Tomado de Ethic.es

Corren malos tiempos para el ideal cosmopo­lita: el protagonismo recobrado por el nacio­nalismo político en las últimas décadas consti­tuye uno de los fenómenos más desconcertantes de la historia reciente. Habíamos supuesto que los desastres del siglo XX seguirían funcionando como una advertencia eficaz contra las tenta­ciones de la pertenencia agresiva en un mundo cada vez más globalizado; llegamos a creer que el fundamentalismo religioso representaba la principal amenaza contra las sociedades abiertas. Se trataba, como ya es evidente, de una creencia ingenua. Y solo ahora, tardía­mente, salimos de nuestro estupor.

Da igual hacia qué dirección miremos: allí estará el nacionalismo. Es rampante en la Ru­sia poscomunista, donde adquiere contornos imperialistas bajo el puño de hierro del puti­nismo; ha resurgido en la India durante los mandatos presidenciales de Narendra Modi, quien ha empleado el hinduismo como seña de identidad en detrimento de la minoría mu­sulmana; se ha intensificado en la poderosa China del personalista Xi Jinping. Pero tam­bién ha resurgido en Estados Unidos, donde el segundo mandato de Donald Trump se desa­rrolla bajo la premisa que con tanta elocuencia resumía su famoso eslogan de campaña: «Make America Great Again». Paradójicamen­te, la agresividad de Trump contra su vecino del norte ha hecho posible la victoria electoral del candidato liberal en las últimas elecciones generales: el orgullo nacional de los canadien­ses se ha rebelado contra el magnate que des­precia la soberanía de su país. ¡El nacionalis­mo llama al nacionalismo!

Da igual hacia qué dirección miremos: allí estará el nacionalismo

Pero aún no hemos terminado: el giro es reconocible en los gobiernos electos o el dis­curso de las fuerzas electorales que compiten por hacerse con el poder en países como Hun­gría, Alemania, Francia, Italia o México. Asimismo, se ha intensificado en el ámbito su­bestatal: aunque la Padania italiana ha pasado de moda y los nacionalistas vascos disfrutan de tales privilegios territoriales que no les con­viene reclamar su independencia, el sepa­ratismo catalán se rebeló contra la democra­cia española durante el famoso procés y sus conmilitones escoceses llegaron a votar su independencia –perdieron– en un referéndum pactado con los conservadores de David Ca­meron. A su vez, estos últimos dieron alas al nacionalismo inglés sometiendo a voto la per­manencia del Reino Unido en la Unión Euro­pea: los brexiteers se alzaron con la victoria al grito de «Take Back Control!». Y, si bien el na­cionalismo quebequés no atraviesa su mejor momento, la presidenta de Alberta ha amena­zado con convocar un referéndum de secesión si el Estado central continúa interfiriendo en el rumbo político de la provincia.

Incurrirá no obstante en un error de pers­pectiva quien llegue a creer –sacudido por nuestro presente– que el nacionalismo había llegado a salir de escena; en el mejor de los casos, se había retirado a un segundo plano. Porque siempre estuvo allí, como tendremos ocasión de comprobar: en los procesos de descolonización que tuvieron lugar en Asia y África entre los años cincuenta y los setenta; en el resurgimiento de los nacionalismos ir­landés y vasco, en ambos casos con recurso a la violencia armada, en el último tercio del siglo pasado; en la cruenta implosión de Yu­goslavia tras la caída del telón de acero. Tam­poco se ha derribado todavía el muro que separa a turcos y griegos en Nicosia, capital de la isla de Chipre, desde el año 1963. Y no faltan las minorías que son perseguidas en buena parte del mundo por quienes pretenden la homogeneización étnica de un territorio: los tutsis en Ruanda, los rohinyás en Birmania, los saharauis en Marruecos, los kurdos en Tur­quía, los uigures en China.

Para quien busque refugio en la Unión Eu­ropea, por último, conviene recordar que los soberanismos interiores ya frustraron en su momento –aquellos referéndums celebrados en Francia y Holanda– el proyecto de Cons­titución Europea liderado por Giscard d’Es­taing. Así que el bienintencionado propósito de convertir Europa en la «patria» de los eu­ropeos se enfrenta a dificultades acaso insal­vables, máxime cuando no son pocas las fuerzas políticas que apuestan por debilitar el poder de Bruselas y ni siquiera podemos es­tablecer una distinción clara entre progresis­mo europeísta y conservadurismo soberanista: hay soberanistas en la izquierda, igual que hay europeístas en la derecha. Por otra parte, los nacionalismos interiores no siempre se mani­fiestan por la vía política; aunque las iden­tidades culturales de los europeos suelen so­laparse felizmente, no faltan quienes ven a Europa como una entidad remota que no les despierta emoción alguna. Nada nuevo: hace apenas ochenta años que concluía la guerra civil europea que comenzó en 1914 y ese re­cordatorio debería bastarnos para celebrar con asombro lo mucho que la Unión Euro­pea ha logrado desde el momento de su fun­dación.


Este texto es un extracto de ‘La pulsión nacionalista’ (Debate, 2025), de Manuel Arias Maldonado. 

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