriar: «A un caballero, en una discusión teológica o literaria, le arrojaron en la cara un vaso de vino. El agredido no se inmutó y dijo al ofensor: “Esto, señor, es una digresión, espero su argumento”».
En el debate presidencial del domingo 28 de abril de este año, La candidata Sheinbaum esquivó los tiros de lodo de su oponente Gálvez y ni siquiera le exigió argumentos. Actitud estoica no recomendable, pues estimula a quien arroja inmundicia a dejar el piso enlodado. Es necesario exigir que los debates se efectúen con argumentos y cuestionamientos válidos, no con lodo.
Debatirse en el lodo es a lo que se han habituado los integrantes de la cleptocracia que hoy encabeza Xóchitl Gálvez. Un espectáculo lamentable e irritante que no debe continuar, a riesgo de que la inmundicia en que patinan estos personajes comience a infectar la vida nacional. Y mientras tanto, se atascan en lodo las urgentes respuestas que están obligadas a dar las candidatas presidenciales y las autoridades todas, para problemas vitales como la escasez acuciante de agua, de vivienda y de seguridad.
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