Como seres humanos imperfectos, todos compartimos el impulso de justificarnos y evitar asumir la responsabilidad de acciones que resultan dañinas, inmorales o estúpidas. La mayoría de nosotros nunca estaremos en posición de tomar decisiones que afecten a la vida y la muerte de millones de personas, pero tanto si las consecuencias de nuestros errores son triviales como si son trágicas, a pequeña escala o a escala nacional, a todos nos resulta difícil, si no imposible, decir «me equivoqué; cometí un terrible error». Cuanto más importante es lo que está en juego —sea emocional, financiero, moral—, mayor es la dificultad.
Y va todavía más allá. La mayoría de las personas, cuando se enfrentan directamente a la certeza de estar equivocadas, no cambian su punto de vista ni su plan de acción, sino que lo justifican con más tenacidad si cabe. Los políticos, por supuesto, ofrecen los ejemplos más visibles y, a menudo, más trágicos de esta conducta. Comenzamos a escribir la primera edición de este libro durante la presidencia de George W. Bush, un hombre cuyo blindaje mental al autojustificarse no podía ser traspasado siquiera por las pruebas más irrefutables. Bush se equivocó al afirmar que Sadam Huseín tenía armas de destrucción masiva; se equivocó al asegurar que Sadam estaba vinculado a Al Qaeda; se equivocó al predecir que los iraquíes darían saltos de alegría en las calles a la llegada de los soldados estadounidenses; se equivocó al manifestar que el conflicto acabaría rápidamente; se equivocó al infravalorar los costes humanos y financieros de la guerra, y su error más famoso fue el discurso que pronunció seis semanas después del inicio de la invasión, cuando anunció (bajo un cartel que rezaba «misión cumplida»): «Las principales operaciones de combate en Irak han terminado».
Comentaristas de derecha e izquierda empezaron a pedir a Bush que admitiera que se había equivocado, pero él se limitó a encontrar nuevas justificaciones para la guerra: debía deshacerse de un «tipo muy malo», estaba luchando contra los terroristas, promoviendo la paz en Oriente Medio, llevando la democracia a Irak, aumentando la seguridad estadounidense y terminando «la tarea por la que nuestras tropas dieron su vida». En las elecciones de mitad de mandato de 2006, que la mayoría de los observadores políticos consideraron un referéndum sobre la guerra, el Partido Republicano perdió las dos cámaras del Congreso; un informe publicado poco después por dieciséis agencias de inteligencia estadounidenses anunciaba que, en realidad, la ocupación de Irak había aumentado el radicalismo islámico y el riesgo de terrorismo. Sin embargo, Bush declaró ante una delegación de columnistas conservadores: «Nunca he estado más convencido de que las decisiones que tomé fueron las correctas».
La mayoría de las personas, cuando se enfrentan directamente a la certeza de estar equivocadas, no cambian su punto de vista ni su plan de acción
George Bush no ha sido el primer político, ni será el último, en justificar la toma de decisiones basadas en premisas incorrectas o con consecuencias desastrosas. Lyndon Johnson no quiso hacer caso a los asesores que en repetidas ocasiones le decían que la guerra de Vietnam era imposible de ganar, y sacrificó su presidencia por su certeza autojustificativa de que toda Asia «caería en el comunismo» si Estados Unidos se retiraba. Cuando los políticos se ven entre la espada y la pared pueden reconocer a regañadientes que han cometido un error, pero no asumir la responsabilidad por ello. La frase «se cometieron errores» es un esfuerzo tan evidente por eximirse de culpa que se ha convertido en un chiste nacional, lo que el periodista político Bill Schneider llamó el tiempo «pasado exonerativo». «Vale, de acuerdo, se cometieron errores, pero no por mi parte, sino por otra persona, alguien que permanecerá en el anonimato». Cuando Henry Kissinger dijo que la Administración en la que había servido pudo haber cometido errores, estaba eludiendo el hecho de que, como asesor de Seguridad Nacional y secretario de Estado (simultáneamente), él era, en esencia, la Administración. Esa autojustificación le permitió aceptar el Premio Nobel de la Paz con el rostro imperturbable y la conciencia tranquila.
Observamos el comportamiento de los políticos con diversión, alarma o, incluso, horror, pero lo que hacen no es diferente en esencia, aunque sí en consecuencias, de lo que la mayoría de nosotros hemos hecho en algún momento u otro de nuestra vida privada. Permanecemos en una relación infeliz o que simplemente no va a ninguna parte porque, al fin y al cabo, invertimos mucho esfuerzo en intentar que funcionara. Nos quedamos demasiado tiempo en un trabajo que no nos aporta nada porque buscamos todas las razones para justificarlo y no somos capaces de valorar claramente los beneficios de marcharnos. Compramos un coche de mala calidad porque es bonito, gastamos miles de euros en mantenerlo en funcionamiento y luego gastamos aún más para justificar esa inversión. Rompemos con orgullo una relación con un amigo o un familiar por un agravio real o imaginario y, sin embargo, nos seguimos viendo a nosotros mismos como los defensores de la paz, esperando que la otra parte se disculpe y busque una reconciliación.
Este texto es un fragmento de ‘Se han cometido errores (pero yo no fui)’, (Capitan Swing, 2025), de Carol Travis y Elliot Aronson.
Tomado de Ethic.es
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