Vista al patio (final)

Vista al patio (final)

Colaboraciones

Antonio Pacheco

En la entrada de una tienda próxima, tres hombres conversan también sin protección. En la calle hay varios autos circulando. «¿Fue en la primaria? La Nati me dijo que no habría clases y no fui, y al rato voy viendo a los chamacos que regresaban de la escuela». Pasa de largo la rosticería en la colonia. El sol le quema la piel; le calienta el pelo bajo el gorro. Siente los pies entumecidos, pesados. El sudor se acumula alrededor de sus labios. Mira gente en las aceras, sobre bicicletas, bajando del puente, en el puente, formada frente al mostrador de la rosticería del periférico. No se detiene. «¿Es que, así como fui la única que no asistió aquel día a la escuela, soy la única que ha estado encerrada todo este tiempo?». También hay gente en el Parque del Amor y, lo ve a través de las ventanillas, en los camiones del transporte público, donde además de los que viajan sentados, van otros de pie. La mayoría con cubrebocas. Se quita el suyo, harta de respirar su propio aliento viciado. Un malestar le hace saber que está apretando de más los dientes. Dobla a su izquierda, sobre Nuño del Mercado. Se embarra el sudor de los labios en el dorso de la mano y vuelve a ponerse el cubrebocas. Conforme avanza, siente la mandíbula endurecida otra vez al comprobar que la Central vive un día de plaza cualquiera. En uno de los locales, sin detenerse, mira un televisor encendido. Rodrigo Rentería y otros conductores ensayan pasos de baile entre grandes risotadas. «No parecen, son siempre tan felices. ¿Y cómo no, si los protege ese cristal?». 

—¡Veneranda! —Escucha en el cruce de calles donde inician las largas filas de puestos. Es la joven que atiende un negocio de ropa cerca de los molinos—. ¿Por qué ya no volviste?

—¿Al trabajo? Porque todavía no abren, ¿por qué más? —responde sin tratar de suavizar su tono de voz. Da paso a uno de los taxis colectivos que hizo sonar el claxon.

—Pero si nada más cerraron unos días, pensé que habías renunciado.

Quiere contarle que su patrón le mintió, pero la detiene imaginar la lástima, o la risa, que podría provocar en la otra. El olor a lodo proveniente del río Atoyac le invade la nariz pese al propileno que la cubre.

—De todos modos, yo le dije al señor que no sabía si iba a volver —dice y de último momento decide no fingir la sonrisa.

—¿Y te dieron algo de gratificación por los años que estuviste?

La deja esperando la respuesta y continúa a paso lento. Una mujer le roza las piernas con sus morrales de los que asoman tallos de verduras, y un hombre con un mandil de mezclilla la empuja casi al tiempo que le ofrece disculpas. «Cuánta gente con sus bolsas llenas. ¿Y yo?, pensando que era un lujo comerme un pedazo de pollo. Y yo que llevo no sé cuánto tiempo encerrada sin comerme ni un plátano, y que, además, aunque traigo para comprármelo, no me lo voy a comprar porque, ahora más que nunca, tengo que cuidar lo poco que me queda. Y yo que voy a volver por donde vine a encerrarme otra vez y ya no sé si porque le tengo miedo a la chingadera esa o porque soy una pendeja. No, no soy yo la que está mal, son ellos».

—¡Pinche gente irresponsable, por su culpa vamos a tardar más en salir de esto! —dice fuerte. 

Advierte miradas sobre ella un instante.

—¿Qué dijo? —Escucha que pregunta una mujer detrás de un canasto con limones a otra detrás de un tablón con quelites.

—Que somos unas pinches viejas irresponsables, pero quién sabe por qué —responde la otra—. Tal vez porque nos dispusimos a que mejor nos matara la enfermedad y no el hambre.

Veneranda continúa alejándose, pero alcanza a escuchar a la de los limones.

—¡A la pendeja la ha de mantener su macho o el gobierno, por eso está toda tripona!

Con pasos largos se dirige a la cancha de basquetbol atrás de los puestos de frutas. Revisa que no haya nadie cerca, saca el teléfono de su seno y le marca a Lucha. 

—¡Hija de la chingada! —le grita apenas la escucha responder.

—¿Y ora? —pregunta la voz del otro lado, en medio de la risa.

—Tú sabías que yo había pedido un café y un pay nada más.

—¿De qué hablas, manita? —dice Lucha, se oye ri sueña todavía.

—De que eres una culera. Ese día en el restaurante dijiste que dividiéramos la cuenta entre todos y ustedes tragaron más.

—¿Hablas en serio? —Lucha ya no ríe.

—Sí, encajosa. Sabías que lo mío era menos, pero te valió madres y me hiciste pagar ciento ochenta pesos más. Y todavía tuviste el descaro, el descaro, Lucha, de decir que había que volver.

—Ay, Veneranda, pues nos lo hubieras dicho. 

—Sí, cómo no, ¿para que se burlaran de mí?

—Nadie se hubiera burlado, Veneranda, pero tranquila, de que pase todo esto yo te llevo tus doscientos de diferencia.

—¡Ciento ochenta, Lucha, fueron ciento ochenta!

—Bueno, yo te llevo doscientos, no hay problema.

—Claro, no tienes problema en darme ciento ochenta o doscientos, ¡pero ese día te valió culo si los tenía o no!

—Ay, manita, tengo que colgar porque estoy viendo una peli. Luego paso a dejarte tu dinero, ¿va? Bye.

        Otra vez el dolor en la dentadura cede en cuanto relaja la mandíbula. Su respiración sigue agitada y percibe una mezcla de olores ácidos. La pantalla del teléfono, tras un parpadeo, se oscurece. Vuelve a guardarlo en su seno. La esquina del aparato le golpea fuerte la carne. Se arranca el gorro y los lentes, se acomoda de un tirón el cubrebocas, sale de la cancha y, abriéndose paso a empujones, camina entre vendedores ambulantes que gritan sus ofertas y marchantes que avanzan apretujados entre coloridos toldos de lonas bajo el azul del cielo.

Fragmento del libro Afuera está el abismo, que se presentará el 16 de mayo en Espacio Cultural Casa Bestia con la participación del autor, la editora Nalley Tello Méndez, la escritora Liana Pacheco, Aidé Sánchez y el pintor Hugo Tovar.

Un mundo que suele ser invisible

Jorge Pech Casanova

En Oaxaca, desde las publicaciones de editoriales independientes (sin relación alguna con empresas que así se apodan pese a recibir subsidios millonarios del gobierno), una corriente de nuevos narradores reconfigura el mapa de la escritura creativa en ese estado, al cual se insiste en considerar despojado de una literatura propia.

Una voz destacada en ese grupo de nuevos narradores es Antonio Pacheco, autor que publicó su primera novela, Centraleros, en 2021. Un año antes había publicado su primer libro de cuentos, titulado Sol de agosto.

En este año, con el sello de Almácigo Ediciones, Antonio Pacheco da a conocer un nuevo volumen de narraciones, Afuera está el abismo, que el autor prefiere considerar historias antes que cuentos. En estos relatos, de realismo palmario, destaca la recreación de personajes marginales o marginados en una sociedad vulnerada por la violencia, la discriminación y los apuros económicos.

Los personajes de estos relatos se dirigen a su propia aniquilación o al estancamiento en situaciones de soledad, fracaso o marginación. En un momento en que la propaganda política se dirige a hacer invisible la existencia de una población en crisis por el desamparo económico y afectivo, Afuera está el abismo nos urge a empatizar con las personas afectadas por esa realidad de las sociedades contemporáneas.

Con los temas y los personajes que recrea, «Afuera está el abismo» se convierte en un libro de inusual apertura a un mundo que suele ser invisibilizado. Aunque se adentra en ambientes sórdidos o desoladores, la comprensión hacia los personajes evita que el volumen se enfrasque en los clichés, las visiones unívocas y el regodeo en aspectos repelentes de un sector social cuya representación en la narrativa mexicana suele ser un estereotipo.

Antonio Pacheco Zárate nació en 1974. Es originario de Santa Catarina Juquila, Oaxaca. Escritor autodidacta, amplió su formación en foros literarios de internet y el Colectivo Cuenteros. Sus cuentos se han publicado en periódicos locales, revistas, portales literarios y en diversas antologías.

Tomado del libro de reciente aparición Afuera está el abismo, ofrecemos el final de la historia «Vista al patio», cáustico atisbo a la vida de una mujer marginada por su apariencia física y por el aislamiento forzoso decretado durante la pandemia de Covid. Empleada de una tortillería, la protagonista es enviada a su casa “hasta nuevo aviso”. Se recluye en su departamento donde se entrega a una existencia solitaria, paliada por sus fantaseos, hasta que la necesidad la obliga a salir al mundo exterior. Allí encontrará una realidad que la tomará por sorpresa.

Tomado de https://morfemacero.com/

Colaboraciones

Antonio Pacheco

En la entrada de una tienda próxima, tres hombres conversan también sin protección. En la calle hay varios autos circulando. «¿Fue en la primaria? La Nati me dijo que no habría clases y no fui, y al rato voy viendo a los chamacos que regresaban de la escuela». Pasa de largo la rosticería en la colonia. El sol le quema la piel; le calienta el pelo bajo el gorro. Siente los pies entumecidos, pesados. El sudor se acumula alrededor de sus labios. Mira gente en las aceras, sobre bicicletas, bajando del puente, en el puente, formada frente al mostrador de la rosticería del periférico. No se detiene. «¿Es que, así como fui la única que no asistió aquel día a la escuela, soy la única que ha estado encerrada todo este tiempo?». También hay gente en el Parque del Amor y, lo ve a través de las ventanillas, en los camiones del transporte público, donde además de los que viajan sentados, van otros de pie. La mayoría con cubrebocas. Se quita el suyo, harta de respirar su propio aliento viciado. Un malestar le hace saber que está apretando de más los dientes. Dobla a su izquierda, sobre Nuño del Mercado. Se embarra el sudor de los labios en el dorso de la mano y vuelve a ponerse el cubrebocas. Conforme avanza, siente la mandíbula endurecida otra vez al comprobar que la Central vive un día de plaza cualquiera. En uno de los locales, sin detenerse, mira un televisor encendido. Rodrigo Rentería y otros conductores ensayan pasos de baile entre grandes risotadas. «No parecen, son siempre tan felices. ¿Y cómo no, si los protege ese cristal?». 

—¡Veneranda! —Escucha en el cruce de calles donde inician las largas filas de puestos. Es la joven que atiende un negocio de ropa cerca de los molinos—. ¿Por qué ya no volviste?

—¿Al trabajo? Porque todavía no abren, ¿por qué más? —responde sin tratar de suavizar su tono de voz. Da paso a uno de los taxis colectivos que hizo sonar el claxon.

—Pero si nada más cerraron unos días, pensé que habías renunciado.

Quiere contarle que su patrón le mintió, pero la detiene imaginar la lástima, o la risa, que podría provocar en la otra. El olor a lodo proveniente del río Atoyac le invade la nariz pese al propileno que la cubre.

—De todos modos, yo le dije al señor que no sabía si iba a volver —dice y de último momento decide no fingir la sonrisa.

—¿Y te dieron algo de gratificación por los años que estuviste?

La deja esperando la respuesta y continúa a paso lento. Una mujer le roza las piernas con sus morrales de los que asoman tallos de verduras, y un hombre con un mandil de mezclilla la empuja casi al tiempo que le ofrece disculpas. «Cuánta gente con sus bolsas llenas. ¿Y yo?, pensando que era un lujo comerme un pedazo de pollo. Y yo que llevo no sé cuánto tiempo encerrada sin comerme ni un plátano, y que, además, aunque traigo para comprármelo, no me lo voy a comprar porque, ahora más que nunca, tengo que cuidar lo poco que me queda. Y yo que voy a volver por donde vine a encerrarme otra vez y ya no sé si porque le tengo miedo a la chingadera esa o porque soy una pendeja. No, no soy yo la que está mal, son ellos».

—¡Pinche gente irresponsable, por su culpa vamos a tardar más en salir de esto! —dice fuerte. 

Advierte miradas sobre ella un instante.

—¿Qué dijo? —Escucha que pregunta una mujer detrás de un canasto con limones a otra detrás de un tablón con quelites.

—Que somos unas pinches viejas irresponsables, pero quién sabe por qué —responde la otra—. Tal vez porque nos dispusimos a que mejor nos matara la enfermedad y no el hambre.

Veneranda continúa alejándose, pero alcanza a escuchar a la de los limones.

—¡A la pendeja la ha de mantener su macho o el gobierno, por eso está toda tripona!

Con pasos largos se dirige a la cancha de basquetbol atrás de los puestos de frutas. Revisa que no haya nadie cerca, saca el teléfono de su seno y le marca a Lucha. 

—¡Hija de la chingada! —le grita apenas la escucha responder.

—¿Y ora? —pregunta la voz del otro lado, en medio de la risa.

—Tú sabías que yo había pedido un café y un pay nada más.

—¿De qué hablas, manita? —dice Lucha, se oye ri sueña todavía.

—De que eres una culera. Ese día en el restaurante dijiste que dividiéramos la cuenta entre todos y ustedes tragaron más.

—¿Hablas en serio? —Lucha ya no ríe.

—Sí, encajosa. Sabías que lo mío era menos, pero te valió madres y me hiciste pagar ciento ochenta pesos más. Y todavía tuviste el descaro, el descaro, Lucha, de decir que había que volver.

—Ay, Veneranda, pues nos lo hubieras dicho. 

—Sí, cómo no, ¿para que se burlaran de mí?

—Nadie se hubiera burlado, Veneranda, pero tranquila, de que pase todo esto yo te llevo tus doscientos de diferencia.

—¡Ciento ochenta, Lucha, fueron ciento ochenta!

—Bueno, yo te llevo doscientos, no hay problema.

—Claro, no tienes problema en darme ciento ochenta o doscientos, ¡pero ese día te valió culo si los tenía o no!

—Ay, manita, tengo que colgar porque estoy viendo una peli. Luego paso a dejarte tu dinero, ¿va? Bye.

        Otra vez el dolor en la dentadura cede en cuanto relaja la mandíbula. Su respiración sigue agitada y percibe una mezcla de olores ácidos. La pantalla del teléfono, tras un parpadeo, se oscurece. Vuelve a guardarlo en su seno. La esquina del aparato le golpea fuerte la carne. Se arranca el gorro y los lentes, se acomoda de un tirón el cubrebocas, sale de la cancha y, abriéndose paso a empujones, camina entre vendedores ambulantes que gritan sus ofertas y marchantes que avanzan apretujados entre coloridos toldos de lonas bajo el azul del cielo.

Fragmento del libro Afuera está el abismo, que se presentará el 16 de mayo en Espacio Cultural Casa Bestia con la participación del autor, la editora Nalley Tello Méndez, la escritora Liana Pacheco, Aidé Sánchez y el pintor Hugo Tovar.

Un mundo que suele ser invisible

Jorge Pech Casanova

En Oaxaca, desde las publicaciones de editoriales independientes (sin relación alguna con empresas que así se apodan pese a recibir subsidios millonarios del gobierno), una corriente de nuevos narradores reconfigura el mapa de la escritura creativa en ese estado, al cual se insiste en considerar despojado de una literatura propia.

Una voz destacada en ese grupo de nuevos narradores es Antonio Pacheco, autor que publicó su primera novela, Centraleros, en 2021. Un año antes había publicado su primer libro de cuentos, titulado Sol de agosto.

En este año, con el sello de Almácigo Ediciones, Antonio Pacheco da a conocer un nuevo volumen de narraciones, Afuera está el abismo, que el autor prefiere considerar historias antes que cuentos. En estos relatos, de realismo palmario, destaca la recreación de personajes marginales o marginados en una sociedad vulnerada por la violencia, la discriminación y los apuros económicos.

Los personajes de estos relatos se dirigen a su propia aniquilación o al estancamiento en situaciones de soledad, fracaso o marginación. En un momento en que la propaganda política se dirige a hacer invisible la existencia de una población en crisis por el desamparo económico y afectivo, Afuera está el abismo nos urge a empatizar con las personas afectadas por esa realidad de las sociedades contemporáneas.

Con los temas y los personajes que recrea, «Afuera está el abismo» se convierte en un libro de inusual apertura a un mundo que suele ser invisibilizado. Aunque se adentra en ambientes sórdidos o desoladores, la comprensión hacia los personajes evita que el volumen se enfrasque en los clichés, las visiones unívocas y el regodeo en aspectos repelentes de un sector social cuya representación en la narrativa mexicana suele ser un estereotipo.

Antonio Pacheco Zárate nació en 1974. Es originario de Santa Catarina Juquila, Oaxaca. Escritor autodidacta, amplió su formación en foros literarios de internet y el Colectivo Cuenteros. Sus cuentos se han publicado en periódicos locales, revistas, portales literarios y en diversas antologías.

Tomado del libro de reciente aparición Afuera está el abismo, ofrecemos el final de la historia «Vista al patio», cáustico atisbo a la vida de una mujer marginada por su apariencia física y por el aislamiento forzoso decretado durante la pandemia de Covid. Empleada de una tortillería, la protagonista es enviada a su casa “hasta nuevo aviso”. Se recluye en su departamento donde se entrega a una existencia solitaria, paliada por sus fantaseos, hasta que la necesidad la obliga a salir al mundo exterior. Allí encontrará una realidad que la tomará por sorpresa.

Tomado de https://morfemacero.com/