septiembre 17, 2025

Tenía razón Wallace Stevens

“He aquí, a todo color, el rasgo distintivo de la poesía, el no atentar contra la pluralidad de significados. Otro momento afortunado de este tipo es el siguiente: “There are men of a valley/ who are that valley”, cuyo sentido, en...

Colaboraciones

Pura López Colomé

al afirmar que “la poesía es una fuerza destructiva”, cosa que al mundo creativo no le gusta admitir, pues, para no quedar fuera de quicio de la gran casa del lenguaje, prefiere concentrarse en su opuesto, la fuerza constructiva que otorga cuerpo sensible a su expresión.  Todavía no conozco en persona a un poeta que se atreva a incluir en lo dicho, por más doloroso que sea, esta bomba atómica de aniquilación que, tomada en serio, la poesía debe conllevar. De hecho, el único poeta que, según creo, muestra la destrucción al interior de sus versos, sus criaturas –sin abstraer filosóficamente ese poder, como lo hace Stevens al reflexionar–, es Paul Celan, quien pulverizó su lengua estrofa tras estrofa al final de un muy triste recorrido a manera de eco explosivo a la devastación que tenía enfrente, y que le tocó no vivir sino morir.

El poema en que Stevens nos impacta con semejante verdad no se incluye en La pequeña ignorancia, espléndida selección y traducción de Hernán Bravo Varela, quien de cierta manera comprueba al ignorarlo lo que antes mencioné acerca de la focalización en la parte edificante.  Sin embargo, el mero título del poema revela la característica definitoria de Stevens, su ars poética centrada en el claroscuro del hombre, que al construir destruye y al destruir construye. Y, en particular, proyecta la actitud y proceso escritural de un autor que quiere romper y rasgar, llevarle la contraria con cierto disimulo a las poéticas de su generación (la de Ezra Pound, Williams y T.S. Eliot, miembros de su célula inmediata), con un tiro al corazón de formas incluso consideradas novedosas, fracturando, desintegrando, para luego erigir un edificio distinto de palabras con la pala-palabra del pensamiento al desnudo, las ideas crudas más bien cotidianas y obsesivas , sin dejarse engolosinar por los sonidos, por la melodía de voces en combinación danzando en torno a la metáfora y la imagen, partiendo siempre de hipótesis semejantes a las de sus ensayos, afirmaciones acompañadas de negaciones, dando así preeminencia al contraste vertical que ofrece la armonía.  Ante nosotros está el rey de la selva, Wallace Stevens, el bellísimo león-Corazón que ni en sueños niega su condición bipolar, tierna y asesina.

Al decir(se) y contradecirse, este enorme autor se muestra congruente, no inspirado, más intelectual que bardo; construye y destruye su propia casa en términos de apariencia convencional, como quien filosofa acerca de la vida común y corriente, iluminada por la inteligencia.  A sabiendas de que el ser humano es profundamente ignorante, no obstante, tilda la ignorancia de pequeña, y lejos de pasar por humilde y bonachón observador, continúa: “la pequeña ignorancia que es todo”.  Este poema no sólo se incluye en el libro de Hernán, sino que le da título, abriendo boca al mundo de contrastes, especulaciones, preguntas sin respuesta encadenadas a preguntas respondidas con otras preguntas, locas afirmaciones lanzadas al buen entendedor, el lector, que ingenuamente cae en la trampa: al enfrentar una tremenda descripción hecha a pinceladas irónicas, “Boceto del político supremo”, lo que recibe es “Un edificio […] que se levanta en ruinosa tormenta, / un sueño interrumpido que viene del pasado, / de ahí, junto a nosotros, de ahí donde nos falta aún vivir.” Incluso tras una lectura atenta, permanecemos tan perplejos como al principio: a pesar de reconocer lo que logra la poesía en su estira y afloja, muy rara vez lo ponemos en práctica al escribir, tememos a fondo el desmoronamiento total del poema, que el riesgo no tenga buen fin.  En cambio, Stevens sí se atreve, y con una sonrisa socarrona de gato de Cheshire (no en balde también conocido como Gato de los Deseos) nos pone delante la entrecomillada y cruda realidad:  quien levanta para derruir se queda con la gran NADA, el más allá del VACÍO.  En muchos de sus textos, queda planteada a grandes rasgos y carcajadas silenciosas esta “suprema ficción”, precioso y certero grito a la cara al final de uno de sus poemas emblemáticos, “El muñeco de nieve”, que no hay traductor que resista el deseo de verter al español, aunque sin lograr lo que lo que logra Hernán: “Uno debe tener mente de invierno/ para considerar la escarcha/ y el ramaje de pinos con corteza nevada./ Y haber tenido frío un largo tiempo/ para ver los enebros gastados por el hielo,/ los abetos rugosos en el brillo distante/ del sol de enero. Y no pensar miseria/ alguna en el sonido del viento, la manera/ en que algunas pocas hojas suenan/ -es decir, el sonido del lugar/ lleno del mismo viento/ que está soplando en ese mismo sitio, / vacío para el escucha que en la nieve escuchara/ y puede ver, él mismo siendo nada, / la nada que no está y la nada que es”.

Me da la impresión de que, entre la abundante producción de Stevens, Hernán tomó muy en cuenta el tema de la nada, tanto yacente como subyacente, porque el lector hallará buena cantidad de poemas en que se hace gala, casi se ostenta en sus característicos usos del esto oaquello, sí perono, condicionales tras condicionales, así como negaciones en tropel: no, no, ni, ni, esto no, tampoco aquello. Por eso resulta tan importante que Hernán haya traducido “la nada que es” porque ese ser se evidencia en las negaciones constantes que aparecen en los siguientes poemas: “No participes… No seas una quimera…No seas un intelecto…No hay refugio para la profecía, ni existe…ni tampoco… ni el visionario… ni nubosa…”, etc., etc.  Ya experimentará el lector este alud de nadas que, aunque suene paradójico, se esfuman, para después reaparecer en calidad de…nada.

También tenía razón el autor al hablar del elemento irracional en la poesía y demostrarlo en la práctica, otro garbanzo de a libra que conduce directamente a George Steiner y su observación con lupa tanto sensata como sensible del poema, al derecho, llamándolo hijo de Babel, y de su revés, la traducción, “esa cosecha de Babel”.  Creyente absoluto de que todo ser humano que genera y recibe significado ES un traductor, “incluso si es monolingüe”, nos recuerda que, aunque hiera reconocer que la traducción se queda corta frente al texto original, el solo hecho de recrear, implica que lo recién nacido conlleva una transfiguración.

Con La pequeña ignorancia Hernán ha habitado la no man’s land, la tierra de nadie donde la lengua propia se metamorfosea con tal de dar a luz, o al menos con tal de convocar esas energías activas o latentes de que habla Steiner, descubriendo algo nuevo que ya estaba ahí.  Creo yo que el traductor se puede dar por bien servido cuando distingue eso que, en virtud de su trabajo, se añade para bien.  Podría citar muchos detalles concretos que esta selección aporta, pero estaría arrebatándole al lector el elemento sorpresa.  Sin embargo, sí mencionaré en particular el caso de una coma transformadora que agrega significado, por dar un ejemplo. El antes citado “Muñeco de nieve” dice en el original: “…Full of the same wind/ that is blowing in the same bare place/ for the listener…”   Hernán traduce: “lleno del mismo viento/ que está soplando en ese mismo sitio, / vacío para el escucha…”  Gracias a la coma después de la palabra “sitio” no nos encontramos en un “sitio vacío”, tal como acaso sugiera Stevens, sino en EL VACÍO experimentado por el escucha: esto es lo nuevo que ya estaba ahí, a flote ahora gracias al texto en español.  He aquí, a todo color, el rasgo distintivo de la poesía, el no atentar contra la pluralidad de significados. Otro momento afortunado de este tipo es el siguiente: “There are men of a valley/ who are that valley”, cuyo sentido, en manos del traductor, con una sola palabra, se pluraliza: “Y personas de un valle/ que son el valle”.

Así podría circular con mis comentarios y observaciones por todo el libro, cosa que tal vez influiría en el lector: no es mi intención.  Sin embargo, no resisto mencionar un par de estrofas de apariencia simple para el traslado, que casi lo invitan de manera espontánea, pero que resultan difíciles a la hora de la hora, difíciles de lograr bien, tanto armónica como melódicamente, y sintácticamente hablando.  En las tan famosas “Trece maneras de mirar un mirlo”, afirma Stevens: “I was of three minds, / Like a tree/ In which there are three blackbirds”.  Uno podría decir: “Me sentía de tres maneras confundido o atenazado, como un árbol en el que hay tres mirlos”.  Horror.  Tache.  Parece fácil resolver el problema.  Sólo que no se trata de un problema, una ecuación que resolver, sino de un poema que hay que parir.  Y Hernán lo logra: “Me tenían indeciso tres asuntos, /como si fuera/ un árbol con tres mirlos”.   Y un ejemplo más, entre muchos, que aparentan sencillez: “The fragrance of the autumn warmest, /Closest and strongest”, proyectado en la pantalla del español como “la fragancia otoñal, mucho más cálida, /cercana y poderosa”.  Vaya añadidura del poder.  Hernán dejaría de ser un traductor de valía si no aprovechara los momentos oportunos para la realización mexicana de su lengua, cuando decide probar con todo el cuerpo “estos duraznos”, no estos “melocotones”.  

Una palabra acerca de la edición.  No puedo más que celebrar un libro que, además de proyectar el característico sí pero no, la duplicidad del autor, es bilingüe y bicolor, si bien ilumina con reflector la nueva versión.

Wallace Stevens, La pequeña ignorancia. Antología poética.  Edición y traducción de Hernán Bravo Varela.  Dharma Books.  México, 2022.

Tomado de https://morfemacero.com/