diciembre 13, 2024

Sonata para flauta de Bach

No sé cuánto tiempo había transcurrido ahí, de pie, siempre le  sucedía lo mismo,  aunque sabía el repertorio de memoria perdía siempre la noción del tiempo y el espacio, y lo prefería así;  no hacer consciencia de los minutos transcurridos, no le importaba, solo se dejaba llevar por los sonidos perfectamente sincronizados, uno tras otro, como el tic tac del reloj y emprendía su viaje. 

            Se adentraba en un túnel semioscuro y acompasado de una suave melodía y se deslizaba a lo largo de él como flotando, sin hacer resistencia, en  la corriente de las aguas de un río. De vez en cuando abría sus ojos, veía cientos de personas que la observaban detenidamente y volvía a cerrarlos para no desconcentrarse. Siempre elegía sentir, no mirar; entraba en una conexión íntima y profunda,  con lo que hacía virtuosamente desde que era una niña;  la melodía fluía como la sangre por sus venas. Su cuerpo se balanceaba, danzaba en el estrecho cuadro de madera que soporta su delgado y estilizado cuerpo en el escenario; un baile que apenas esboza pequeños movimientos. 

            De vez en cuando sentía la ola de aplausos, parecía no dejarse turbar por ellos; la sonata sigue su curso y en el punto más álgido sucedía lo mismo desde hace casi cuatro años: cada vez que la interpretaba en el repertorio de los conciertos, dos tímidas y recurrentes lágrimas corrían por sus mejillas; el público aplaudía con más fervor porque Roberto, el camarógrafo, quien siempre graba los conciertos, aprovechaba el momento para hacer un close up y mostrar su emoción en un primerísimo primer plano.  Ella olvidaba la cámara, el show y drama que le imprimía Roberto, y que ella no compartía. 

-Elisa,   hacer visible la emoción  siempre vende, le respondió cuando ella le preguntó por primera vez  por qué lo hacía; -además, sigo órdenes del director. 

-No venden mis lágrimas, sino lo que hago con mi flauta, a dónde los llevo cuando toco,  porque la música no es más que un viaje: a los recuerdos, al encuentro, al desencuentro, al amor, al gozo o la tristeza, le respondió desenfadadamente.

El público se emociona y aplaude con más fuerza…”Siento que me falta el aire, siento que me falta el aire”… la sonata está por finalizar, es el clímax. 

Hace sonar la última nota de su flauta trasversa y en perfecta sintonía termina la pieza y la gente se pone de pie. Aplauden y aplauden; Elisa alza sus manos y hace una reverencia en señal de gratitud. Ahí está, ha salido de su tránsito por ese túnel acompasado por la melodía que hace sonar con su instrumento. 

Terminó exhausta, caminó como de costumbre junto a Roberto al estacionamiento. El siempre encontraba una excusa para quedar de último, escabullirse de terceros, y acompañarla.  

Aquél gesto le resultaba halagador; en realidad Roberto no tenía reparos en disimular sus atenciones y la fuerte atracción que sentía hacia ella,  a pesar de haberlo rechazado casi un año atrás

… “Aquí está Roberto otra vez”… y la sonrisa le recorría el cuerpo sin siquiera dibujarla ni con la más mínima mueca en sus labios… “Le sigo gustando, y es que no guarda el menor reparo en ocultarlo, a pesar de mis continuos No a sus invitaciones a salir”  

El acuerdo establecido era ser solo buenos compañeros y quizá con el tiempo llegar a ser buenos amigos.

-Sí, eres un hombre atractivo, no puedo negarlo, también inteligente, sensible y agradable, pero  no estoy interesada en establecer ningún vínculo con hombre alguno más allá de la amistad en este momento de mi vida, además soy doce años mayor que tú. 

-Está bien, Elisa, prefiero ser un buen compañero o quizá ser un buen amigo, que alguien tan indeseable que quieras espantarme como los mosquitos en verano,  y rió.

Ella también rió, era inevitable. Ya de eso había transcurrido casi un año. 

El  auto de Elisa no encendía, probó un par de veces sin tener éxito; él se ofreció a ayudarla y el carro nunca encendió. Ofreció llevarla a mi casa; era de noche, un poco tarde, dudó en aceptar su gesto por unos segundos, pero luego accedió

Subió al auto de Roberto, él encendió la radio en la emisora de música clásica. 

Sin preámbulos disparó a quemarropa su incómoda pregunta:

-Elisa, ¿Y a qué lugar viajas tú cuando interpretas la Sonata para Flauta de Bach? Nunca hablas de la razón de tus lágrimas. En realidad, poco hablas de ti.  

La miró fijamente a los ojos durante unos segundos de abrumador silencio e inevitablemente se sintió turbada. Había olvidado ya lo que era esa sensación.

Prefirió esquivarlo y dirigió su mirada al frente. 

-Me recuerda a mi marido, falleció hace cuatro años atrás. 

“Era el último día de las audiciones y se hacía interminable; el sol golpeaba a los aspirantes que esperábamos pacientemente nuestro turno. Solo habían tres puestos vacantes para la orquesta universitaria: violín, contrabajo y flauta; yo estaba justo ingresando al primer año.

Recuerdo que repasaba nerviosa con los dedos sobre mi pierna izquierda las notas de la pieza que había escogido para ese día: Sonata para flauta de Bach. Al momento de mi audición él estaba ahí, frente a mí, era uno de los jurados de la audición, más tarde supe que era el Director de la Orquesta.

Nos miramos fijamente durante unos segundos. Fue como si un volcán comenzara hacer erupción en mi cuerpo. Nunca me había sucedido con un hombre y mucho menos con uno que visiblemente era unos cuántos años mayor que yo. 

Hice mi audición y ese día al salir de la universidad mientras caminaba a la parada del autobús un auto se detuvo, era él, me preguntó a dónde me dirigía y si podía llevarme. Yo no vacilé y acepté encantada. 

El habló durante casi todo el trayecto, yo solo lo miraba; detallé con precisión sus ojos, sus labios, sus manos largas y perfectas que aferraban con firmeza el volante. Asentía con la cabeza o respondía con monosílabos. Al llegar a mi casa me felicitó por mi audición; bajé del carro, nerviosa, agitada. Aquél hombre maduro me gustaba y mucho. 

Dos semanas más tarde publicaron en la cartelera los resultados de la audición, lo había logrado. No podía saber con exactitud si estaba más emocionada por tocar en la orquesta o por la posibilidad de verlo tres veces por semana. Una película pasó frente a mí en ese breve instante. Mi imaginé en los brazos de aquél hombre, calculaba unos veinte años mayor que yo. 

Ingresé a la orquesta, luego de cada ensayo me llevaba a casa, hablábamos y reíamos de todo. Era mi estado de felicidad absoluta. Un día me invitó al cine y acepté,  a la semana siguiente a un café, al mes fuimos a un concierto juntos y en el momento que ejecutaban Sonata para Flauta de Bach él se giró hacia mí y me dijo –recuerdas, la pieza de tu audición, no podré olvidarlo nunca;  un tímido -yo tampoco salió de mis labios, al tiempo que el rubor recorría mi cuerpo y se estacionaba en mi rostro. Ahí me besó. Tenía quince años más que yo y no veinte. 

Al mes siguiente ya vivíamos juntos, al año siguiente nos casamos y apenas tres años después murió en un accidente de tránsito. Fue una corta, pero intensa y hermosa historia de amor. La única y más importante para mí. 

Por eso lloro cuando interpreto esa pieza, viajo hasta su cuerpo, recorriendo de caricias suaves el mío, viajo a su sonrisa, a su mirada, viajo a nuestra historia y cómo me dejó varada en el viaje cuando teníamos poco tiempo en el trayecto; se marchó, tan pronto, tan inoportuno. Por eso lloro”. 

Un breve silencio, de unos veinte metros, fue la pausa que siguió hasta llegar a su destino.

El carro se detuvo frente a la casa de Elisa; ella no quería mirarlo, no podía; sus ojos estaban húmedos por revivir el recuerdo de Camilo, su marido; tampoco quería bajar del auto.

-Creo que cada vez que interpretes la Sonata debería ser un motivo de alegría por el trayecto de viaje recorrido y no de llanto y tristeza. ¿Tienes idea de cuántas personas abandonan este mundo sin haber vivido una verdadera historia de amor?; ustedes la vivieron y creo que a él le gustaría saberte tranquila y feliz,   le dijo Roberto sin titubear.

-Gracias Roberto, lo sé, pero me cuesta mucho. 

Con suavidad giró con sus manos la cabeza de Elisa hacia él, se acercó a ella y besó su frente con ternura  y sin permiso se fundieron en un cálido y largo abrazo. 

Mientras se abrazaban justo la emisora emitía en el momento “Sonata para Flauta de Bach”; una señal ¿quizás? 

Ambos sonrieron

El sintió ese pequeño tsunami que era su cuerpo, interrumpió el abrazo y solo atinó a mirarla. Elisa besó con pudor sus labios, bajó rápidamente del auto, sin mirar atrás, sin decir una palabra, Roberto sonreído tampoco la retuvo. 

Aquélla misma Sonata era quizá el preludio de un nuevo viaje. 


Narsa Silva

Narsa A. Silva Villanueva (Caracas, Venezuela 1972)

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Tomado de https://losamigosdecervantes.com/