Lev Tolstói (1828-1910) es una figura señera de la literatura rusa y universal en cuya obra se distinguen dos etapas bien diferenciadas.
La primera, con títulos como Felicidad conyugal (1859), Los cosacos (1863), Guerra y paz (1869) o Anna Karénina (1878), entre muchos otros, compone un retablo de la sociedad rusa de su tiempo minucioso y veraz, pero que no muestra un interés especial por las penurias de las clases más desfavorecidas. En la segunda etapa, a partir de la década de 1880, el conocimiento que el escritor fue adquiriendo sobre estos sectores dio lugar a un vuelco en su producción, que conservando todo su vigor literario se puso al servicio de ideales de transformación social.
El texto fundacional de la nueva
mentalidad es Mi viaje
al otro lado de la realidad,
de 1881, publicado el año pasado en castellano por Errata Naturae y
reseñado
en Rebelión.
Otra obra fundamental en esta línea es La
esclavitud de nuestro tiempo,
de 1900, recién editada por Alianza (trad. de Esther Gómez Parro),
donde tras aproximarnos a las condiciones de vida de los obreros
rusos de la época se reflexiona sobre la esclavitud generalizada en
el mundo por leyes injustas y Estados opresores, y se busca una
alternativa que podría construirse a partir de un compromiso
responsable de todos.
El hecho de que Tolstói
escribiera más de mil ochocientas páginas a mano para preparar este
breve ensayo pone de manifiesto lo enjundioso de la reflexión que en
él se encierra, que podemos considerar una de sus grandes
contribuciones a la teoría social.
Una sociedad monstruosamente
injusta
Cuando el autor de Los
cosacos tiene noticia
de que los cargadores de la línea férrea Moscú-Kazán trabajan en
turnos de treinta y seis horas ininterrumpidas, transportando a la
espalda fardos pesadísimos por un estipendio miserable, decide
comprobar los hechos por sí mismo. Así conoce a unos campesinos
expulsados de sus aldeas por la necesidad, que laboran a casi veinte
grados bajo cero vestidos con blusones harapientos y le cuentan sus
crueles rutinas sin darles mayor importancia. La impresión de
Tolstói tras esta experiencia es haber contemplado un penoso
episodio de esclavitud, con seres obligados a sacrificar sus vidas en
un trabajo terrible, simplemente para comer y poco más. La
esclavitud está entre nosotros, concluye, igual que estuvo en los
momentos más oscuros de la humanidad.
Sin embargo, estas penalidades no
son muy diferentes de las de las mujeres y hombres que dejan su vida
en la fábrica de telas de terciopelo y seda próxima al domicilio
moscovita del escritor, o a la de muchos otros obreros que él ha
conocido por toda Rusia. A tenor de esto, resulta evidente la
inhumanidad de los beneficiados por ese sistema, que saben lo que
ocurre y no hacen nada por cambiarlo. ¿Por qué no hacen nada, se
pregunta Tolstói? Está claro que se ha impuesto la visión de que
los males son consecuencia de leyes inmutables. En el pasado se
recurría a explicaciones religiosas para la desigualdad social, pero
el siglo XIX vio el nacimiento de una nueva ciencia, la economía
política, que ofrece una justificación más racional. Sin embargo,
el autor de Guerra y
paz no está de
acuerdo con la propuesta socialista de mejorar la situación con
sindicatos, huelgas y pasando a los obreros el control de la
producción, pues para él el problema reside en la propia sociedad
industrial que se ha creado, que ha arrancado a los campesinos de sus
aldeas para condenarlos a trabajos extenuantes y nocivos, fabricando
objetos innecesarios muchas veces, y de los que sólo se benefician
unos pocos privilegiados. La “revolución socialista” es
demasiado “conservadora” para Tolstói si no libera al hombre de
estas labores infames. Ninguna “cultura superior” justifica para
él los sacrificios de los inmolados para producirla: “Técnica
sí, pero no a costa de vidas humanas.”
La esclavitud actual es resultado
de la legislación sobre la propiedad y los impuestos, lo que nos
obliga a plantearnos la legitimidad de estas normas. Tolstói razona
y concluye que nada prueba su necesidad, con lo que es evidente la
urgencia de suprimirlas para revertir el mal presente. Sin embargo,
los intentos que se han realizado hasta el momento muestran lo
difícil que es dar una solución al problema abordando aspectos
parciales, con lo que la propuesta no puede ser otra que atacar el
núcleo, es decir la violencia institucional de los poderosos y el
Estado a su servicio. A juicio del autor, se ha despreciado la
capacidad de los humanos para organizarse por sí mismos, notoria por
ejemplo en los poblados de colonos rusos instalados en regiones
remotas, que no reconocen la propiedad privada de la tierra. En
páginas magistrales, el padre de Anna
Karénina argumenta
contra los que defienden el orden existente y ven peligroso tratar de
cambiarlo, pues nada hay para él más monstruoso que la esclavitud
omnipresente y la atrofia de los instintos morales en las gentes de
nuestro tiempo.
¿Cómo acabar entonces con
los gobiernos?
Los capítulos finales están
dedicados a esta cuestión crucial. Nuestro conde cree probado que
todos los intentos que ha habido de derrocar un gobierno injusto
mediante la violencia han dado lugar a otro “más
duro y cruel” que el
anterior. Por otra parte, la expropiación de los ricos siguiendo la
teoría socialista ha de exigir también un proceso revolucionario,
violento a su vez. Tolstói opina que siempre que se imponga la
voluntad de unos hombres sobre otros por la fuerza se reproducirá la
esclavitud, porque éstos no desaprovecharán la ocasión de sojuzgar
y será fácil que lo logren por el instinto humano de miedo e
inseguridad que lleva a buscar protección en el poder. La solución
sólo ha de llegar cuando todos sean conscientes del desastre que
auspician con su cobardía y se enfrenten a los gobiernos renunciando
a cualquier tipo de violencia.
¿Cuál es la responsabilidad
entonces de cada individuo en esta tesitura? Tolstói piensa, de
acuerdo con lo anterior, que la solución ha de comenzar con una
revolución de las conciencias. Las clases pudientes deberían
repudiar sus privilegios para vivir con humildad y los proletarios
aceptar también una existencia sencilla. La revolución social que
se propone es muy simple, porque en ella cada uno actuaría
exclusivamente sobre sí mismo, pero al mismo tiempo obliga a todos a
renunciar a cualquier colaboración con las acciones del gobierno, lo
cual incluye no servir en el ejército ni en la administración y no
pagar impuestos. De igual modo, un hombre debe vivir de su propio
trabajo, sin explotar a nadie.
Las condiciones anteriores son
difíciles de asumir, y el autor admite que lo propuesto es sólo un
fin al que debe tenderse, pero que no resultará fácil en muchos
casos. No obstante su pensamiento es claro: “Tal
como el alcohólico tiene una sola forma de librarse del motivo de su
enfermedad, y es abstenerse de tomar vino, así nosotros, para
liberar a la sociedad de una estructura social maligna, contamos con
un solo medio, que consiste en abstenerse de cometer actos violentos,
origen de las desgracias: renunciar a la violencia personal, a la
propagación de la violencia, a cualquier justificación de la
violencia.”
Ser consciente de los horrores de
la sociedad capitalista y comprender su imbricación con la dinámica
de los Estados es el primer paso necesario para emprender la
construcción de un mundo sin explotación. A partir de ahí, los que
defienden la revolución social plantean estrategias que se
diferencian en el papel que atribuyen a partidos y sindicatos y en el
recurso o no a la violencia para lograr los fines propuestos. En esta
variedad de alternativas, Lev Tolstói, con su cristianismo
evangélico y su antiestatismo no violento, tiene un lugar especial.
En la estela de autores como William
Godwin o Henry
David Thoreau y preludiando el impulso posterior de Mohandas Gandhi,
él aboga por la no colaboración con el monstruo como posible vía
para vencerlo y nos deja claro en este libro cuáles fueron las
experiencias que lo motivaron y con qué argumentos buscó respuestas
al problema.
Puede
parecernos que el recurso a una acción exclusivamente individual que
se plantea en La
esclavitud de nuestro tiempo
deja de lado luchas colectivas, a través de sindicatos o movimientos
sociales, que resultan sin duda imprescindibles para superar el
capitalismo. Sin embargo, el énfasis que se pone en la toma de
conciencia, la revolución de los hábitos de vida y la desobediencia
al Estado reivindica lúcidamente la necesidad de combatir el sistema
también a la escala personal, misión cuya importancia no suele
reconocerse.
Blog del autor:
http://www.jesusaller.com/.
En él puede
descargarse ya su último poemario: Los
libros muertos.
Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.
Tomado de https://rebelion.org/
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