Lo primero que vio entrando al vagón fueron los ojos muy negros de ella, que se dirigían a él ¡Qué ojos. Ay, Dios mío… qué ojos! Y me está… No, seguro me confundió con alguien –y bajó la mirada.
Por su lado ella, que había advertido al chico a través del cristal aun antes de que éste abordara… ¡Es él… Es el hombre más hermoso que he visto –se dijo sin poder apartar la vista– y de que me vio, ¡me vio! Bueno, como ve todo a su alrededor. Yo creo que –observó la mochila en el hombro de él– también va a la Universidad, pero… ¿Y si no? ¿Y si se baja antes?
A ella el peso de la mirada de una mujer mayor la hizo volverse. ¡Justo lo que necesitaba!, y poniéndose de pie dijo a su miradora: Señora, ¿gusta sentarse? Al ceder su asiento, se movió con habilidad hacia el espacio para los parados y se situó, como por casualidad, algo apretada junto al brazo de él. –Disculpa –le dijo– y él enrojeció.
Sssí, de nada, más bien, no pasa nada, respondió el chico, e intentó sonreír. ¿Qué hago ahora?, patético imbécil, tengo que hablarle antes de que se vaya. ¡Ay! ¿Por qué tuve que verla?
¡Permiso! –los empujó un tipo ancho atrás de ellos con una prisa de los mil demonios. –Pase– dijo ella. –Pase– dijo él, y mientras, un tercero se insertó entre los dos. Ella se entristeció: se va a ir ¡Ireneo de mi vida! (lo bautizó así porque acababa de leer Funes, el memorioso y porque le urgía nombrarlo. ¿Cómo si no, lo iba a amar?).
Él tartamudeaba siempre que pensaba lo que iba a decir, por eso era callado, y cosa curiosa, por ser callado pensaba y pensaba. Se entiende que, en situaciones como estas, hablar nomás no se le daba, así que, según su hábito, pensaba: no puedo perderla… ella tal vez… ¿qué le digo?
Él bajó la vista y el cabello le cubrió los ojos, así podía mirarla sin ser visto, así podía medio ocultar su turbación. ¿Qué digo?
Ella notó que él la analizaba: Dime algo Ireneo.
–¿Qué estudias?
Biología– dijo él sin pensarlo, mirándola a los ojos. Dios mío ¡Qué ojos!
Ingeniería– dijo ella. ¡Es él! No sólo es hermoso. ¡Es él!
El metro, máquina al fin, llegó sin más a la estación de destino. ¡Qué rápido! –pensaron ambos.
Ella vio la hora ¡Uy! – dijo– ¿Por dónde te…? Ireneo señaló al oriente (Ay, Ireneo) y se despidió con la mano para irse sola para el poniente. Él, que llevaba algo de tiempo, la siguió con la mirada hasta que ella se volvió. Se despidieron a lo lejos otra vez, agitando la mano.
Ella esperó encontrarlo de nuevo en un vagón cualquier otra mañana. Él, cada vez que llegaba a la estación donde la perdió, miraba hacia el poniente.
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Last modified: 14 febrero, 2024Tomado de https://lalupa.mx/
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