TEXTO: ÉDGAR FEDERICO PULIDO /LALUPA.MX
FOTOGRAFÍAS: ARCHIVO PULIDO
Mi abuelo José Pulido García (1900-1985), mejor conocido por sus amigos y parientes como Pepe o don José, fue el penúltimo hijo de once hermanos; el mayor, Pancho, fue torero y murió asesinado por amores. La familia vivía en Zamora, aunque los Pulido de tierras michoacanas —como lo consigna el historiador Luis González y González, en su maravilloso libro de microhistoria Pueblo en vilo— tienen su origen en el pueblo de San José de Gracia.
Mi abuelo nació con el siglo y con una bella voz de soprano, que de niño lo llevó a cantar en la iglesia del pueblo como monaguillo del padre Serrato. Al madurar su voz como tenor lírico, emigra a la capital en 1923 junto a Cuca —su hermana más chica— y se instalan en la calle de Magnolia de la colonia Guerrero, muy cerca de la academia Pierson, con el propósito de estudiar con el profesor y cantante de ópera José Eduardo Pierson, quien destacó como forjador y descubridor de grandes talentos —Jorge Negrete, Juan Arvizu, Alfonso Ortiz Tirado y Pedro Vargas, entre muchos otros—, y para su fortuna conoce al director de orquesta y maestro de canto de origen italiano Guido Picco, quien le aconseja irse a preparar a Europa: “Si quieres hacer una carrera como tenor, tienes que estudiar en Italia. Te espero en Roma, busca la forma de ir”.
Con ese propósito trabajó de bibliotecario ganando diario 5 pesos de oro —un muy buen sueldo para la época— y con el apoyo de su jefa del departamento de Bibliotecas, la brillante periodista y feminista Esperanza Velázquez Bringas, es becado en el programa “Lucha por tu vida” o algo parecido, impulsado en la Secretaría de Educación Pública por el ministro visionario y humanista José Vasconcelos, para salir al extranjero en búsqueda de una mejor preparación musical, un detallado conocimiento de las obras operísticas así como la necesidad de afinar su técnica vocal.
Poco antes de irse participa en la opera Rigoletto de Verdi, en la celebración de las bodas de plata del barítono Manuel Romero Malpica, el sábado 29 de enero de 1927 en el teatro Variedades. Antes, con el mismo personaje había debutado en el Teatro Arbeu, al lado de la soprano Ada Navarrete y habiendo aprendido de memoria su papel del “duque de Mantua” sin ayuda de nadie.
Así, el tenor Pulido llega a Roma en 1927 donde se relaciona con la primera artista y contralto de fama mundial Fany Anitúa —quien le proporciona durante un año mil liras mensuales para sus estudios y sustento—, así como con el bajo Roberto Silva y la mezzo soprano Josefina “la chacha” Aguilar. Es el barítono Ángel R. Esquivel —habían cantado juntos en 1925 en el teatro Arbeu—, quien le presenta al famoso tenor Alfredo Cecchi.
Cecchi se convertiría en su gran maestro de canto y bajo su cuidado y enseñanza le ayudaría a colocar toda su capacidad vocal: “Fue un gran maestro y en la impostación de la voz era único, a él le debemos nuestros éxitos, un grupo muy grande de cantantes de opera”, y por ello se muda a Milán al barrio de los artistas e intelectuales, cerca del edificio de la Casa Sansogno —editora de obras musicales—, lugar donde encuentra a su mujer, la educadora y maestra de primaria Ercolina Granata Bertocchi, madre y esposa devota, gran lectora y cocinera. Se casan en Milán en 1932 y zarpan a México embarazada Lina, donde nace el 30 de septiembre de 1933 su hijo primogénito Francisco Pulido y Granata, mi padre.
Después de una larga estancia de cinco años en Europa, el tenor decide cantar en su debut de regreso a beneficio de un fondo para la terminación de la construcción del Monumento de la Revolución, con la orquesta del Conservatorio Nacional, dirigida por el maestro Silvestre Revueltas, en el teatro Educación, antes Hidalgo.
El periódico El Nacional reseña en su nota del viernes 19 de mayo de 1933: “Se presenta mañana el maravilloso tenor José Pulido, quien dedica su primera función y los productos íntegros, a beneficio del monumento a la revolución. El debut de Pulido se vera seguramente con un lleno a reventar, el público admirador del bell canto hace tiempo que tiene ganas de escuchar al mexicano que supo triunfar en tierras extrañas.”
Organiza después en su tierra, Michoacán, una gira itinerante por ejidos y pueblos —patrocinada por la Casa Bayer—, y en alguna ranchería durante los silencios de su canto, le hacían coro las vacas al tenor lírico, que tenía para la enorme cantante Fany Anitúa —madre del erudito Arrigo Coen—, timbres que alcanzaban tonalidades parecidas al insuperable Enrico Caruso.
También se presentó en los teatros Colón, Esperanza Iris, Hidalgo, Nacional, Politeama y cantó en las primeras temporadas operísticas del Palacio de Bellas Artes, donde debutó en 1936 con el papel de “Alfredo Germont” de La traviata, bajo la dirección de Guido Picco.
El investigador de opera Octavio Sosa consigna que el primer bis en México —es decir, volver a ejecutar en un concierto algo interpretado antes, que fuera del programa complace la ovación del público—, ocurre en el Palacio de Bellas Artes en 1936, durante la escenificación de la ópera La Bohéme de Puccini. Fue tan incomparable e inaudito el momento, que el tercer acto tuvo que ser repetido completo por el cuarteto integrado por las sopranos Mercedes Caraza, Carmen Ruiz Esparza, el tenor José Pulido y el barítono Manuel Romero Malpica.
El presidente Lázaro Cárdenas le tuvo una gran estima como artista. Una tarde en su casa se presentó un oficial enviado por el propio general, para pedirle se trasladara sin demora a Pátzcuaro al día siguiente. La cita tenía como propósito que su bel canto fuera la gala de una velada y cena, a orillas del lago en la casa del general Francisco J. Múgica, anfitrión del presidente Lázaro Cárdenas y de John D. Rockefeller, el rey del petróleo. Contaba mi abuelo que al terminar la velada, y no sin antes pedir permiso el magnate al general, le obsequió al tenor Pulido una moneda de oro “doble águila”, agradecido por lo hermoso de su canto en esa noche tan especial.
Su primera estación en Europa fue como asistir a la universidad, pero es su desbordado amor por el canto, lo que lo obliga a retornar para continuar su carrera ascendente como cantante profesional en el centro operístico del mundo.
Para ello contó con el apoyo de su amigo y paisano el presidente Cárdenas, quien le subsidió la posibilidad de embarcarse y emprender al lado de su familia, una nueva aventura en Europa. Antes, se despidió del público mexicano con una presentación estelar en el Teatro Xicoténcatl el jueves 11 de marzo de 1937. Debuta entre 1937 y 1938 en escenarios líricos de España e Italia y emprendió una gira que lo llevó hasta La Haya, Holanda.
Mi padre Francisco, al que mi madre Eva Ruth siempre llamó Franco, y su hermano Ramón, mi tío Moncho, heredaron de don José la pasión por la ópera y el don del canto. De niño escuché cantar a mi padre durante la ducha algunas de las arias de las óperas más célebres; un ritual que se repetía cada domingo cuando al mediodía llenaba nuestra casa con su voz.
Me recuerdo también los domingos por la tarde con mi abuelo, en ese su hogar que fue Bellas Artes, templo que recorría como la palma de su mano en sus tradicionales temporadas de ópera. Fue tanto su apego, que por mucho tiempo mis abuelos vivieron a espaldas del teatro, en un edificio de la calle de Pensador Mexicano, a donde íbamos sus cuatro pequeños nietos y donde felices nos tripulaba con él al volante de su inmenso Cadillac.
Protector de los perros callejeros, don José era un personaje carismático y encantador; un artista de su época y de las tertulias en cafés del bullicioso centro de la ciudad. Manejó un casino en Rosarito Beach y tuvo tratos con verdaderos mafiosos. Fue inspector de alcoholes; profesor de canto en el Conservatorio Nacional de México; alguna vez le dieron una gasolinera en concesión; fue un enamorado de Nueva York y de la fotografía —conservo sus retratos en daguerrotipo—, pero sobre todo amó a su familia, a su esposa, a sus hijos y a sus nietos.
Quiso el destino que una infección en los senos paranasales —una sinusitis—, le ensuciara la voz y aunque se opero en el hospital militar, su voz no fue la misma. Su trunca trayectoria de vida operística lo convirtió en maestro de canto, acompañado siempre de su piano de cola y de su amena, ocurrente y simpática charla. Entre sus discípulos mas cercanos se encuentran el barítono Gustavo Escudero y el tenor David Negrete.
A mi Tío Ramón Pulido Granata le toco nacer en Milán, Italia en julio de 1937, poco antes de la segunda guerra mundial, conflagración iniciada por las nefastas ideologías fascistas y populistas, de impensable moda hoy. Mis abuelos, prevenidos por un primo de la familia —piloto instructor de los hijos del Duce Mussolini—, abandonan Italia en 1938 y mi abuela selló su destino a mi abuelo y nunca volvió a ver a mis bisabuelos Enrico Granata y Anna Bertocchi, quienes murieron asfixiados por una fuga de gas en su modesto departamento en las postrimerías de la guerra en Europa. De regreso en el “Orinoco”, antes de desembarcar en Veracruz, mi tía Ma Cuca y su esposo Nacho Ávalos, pudieron subir al barco en alta mar llevados ahí por órdenes del general Joaquín Amaro y del general Limón, amigos cercanos al tenor. Fue hasta la década de los ochentas, que mi abuela Lina pudo regresar a su Italia llevada de la mano por su hijo Ramón. No deja de ser admirable la valentía y decisión de esa mujer que enamorada de un “indio” mexicano, haya dejado el status de su vida cultural.
Ramón Pulido y Granata hizo también una carrera profesional como tenor, cantando en el Palacio de Bellas Artes, en el Teatro de la Paz de San Luis Potosí, un Rigoletto junto al barítono Roberto Bañuelas y en el Teatro Degollado de Guadalajara, en los esplendidos años sesentas. Es autor de dos libros que hacen un recuento histórico de la tradición operística en México desde el siglo XIX hasta la década de los cincuentas, publicados en la inolvidable colección SEP Setentas y en la Universidad Nacional. Dicho recuento lo actualizó con su experiencia en los escenarios, en un próximo volumen a ser publicado. Tiene además una envidiable colección de discos y grabaciones de ópera, que piensa donar a la Fonoteca Nacional en sus plenos ochenta y seis años. Fue parte de la primera generación de abogados que inauguró Ciudad Universitaria.
De mi abuelo, hoy siento sólo un entrañable afecto y admiración. En su casa descubrí la lectura crítica de las infaltables revistas Siempre y Proceso. En ese espacio nunca faltó la discusión política ni la aromática cocina italiana de su esposa Lina. Don José Pulido estudió hasta la primaria, pero su vida lo hizo ser una exposición del mundo, una biblioteca de anécdotas —entre otras con los presidentes Plutarco Elias Calles, Emilio Portes Gil, Adolfo de la Huerta por cierto maestro de canto, Manuel Ávila Camacho, Adolfo Ruiz Cortines y Miguel Alemán— además de una máquina inagotable de hacer risas. Nunca perdió su buen humor, a pesar de las adversidades y de perder el nivel alcanzado en la elite del mundo operístico. Fue empático y supo adaptarse a las circunstancias, sus vivencias vitales fueron su riqueza heredada.
Me enorgullece haber sido su nieto favorito, ya que siempre tuvo una gran complicidad conmigo, hasta cuando me supo viviendo con mis apenas veinte años con Maricruz —una chiapaneca mayor que yo, tres años— y ya también como estudiante de sociología en la marxista UAM de iztapalapa.
Un día a solas con él, paseando en la calle, con su infaltable traje, pañuelo, bastón y sombrero, me preguntó sintiendo su partida cerca.
-¿Crees en el más allá?
Sentí que lo confortó mi respuesta, y fue durante su entierro la única ocasión que vi a mi padre llorar distendido: “Ahora soy huérfano”, me dijo solamente.
Al apagarse la voz de mi abuelo, se calló también la de su hijo Pancho, quien nunca más volvió a cantar.
Unos días antes de morir, fui a saludarlo un domingo al mediodía. Recién mi madre había partido. Eran momentos de recogimiento y dolor agudo. Además de huérfano, ahora era viudo y ya sabía lo que era perder a un hijo. Lo encontré ese día sentado, absorto, viendo la ópera en la televisión, y lo acompañe en silencio.
Al término de la obra, volteó hacía mi y me preguntó: “¿No es admirable que una persona de limitadas y escasas condiciones económicas, sin estudios, haya tenido el valor y el arrojo de irse a otra tierra, a otro continente sin hablar el idioma italiano y sin conocer a nadie?. Asentí con la cabeza casi en silencio con el mismo respeto y admiración que les tributo hoy a mi abuelo, el tenor José Pulido, a mi tío Ramón y a mi padre de apellido Pulido, león rampante de oro que en campo de Gules canta rodeado por un coro de ocho cabezas de serpientes degolladas.
Édgar Fedérico Pulido es cineasta y documentalista. Director de Los constituyentes.
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Last modified: 19 agosto, 2023Tomado de https://lalupa.mx/
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