octubre 18, 2025
Salinger y Nueve

Salinger y Nueve

“La voz narrativa se dirige a él, como si hubiera estado esperándolo: él está en el cuento, él mismo es el cuento. Él es quien lo escribe mientras el cuento lo escribe a él. Él es Salinger, Salinger es él”....Tomado de https://morfemacero.com/

TA MEGALA

Fernando Solana Olivares

I.

Al final todo hace sentido. La vida y la obra de J. D. Salinger son mucho más asombrosas y mucho menos truculentas y anormales de lo que se afirma. Es asombrosa su renuncia tajante a la fama, su repentina desaparición de la escena pública y su disposición de no publicar más. En 1951 había aparecido El guardián entre el centeno, una novela talismánica y profundamente influyente que hasta hoy ha vendido más de 65 millones de ejemplares, y en 1953 el libro Nueve cuentos, que agrupaba algunos de los publicados con gran éxito en The New Yorker. Luego siguió otra narración, Fanny y Zooey, y un cuento, “Hapworth 16, 1924”, publicado en junio de 1965 antes del inviolado silencio que guardaría hasta su muerte en 2010.

       Pero a la vez no es asombrosa su renuncia, su apartamiento, su negativa a publicar. Estas acciones fueron necesarias para dar lugar a su escritura misma, a lo que alcanzará desde ella. En la monumental aproximación a su vida y obra —que no se parece a una biografía y sin embargo lo es— de David Shields y Shane Salerno, Salinger, ellos concluyen que diez condiciones determinaron la vida de tal genio literario, quien escribió: “estoy en este mundo pero no formo parte de él”.

       Uno. Su anatomía, en la cual faltaba un testículo, circunstancia que lo avergonzaba mucho. Esa carencia está reflejada en su obra donde, como afirman los retratistas críticos, se sucede una y otra vez la obsesión de varones maduros por una sexualidad no genital. De ahí se infiere la intensa atracción que Salinger vivió por chicas muy jóvenes y sin experiencia sexual, con una de las cuales se casaría. Otras conclusiones a las que llegan Shields y Salerno son discutibles, como que aquel testículo ectópico fue también causa de su reclusión y apartamiento del escrutinio público. Dos. Haber perdido a la bella y joven Oona O’Neill y vivir la vida entera “colgado” de una relación no consumada. Tres. La guerra, en la cual experimentó cuatro campañas atroces y un descubrimiento desquiciante para el cual no tenía ninguna preparación, aquel “capítulo final de purificación espiritual”, el más patético y destructor espiritualmente posible, como afirmó alguien: el encuentro inesperado con el campo de exterminio nazi de Kaufering IV. Salinger, según los autores, convirtió sus heridas de guerra en un arco de violín para tañer su arte, pues fue la guerra la que al destruirlo lo creó. El propio escritor le dirá después a A. E. Hotchner que “el arte de la escritura es la experiencia magnificada”.

       Cuatro. Su conversión al vedanta hindú y su “resuelto” cumplimiento de las cuatro etapas que pregona ese camino: el aprendizaje, la vida familiar, el apartamiento y la renuncia al mundo. Dos fronteras cruciales determinan la vida de Salinger: el antes y el después de la guerra y el antes y el después de la religión, según afirman Shields y Salerno: “la guerra lo destruyó como hombre pero lo convirtió en un gran artista; la religión le ofreció consuelo espiritual tras la guerra pero destruyó su arte”.

       Esta última afirmación es equivocada, pues el genio narrativo de Salinger consiste además en transmitir literariamente contenidos religiosos sin que ellos preponderen sobre el vehículo empleado, sobre la literatura como tal, sin degradarla estéticamente, y es de creerse que su arte nunca resultó destruido. Muestra de ello es Nueve cuentos, tema de esta nota. Y también las obras escritas por Salinger que serán publicadas de manera escalonada entre 2015 y 2020.

       Cinco. Después de interpretar unos años con cierta buena voluntad el papel de un hombre que había dejado atrás la pesadilla de la guerra y regresaba a su natal Nueva York, la atmósfera laica y materialista de la ciudad resultó insoportable tanto creativa como existencialmente para Salinger, quien se marchó a Cornish y allí pasó solitario las dos últimas décadas de su vida, dedicado a prácticas espirituales (que la distancia ignorante de los biógrafos ante el tema reduce a un: “preparándose para el otro mundo”) y escribiendo una obra que sería póstuma por decisión expresa —decisión que contiene la renuncia al fruto del acto: publicar, pero no al acto mismo: escribir.

       Es el “como sí” que la deidad Krishna le requiere a Arjuna, el Hamlet indio, quien duda antes de entrar al combate: entregarse a la circunstancia por completo, con la máxima impecabilidad posible. Aquellos fueron sus “años de trabajo”. Propenso al retraimiento, ahora Salinger se retrajo más. Entonces creció el mito.

La sexta condición propuesta por los biógrafos Shields y Salerno para intentar explicar lo inexplicable, el genio literario de Salinger, consiste en el cumplimiento de la segunda etapa entre las cuatro que predica el credo del vedanta al que se convirtió el escritor de El guardián entre el centeno: la vida familiar. Aun sin contar con un temperamento propicio para ser marido o padre, Salinger cumplió formalmente esa etapa, la cual describe en alguno de sus cuentos con una perfección literaria contradictoria con el imperfecto y ausente modo de vivirla que tuvo. Esa paradoja tan común en el drama humano del escritor: poder escribir sabiamente sobre lo que no se logrará vivir con satisfactoria normalidad.

       La séptima condición es un mero énfasis de la anterior: los hijos. Salinger tuvo dos que según los biógrafos representaron la mejor encarnación posible de partes distintas de sí mismo: Matthew y Margaret. El hijo reverente y agradecido, devoto del padre y ahora administrador del patrimonio de Salinger y del proceso de publicación de sus textos inéditos. La hija rebelde, crítica del padre y confrontadora, cuyo libro de memorias, El guardián de los sueños, es descrito como una canción de amor desgarrada de la hija al padre en 450 páginas, la cual “no importaba: él estaba a millones de kilómetros de distancia, en su torre”.

       Y la octava circunstancia, la obsesión de Salinger, tanto en su obra como en su vida, por las jovencitas al borde de la sexualidad: “un mundo físico edénico, una sexualidad anterior al Pecado”, anterior al tiempo atroz de la guerra que convierte todos los cuerpos en cadáveres. Traumas, culpas por haber sobrevivido, inconsciencia deseada y no obtenida, concluyen Shields y Salerno, para casi saldar así el mapa emocional de Salinger.

       Son las últimas dos condiciones, la reclusión y el desapego, las que acabarán de construir el fenómeno de esta existencia tan singular. En palabras de Paul Alexander, Salinger era un ermitaño que coqueteaba de cuando en cuando con el público para recordarle que era un ermitaño. La retirada del mundo, etapa final del vedanta, también representa la estrategia publicitaria perfecta: si era invisible para la gente, podría estar en todos los lugares de la imaginación pública.

       Esta afirmación de los biógrafos, cínica y utilitaria, sugiere que Salinger instrumentó para su beneficio literario la religión a la que se convirtió. Shields y Salerno transcriben lo que señala Margaret, la hija, al exponer el desapego, la última condición de las diez mencionadas para explicar al autor de Nueve cuentos:

       “Siente desapego por tu dolor, pero Dios sabe que el suyo se lo toma con una seriedad mortal”. Margaret acabó dándose cuenta, como escribe en sus corrosivas memorias, que Salinger, contra todas sus declaraciones y escritos, era un hombre sumamente necesitado de atención. Se trata una vez más de la frágil reputación de los muertos, además de una interpretación posmoderna desacralizante, signo de la época, que no atiende lo sustantivo, lo único verdaderamente sobreviviente: la obra del autor.

       El genio narrativo de Salinger consiste en un arte de la sustracción mediante el cual quien elabora una historia que conoce en todos sus detalles, aun aquellos pormenorizados y minúsculos, no la cuenta así sino habiéndola sintetizado. Todas las cargas ocultas y los sentidos implícitos de una narrativa que sólo muestra sus conclusiones, como si se tratara de un lienzo en el cual los fondos y las veladuras que se han ido untando en capas no aparecen delante de la mirada y sin embargo no dejan de ser parte definitiva de la obra. De tal manera, el volumen de Nueve cuentos comienza con una narración ejemplar e incomparable, “Un día perfecto para el pez plátano”, y cierra con la deslumbrante pieza “Teddy”, donde se muestra la capacidad estética de Salinger para integrar con inesperada naturalidad temas orientales y metafísicos en un horizonte ajeno hasta entonces a la irrupción de ese sincretismo, un poderoso signo cultural de la época.

       “Las mejores obras de Salinger no son buenas. No son muy buenas. Y no son magníficas. Son perfectas. ‘Perfectas’, sin embargo, no es necesariamente el mayor elogio que se les puede hacer”, escribe David Shields. Dicha perfección es una virtud irrevocable pues el lector está dentro del texto en cuanto inicia su lectura. La voz narrativa se dirige a él, como si hubiera estado esperándolo: él está en el cuento, él mismo es el cuento. Él es quien lo escribe mientras el cuento lo escribe a él. Él es Salinger, Salinger es él.

Tomado de https://morfemacero.com/