TA MEGALA
Fernando Solana Olivares
Entonces las tardes eran serpientes de plata. Su estrépito llegaba hasta nosotros envuelto en los disfraces de la indolencia: tantos milagros nos habían hecho profesionales de lo escéptico. Todos los signos que rodeaban a la razón —tierra de muchos, desierto de algunos— se aplazaban por comuniones que la vida impartía sosegada, segura de que la sencillez de sus gestos no se perdería como los ángeles al doblar las esquinas.
Vivíamos para esas tardes tempranas, que todavía aceptaban los brillos de una luz altiva, recién inaugurada. No sabíamos que nuestra euforia era el reverso del desgano, que nuestros pasos sólo repetían las aventuras de una memoria convencida de no proceder más que de su propia novedad.
Ahí estaba el destino de todos. Nuestros rostros, apenas acomodados a los gestos que los años demorarían en cada uno, ensayaban las emociones de su educación sentimental. El de allá era gordo y mofletudo, aquél se empeñaba en mitigar las huellas aceitosas de los granos, otro anticipaba los surcos ascéticos de la soledad por venir, éste sonreía en los agravios que traería detras hasta su final. Nadie parecía saber que el tiempo es irremediable, que la vida transcurría como un juego mal jugado y que la intemperie nos esperaba a todos en un único salón. Si entonces alguien propuso tomar por asalto el cielo de nuestro presente, ninguno de nosotros lo advirtió. Si entonces se abrieron puertas para que nuestros senderos se multiplicaran, quedaron inéditas esperando un tráfico que nunca tuvo lugar.
Nuestro vicio eran las epifanías, que a diario, después de las dos de la tarde, cruzaban con sus calcetas blancas por las caricias obscenas de nuestras manos inmóviles, imaginarias, entrenadas para no saber cómo se desabrochaba una blusa de secundaria, cómo se daba un beso donde el alma se hiciera líquida, cómo se abrían las cerraduras del altar mayor.
Y entre ellas iba Rita, Rita Epifánica, vestal de tobilleras caídas y mirada humedecida por la brisa de su falda en vuelo. No era nuestra, ya desde entonces había elegido a otro cuyo mérito era la posesión de todos los tiempos verbales de su sonrisa. Pudo olvidarse y se olvidó. Era cualquiera donde el rastro de lo impermanente todavía no apareciera con sus sombras, cualquiera donde Rita Epifánica hubiera montado las líneas de su amor de agua, cualquiera donde los muslos púberes se dejaran visitar por la sabiduría del deseo, cualquiera donde desfalleciera porque quería, porque debía desfallecer.
—Ayer lloró Rita —dijo esa vez Lanestosa Pampillón Federico. Las jóvenes en flor habían salido ya, la calle sólo era nuestra y de los rezagados habituales, la serpiente de plata estiraba sus anillos y desplegaba su único, intocado avance vesperal.
La noticia alborotó nuestros ánimos. Negamos credibilidad a otro de los voraces enamorados de la Epifánica, pero todos sabíamos que nuestro código amoroso requería esa majadera incredulidad. —No mames —habrá dicho alguno. —¿Y lloró por ti? —ironizó otro más. Todo sobraba: Rita no podría llorar jamás por el genio luciferino de Lanestosa Pampillón. Si acaso su propia madre, que muy poco entendía del talento bizarro de un hijo llegado desde lo más profundo de la somática familiar. —Ayer lloró Rita —repitió sentencioso Lanestosa Pampillón.
Una moneda rodó con suavidad hasta la marca de nuestra rayuela de la tarde temprana y se acomodó en su centro, segura de vencer en esa ronda del azar deliberado. Luego llegó el camión y la serpiente se aposentó rotunda, sin otro obstáculo: cada uno se fue para esperar el día siguiente. Y regresamos, pero Rita Epifánica no.
—¿Recuerdan cuando lloró Rita? —nos decíamos, absortos en la urdimbre de nuestra añoranza sin versión aceptable. —Busquen al novio, que nos diga qué pasó —sugería algún racionalizador de aquella melancolía. Pero las monedas danzaban cada vez más exactas, rodaban apenas porque habíamos aprendido a convertirlas en mariposas y así se nos iba Rita entre los dedos.
Antier soñé que ayer lloró Rita. Llevaba las tobilleras caídas y su falda guardaba los reflejos de su boca vegetal. Mañana voy a soñar que hoy lloró Rita. Y a pesar de sus lágrimas alguna vez le quitaré las calcetas de diosa incipiente y tocaré sus pies pequeños como esas tardes donde la revelación lustraba su piel.
—Su fobia eran las ligas —dijo, años después, cuando las horas nos reunían para tener un pretexto donde la puerilidad aflorara, el licenciado Lanestosa Pampillón. Llegaba el vaho lóbrego de los recuerdos manoseados, la noche se abría para darnos paso y volvíamos a contar lo que siempre nos habíamos contado. Nadie se refería a los ausentes, y los presentes actuábamos como si fuéramos los de antes, aquellos que habían preferido ser nada más que un momento hecho destino, un solo punto de luz.
—Todo hubiera sido distinto —dijo el licenciado Lanestosa—, si alguno de nosotros la hubiera tenido. Podrías haber sido tú o yo, daba lo mismo. Y hoy estaría aquí sentada, seguiría siendo nuestra mujer.
Ya era inútil discutir ese plural abusivo. La maquillada mitología toleraba imprecisiones, olvidos, mentiras. Pero podíamos voltear al pasado porque en él estaba Rita, nuestra más limpia posesión.
—Ayer soñé que lloró Rita —concluyó alguno, cuando la reunión se disgregó.
Tomado de https://morfemacero.com/
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