Villanos y aristócratas, la fascinación por los ladrones de guante blanco

Son el reverso de Sherlock Holmes y contemporáneos a él: ladrones de guante blanco, estafadores y falsificadores. La antología 'Villanos victorianos' resucita a los más sofisticados delincuentes de ficción Leer#ExpresionSonoraNoticias Tomado de http://estaticos.elmundo.es/elmundo/rss/cultura...

Literatura

Actualizado Miércoles,
12
mayo
2021

01:43

Son el reverso de Sherlock Holmes y contemporáneos a él: ladrones de guante blanco, estafadores y falsificadores. La antología ‘Villanos victorianos’ resucita a los más sofisticados delincuentes de ficción

Cubierta de un libro de A. J. Raffles.

Ladrones de guante blanco, refinados falsificadores o aristócratas simplemente aburridos. Aunque a finales del XIX la Inglaterra victoriana clamaba por resucitar a Sherlock Holmes, al que su autor, Arthur Conan-Doyle, había precipitado al fondo de las cataratas de Reichenbach (Suiza), había otro tipo de antihéroe que hacía las delicias del público: el villano sofisticado. Como el Arsène Lupin de Maurice Leblanc que conquistó toda Francia (y ahora su sucesor del nuevo milenio lo hace en Netflix), el reverso de Sherlock Holmes es prácticamente un subgénero literario y el escritor Michael Sims recopila a una decena de malos no tan malos en la antología Villanos victorianos (Siruela).

Esos villanos victorianos o «sinvergüenzas encantadores», como les denomina Sims, son el precedente del antihéroe canalla, incluso de los superhéroes descarriados como Joker. Y uno de sus principales modelos es A. J. Raffles, experto jugador de críquet y ladrón de cajas fuertes, un gentelman al que le gusta beber champagne y que, para más morbo, está emparentado con Sherlock Holmes: su creador, E. W. Hornung, era el cuñado de Conan-Doyle. Mientras Conan-Doyle triunfaba con Holmes, el marido de su hermana empezó a publicar relatos breves en la revista Cassell’s protagonizados por un caballero ladrón, un pícaro estafador con modales de la jet set. «No se debe convertir al criminal en un héroe», opinaba Conan-Doyle que, aún así, alababa la destreza narrativa de su cuñado. Por cierto, tras las iniciales de A. J. Raffles se esconde el nombre de Arthur, ¿un guiño gamberro al cuñado? Porque Raffles tiene incluso a un Watson, encarnado en la figura del simplón Harry Bunny Manders.

Raffles gozó de bastante popularidad en su momento pero terminó en el olvido como tantos artistas del robo. Michael Sims, experto en la era victoriana, no solo los resucita sino que esboza un arquetipo: el del villano con código ético. Aunque no están del lado de la ley, estos ladrones caraduras no son asesinos ni recurren a una violencia grotesca. Suelen tener cierta aura de Robin Hood, disfrutan robando a los más ricos (sobre todo si hacen alarde de su opulencia) y se rebelan contra la especulación y el stablishment victoriano. Sus fechorías son casi una actitud antisistema.

«Su conciencia era lo bastante flexible como para no causarle problemas. Para él, lo que estaba planeando apenas era un robo, sino más bien una prueba artística de habilidad en la que medía su ingenio y su astucia ante las fuerzas de la sociedad en general», así define Guy Boothby a su aristócrata Simon Crane, que seduce a duquesas y lords para cometer robos de alto standing.

Si Guy Boothbyfue uno de los escritores más prolíficos de la época (escribió más de 50 libros antes de su prematura muerte por neumonía a los 37 años), el récord se lo lleva Edgar Wallace, con más de 175 novelas y una docena de obras de teatro (él murió a los 56 años, en 1932, mientras trabajaba en el guion de King Kong). A Wallace se le considera el padre del thriller moderno y entre su inmensa producción destaca un personaje atípico: Jane Cuatro Cuadros, la única mujer que aparece en la antología. Aunque Sims defiende que hubo multitud de mujeres detectives (ya las incluyó en Detectives victorianas. Las pioneras de la novela policiaca, también en Siruela), «al parecer, según las reglas no escritas de la época, las mujeres podían escribir, cometer asesinatos o resolverlos, pero los delitos menores se dejaban, en su mayoría, para los hombres».

Jane Cuatro Cuadros es, cómo no, una experta ladrona de arte (y es que los villanos victorianos sienten debilidad por el arte y los diamantes). En su espíritu robinhoodiano devuelve un óleo a condición de que su propietario, un avaro empresario, haga una donación a un hospital infantil. Todos sus robos siguen el mismo patrón. «Detrás de estos delitos hay una especie de noción quijotesca de ayudar a los pobres a costa de los escandalosamente ricos», admira secretamente el inspector de Scotland Yard que debe cazar a Jane. Y esa es la victoria de los villanos: ser héroes, aunque de dudosa moral.

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