Culturas impopulares
Jorge Pech Casanova
Antes de que se declarase la guerra civil estadounidense y ocurriese la intervención francesa en México, Benito Juárez buscaba una buena relación con los Estados Unidos por la necesidad de reconocimiento internacional y de recabar recursos para su gobierno. Tanta era la urgencia del gobierno juarista, que estuvo a punto de entregar una riesgosa concesión a ese país mediante el tratado McLane-Ocampo en 1859.
Afortunadamente ese acuerdo nunca surtió efecto, pues concedía a los ciudadanos y bienes de los Estados Unidos un derecho de tránsito a perpetuidad por el istmo de Tehuantepec. También permitía la participación del ejército estadounidense para “ayudar a la defensa de los puertos y las rutas ístmicas”; e inclusive autorizaba al ejército extranjero a actuar sin previo consentimiento para proteger la vida o las propiedades de ciudadanos de los Estados Unidos “en caso excepcional de peligro imprevisto o inminente”.
Eso reseña la Comisión Nacional de los Derechos Humanos en cuanto al Tratado McLane-Ocampo, aclarando que las condiciones de este acuerdo respondían a la compleja realidad del momento, pues la nación mexicana estaba sumida en la guerra civil que declararon los conservadores al gobierno liberal desde 1857, la llamada Guerra de Reforma. El gobierno juarista preveía que, al entrar en vigor el acuerdo, obtendría automáticamente el apoyo militar estadounidense. Sin embargo, la guerra de secesión que se desató en Estados Unidos de 1861 a 1865 impidió el cumplimiento del acuerdo.
Los estadounidenses no conservaron mayor recuerdo de Juárez, puesto que su virtual cesión del territorio mexicano nunca se llevó a efecto. Sin embargo, cuando Wilhelm Dieterle recibió el encargo de hacer otra de sus exitosas películas biográficas en 1939, después de filmar Pasteur (1936) y La vida de Émile Zola (1937), el exiliado alemán decidió contar la historia de Benito Juárez y su lucha contra Napoleón III como un reflejo de la lucha contra el nazismo y la dictadura de Hitler, de la cual habían escapado el cineasta y su guionista, Wolfgang Reinhardt.
En consecuencia, el Juárez filmado por Dieterle con guion de Aeneas MacKenzie, John Huston y Reinhardt se convirtió en un manifiesto contra las tiranías, favoreciendo la épica mexicana. Sin embargo, al presentar a Maximiliano como un idealista embaucado por el tirano francés que oprimió a México, Dieterle y Reinhardt le dieron al que debía ser un personaje secundario el papel de héroe trágico, dejando a Juárez en un poco airoso tercer lugar, pues en el argumento lo rebasa la figura de Porfirio Díaz como guerrillero irreductible.
Dieterle se basó en la biografía Corona fantasma de Bertita Harding y en la obra teatral Juárez y Maximiliano de Franz Werfel para elaborar los personajes de su película. No pudo conocer la monumental biografía que preparaba Ralph Roeder y sería publicada en inglés hasta 1947, pero al parecer tampoco le importó consultar fuentes mexicanas sobre su mexicanísimo protagonista. La visión austrohúngara de Werfel, favorable por supuesto a Maximiliano y su esposa Carlota, así como la propensión nobiliaria de Harding, alemana transterrada a América, tampoco podían augurar mucha simpatía por el benemérito liberal.
Paul Muni, el gran actor austrohúngaro que protagonizó Cara cortada de Howard Hawks, recibió el encargo de interpretar a Juárez, pues Dieterle lo había empleado previamente para encarnar a Émile Zola y a Louis Pasteur en muy exitosos filmes biográficos. Pero en vez de interpretar a un hombre, Muni encarnó un personaje estatuario que recuerda al Golem, el monstruo de barro que personificó Paul Waeggener.
Para mostrar el lado humano de Juárez, a Dieterle y sus guionistas no se les ocurrió mejor recurso que hacer del benemérito un admirador de Abraham Lincoln, cuyo retrato lleva de un alojamiento a otro el presidente nómada como si fuera el de su esposa o de sus hijos. Y en cierto momento, cuando le anuncian el asesinato del barbado unionista, Juárez se conmueve y rinde homenaje al mandatario norteño (con quien nunca se encontró en persona ni tuvo comunicación por escrito).
En cambio, Maximiliano va cobrando altura conforme la cinta progresa. De ingenuo embaucado por Luis Napoleón III para usurpar el imperio mexicano, el descendiente de los Habsburgo se vuelve estadista ejemplar. En una imposible entrevista con Porfirio Díaz prisionero, le inculca las ventajas de la monarquía como sistema de gobierno:
“Lo único que nos separa es una palabra, general Díaz”, expone Brian Aherne, en el papel del emperador, a John Garfield maquillado con piel morena para encarnar al joven Porfirio: “En lo demás, Juárez y yo estamos de acuerdo. Una única palabra. Democracia. Convengo, con Juárez, que en teoría es el sistema ideal. En la práctica, un gobierno del pueblo puede ser el gobierno de la chusma. Una chusma que sigue siempre al demagogo que más le promete. Y contra eso, sólo un monarca puede proteger al Estado. Porque un presidente es un político y se debe a su partido. Pero un rey está por encima de los partidos”.
Para ilustrar las desventajas de la democracia, el príncipe Habsburgo abunda en su explicación al guerrillero cautivo:
“Un presidente puede ser pobre y dejarse llevar por la tentación. Pero un rey, puesto que lo tiene todo, no desea nada. Napoleón no es un verdadero monarca ni tampoco un aristócrata. Los reyes han nacido para sus tronos. Napoleón ciñó la corona de Francia por la fuerza. Es un dictador, y los dictadores no gobiernan con justicia, sino con desprecio. Esa es la diferencia con un rey que es rey. Una mayor obligación recae sobre quienes recibieron la corona en la cuna. La obligación de defender su propio honor, que es el de sus antepasados, y el honor de quienes deben sucederlo”.
La actuación de Bette Davis como la emperatriz Carlota Amelia refuerza en la película de Dieterle la figura romántica de Maximiliano, sobre todo en una escena en que acude a increpar a Luis Napoleón por retirar apoyo bélico a Maximiliano. Antes, la escena en que emperador y emperatriz, recién llegados a México, escuchan La Paloma de Sebastián de Iradier y Salaverri, es una de las más sentidas, ubicando a ambos personajes como esenciales.
Al final, cuando a Maximiliano le comunican que Juárez ha ordenado fusilarlo junto con Miramón y Mejía, el destronado tiene el estoicismo de reconocer que el presidente es honrado y por ello lo condena a muerte, en vez de buscar el aplauso fácil perdonándole la vida. Tal ecuanimidad acrecienta la figura de Maximiliano y deja íntegro a Juárez, aunque antipático.
Dieterle y los productores de su cinta biográfica no lograron conmover a los mexicanos para ponerlos en contra de Hitler y Mussolini. Con su elogio al fallido emperador, con la ridícula devoción de Juárez hacia Lincoln, acaso lograron encender la animosidad que nuestros connacionales profesan a Estados Unidos desde 1847. Sin embargo, en la segunda guerra mundial, México se plegó a los aliados con su alado Escuadrón 201.
Décadas más tarde, la errónea concepción sobre la amistad y la correspondencia entre Lincoln y Juárez persistía en el imaginario de los gobiernos estadounidense y mexicano, cuando el presidente Lyndon B. Johnson develó en 1966, ante Gustavo Díaz Ordaz, una estatua de Lincoln obsequiada a México para conmemorar su independencia.
Tras de esa solemnidad, el historiador Leonard Gordon publicó en 1968 un artículo (Lincoln and Juárez—A Brief Reassessment of Their Relationship) en el que desmintió la cercanía entre Lincoln y Juárez, enfatizando: “no fueron amigos personales, nunca se encontraron ni cartearon. Cualquier similitud que haya habido fue un parecido circunstancial en personalidad y carrera, atribuida no por sus contemporáneos, sino por autores postreros”.
Quienes sí sostenían una secreta, letal vinculación, eran Johnson y Díaz Ordaz; no sólo porque el mexicano recibía un pago de la Agencia Central de Inteligencia para proporcionar informes secretos sobre nuestra nación, sino porque Johnson emergía del asesinato del presidente John F. Kennedy, que acaso encubrió, y su par se aprestaba a cometer la matanza de Tlatelolco, el 2 de octubre del año en que Leonard Gordon publicó el desmentido de la correspondencia de Juárez con Lincoln.
Tomado de https://morfemacero.com/
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