Sao Paulo, Brasil. ¡Imagino la mente de quienes vivían entre los siglos XIV y XVI, ante tantos cambios de paradigmas! ¡Fueron testigos de la caída del cielo!
La fe –sustentáculo del período medieval– fue desbancada por el advenimiento de la ciencia. Las exploraciones marítimas suplantaron a los vuelos de los ángeles. Ptolomeo, ídolo de los negacionistas, le cedió el proscenio a Copérnico y Galileo.
Sin embargo, el optimismo volteriano por la irrupción de la modernidad –apoyada en sus hijas dilectas: la ciencia y la tecnología– no se confirmó. A la servidumbre del feudalismo, siguió la opresión del capitalismo.
Los pronósticos del Iluminismo no se convirtieron en realidad: a pesar de la fe atea de Nietzsche. Las religiones se robustecieron en la posmodernidad. Y el dogma de la inmaculada concepción de la neutralidad científica se desvaneció en los hongos atómicos de Hiroshima y Nagasaki.
El capital se convirtió en señor del mundo. Es el demonio Mamón, representante de la avaricia, al que debemos adorar. No hay nada por encima de él, ni leyes, ni derechos humanos, ni fronteras. Se creó un Sansón que desbanca a los filisteos… Aún no ha encontrado un David capaz de derrotarlo.
Su poderosa cabellera son las redes digitales. Provocan la misma ruptura epistemológica causada –con el advenimiento de la modernidad– por la filosofía de Descartes, la física de Newton y la literatura de Cervantes. Y en la posmodernidad, por la física, la física cuántica, la muerte de los grandes relatos y el descubrimiento del inconsciente.
El surgimiento del motor eléctrico en el siglo XIX dio origen a tres generaciones de equipos de comunicación: el radio, que se escucha; la televisión, que se ve, y las redes digitales, con las cuales interactuamos.
Mientras, somos objetos pasivos ante la radio y la televisión, el cine y los medios impresos, con las herramientas digitales nos sentimos protagonistas. Tenemos la sensación de haber alcanzado el clímax de la libertad de expresión. Se fue a pique el consenso de la mayoría dictado por la hegemonía de la minoría. Ahora cada quien es rey o reina en su propia burbuja.
Hemos vuelto a tribalizarnos. Sin ninguna conciencia de que, en realidad, somos manipulados por una sofisticada tecnología, la cual nos introyecta un chip virtual. Asimismo, nos induce a renunciar a la condición de ciudadanos para reducirnos a la de meros consumidores.
¿Cuáles son las consecuencias de tan abrupta revolución epistémica? Niños y jóvenes tienen hoy un doble espacio de (de)formación: el institucional –la familia, la escuela, la iglesia, etcétera– y el digital –Google, Tik Tok, Instagram, X, Facebook, YouTube…–.
Cómo son espacios antagónicos, aparece un conflicto en la subjetividad. La tendencia es que lo digital prevalezca sobre lo institucional. En el espacio digital, cada quien encuentra su tribu, la cual habla su mismo lenguaje onomatopéyico.
Y crea sus propios valores sin dar oído a la voz autoritaria de padres, maestros, ministros religiosos y políticos. Allí, cada usuario es primus inter pares; no hijo, alumno, fiel o elector.
No obstante, hay un grave problema. Imagine viajar de Sao Paulo a Río de Janeiro por tierra, sin carreteras, mapas, indicaciones, ni vehículos. La vida está hecha de paradigmas, referencias, valores y objetivos.
Nada de eso tiene solidez, porque vivimos en la “sociedad líquida” –Bauman– prevista por Marx –“todo lo sólido se desvanece en el aire”–. Nos sentimos perdidos, pues el tiempo no espera. Y quién no conoce el camino, se queda sin horizonte de futuro. Cae en el remolino del aquí y ahora, sin que la vida encuentre en el tiempo su línea de historicidad.
De ahí, el número de jóvenes que se niegan a madurar. Desprovistos de un lenguaje lógico, son rehenes del precario dialecto telegráfico de las redes. Prisioneros de sus jueguitos virtuales, navegan a la deriva, sin brújula, en el mar de la vida. Son pájaros y no saben volar.
Son adultos que todavía viven bajo el techo de la familia. Parecen náufragos agarrados a los escombros de una era que cayó por tierra, porque no han aprendido a nadar. ¡Gritan pidiendo socorro! Ni siquiera saben lo que es la utopía, la cual podría salvarlos de ese remolino. Igual a un caño de desagüe, los succiona hacia una vida shoppingcentrada y monitoreada por las redes digitales.
Muchos sufren de nomofobia. Esto es la dependencia del celular. Es fácil saber si usted ya contrajo esta enfermedad: ¿al acostarse a dormir apaga o no el celular?
Ignoro qué dirá el futuro de esa primera generación que pasó de la era analógica a la digital. Sin embargo, los síntomas no son halagüeños: odio a flor de piel, reaparición de la derecha neonazi, suplantación de la economía productiva por la especulativa y aumento de las formas criminales de discriminación –homofobia, xenofobia, racismo, misoginia, etcétera–.
Han entrado en escena el negacionismo, la cancelación y la polarización. Se desgarran los valores éticos, se amplía el ecocidio y se ridiculizan los derechos humanos.
Mientras contemplamos perplejos el diluvio, no advertimos que estamos al borde del abismo. No hay un puente llamado utopía que nos conduzca a tierra firme.
Así como la naturaleza –la cual no nos necesita para nada y que en su decurso extinguió varias especies, como los dinosaurios–, somos nosotros mismos, los seres humanos, quienes nos aniquilamos como el ouroboro, la serpiente que se muerde la cola.
Aún estamos a tiempo de evitar lo peor incentivando el pensamiento crítico. Debemos introducir la razón dialéctica en lugar de la analítica y, sobre todo, regular las redes y sus plataformas.
Frei Betto/Prensa Latina*
*Escritor brasileño y fraile dominico, conocido teólogo de la liberación; educador popular y autor de varios libros
Tomado de https://contralinea.com.mx/feed/
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