T
ras la crisis del 29 y su Gran Depresión, la Segunda Guerra y el desplome de las democracias europeas, las élites políticas y económicas triunfadoras supusieron que, para evitar que aquello se repitiera, había que someter al capitalismo a una severa transformación de sus estructuras sociales y políticas. La relevancia de un nuevo pacto político fue pronto asumida, no sólo para “salvar” al capitalismo, sino para enfrentar el nuevo desafío planetario del comunismo soviético y su enorme capacidad de construir lo básico; así, se postuló la necesidad de crear un nuevo Estado que, entre sus tareas, estuvieran disminuir la pobreza y erigir regímenes que protegieran a las sociedades de la “cuna a la tumba”.
Se trataba de inventar un nuevo contrato social, cuyos primeros logros se concretaron en el New Deal rooseveltiano y el europeo Estado del bienestar, alimentado por la socialdemocracia y la propia democracia cristiana que emergían. A este inventario pronto se sumó el reclamo de grandes mayorías que adoptaron las divisas del desarrollo y las soberanías. Toda una ensalada que la Organización de Naciones Unidas (ONU) articuló como pudo y que Estados Unidos exigió encabezar, dado su carácter de gran vencedor.
Así, el Estado, además de sus funciones llamadas clásicas, asumió nuevas tareas vinculadas con las actividades económicas y productivas y su organización, la creación de servicios públicos y de infraestructura que sólo podían ser financiadas, de manera sistemática y eficaz, mediante recursos públicos. Tarea interminable y siempre inconclusa, fruto del diálogo y la voluntad política, que en México no hemos acometido cabalmente.
“Antes de pensar en una reforma fiscal integral, aseveró en una entrevista el titular de Hacienda, tenemos que hacer nuestro trabajo; nuestra obligación con los contribuyentes es ser eficientes, y yo creo que no sería correcto cargar las ineficiencias de la recaudación a contribuyentes cautivos”, afirmó. (“El secretario de Hacienda, Édgar Amador, indicó en entrevista que hay que ser más eficientes en la recaudación antes de plantear una reforma fiscal”, Víctor Piz, El Financiero, 10/9/25).
Así, con los ajustes y los tristemente célebres “impuestos saludables”, otra vez queda fuera de radar convocar a las organizaciones sociales y políticas a deliberar sobre una reforma fiscal amplia que, sostenidamente, supere la crónica debilidad fiscal del Estado y enfrente nuestro talón de Aquiles histórico: el nulo o muy lento crecimiento de la economía y las agudas desigualdades y pobrezas. “Una reforma fiscal de gran magnitud que ponga en manos del Estado los recursos, provenientes necesariamente de los estratos de ingreso más altos, para impulsar la inversión en infraestructura y el gasto social”, subraya nuestro estimado colega José Casar, quien (se) pregunta:
“¿Cómo avanzar en el fortalecimiento de las finanzas públicas?, (…) (cuando) el rezago fiscal abarca casi todos los rubros de la estructura tributaria (…) conviene (…) conciliar tres aspectos: aumentar los ingresos públicos como proporción del producto, maximizar el efecto distributivo de los cambios y no desincentivar la inversión privada” (José Casar, “Hacia una reforma fiscal para el crecimiento y la igualdad”, México, PUED-UNAM, 2020).
A pesar de que no han sido pocas las voces que, desde diferentes trincheras y en diversos momentos de nuestra historia contempóranea, han hecho planteamientos buscando fortalecer y aumentar las finanzas públicas, lo cierto es que hasta ahora no ha podido avanzarse; todo parece indicar que a las resistencias de poderosos sectores se suman actores “saludables” y siempre atentos a la voz del amo.
No sobra recordar que en 2021, el entonces presidente de la Comisión de Presupuesto y Cuenta Pública de la Cámara de Diputados, Alfonso Ramírez Cuéllar, impulsó un grupo de trabajo para la transición hacendaria, que analizara los requerimientos del gasto y delineara un auténtico Estado social. Un grupo integrado por miembros del Banco de México, el Inegi, Hacienda, la Auditoría Superior de la Federación y varios centros acádemicos, entre ellos la UNAM, el Centro de Investigación y Docencia Económicas y El Colegio de México, quienes elaboraron el informe Nuevas políticas públicas contra la desigualdad, argumentos y propuestas para crear una política hacendaria, tributaria y distributiva como única vía para aspirar a un Estado de bienestar. Esfuerzo que, como otros, ha quedado en la cuneta, pero no enterrado: siguen vivos los centros de pensamiento, aunque un tanto mermaditos por la incalificable ofensiva de la 4T contra sus magras finanzas y estabilidad. También, en la memoria del Congreso, se mantiene el fruto de la convocatoria de Ramírez Cuéllar.
Falta la voluntad del gobierno, la llamada a articular visiones e intereses, remprender los esfuerzos de programación del Estado y arriesgar una oferta mayor: planear el desarrollo.
No es revolución, sino razón lo que urge; no es osadía, sino sensatez ambiciosa para entendernos. Reconocer que no hemos salido del todo de la caída que nos sumió en el pasmo y la pérdida de rumbo.
Tomado de https://www.jornada.com.mx/
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