Ante la amenaza del cambio climático, el bosque es un medio para amortiguar sus efectos. Por ejemplo, absorben dióxido de carbono de la atmósfera y participan en el ciclo del agua que asegura las precipitaciones. Pero en situaciones de altas temperaturas y sequía, como las provocadas por el calentamiento global, es más fácil que los bosques ardan.
Los incendios forestales tienen un gran impacto a tres niveles. Por un lado, en los propios ecosistemas. Por otro, en la población que vive en las zonas devastadas. Y, por último, suponen costes económicos en términos de prevención, control del incendio y regeneración posterior, así como los debidos a su impacto en la salud y el clima.
La concepción alemana del bosque
El bosque encarna, más que otro paisaje, el ideal de la naturaleza. Una idea que le debemos al Romanticismo alemán y a la formación de los primeros ingenieros forestales españoles en este país en el siglo XIX, quienes sentaron las bases de la primera Escuela de Montes en 1848. Se importó de esta forma un modelo de formación, y también una manera de entender la naturaleza en la que la masa arbolada ocupa un lugar central como fuente de vida, riqueza y valor cultural. Allí se habla de Wirtschaftswald o Nutzwald (bosque en producción o bosque útil).
Los bosques comenzaron a verse como un recurso industrial y de intervención en el territorio; como fuente, por ejemplo, de madera para la construcción, de combustible y de lucha contra la erosión y desertificación. Con el tiempo, el bosque se ha ido convirtiendo en un referente positivo, y hoy en día es difícil considerarlo en los términos negativos que pudo tener como lugar sombrío en el que acechaba el peligro (lobos, asaltantes o accidentes). Los incendios, los monocultivos, la deforestación y el estrés climático son sus enemigos actuales.
Hoy el bosque nos preocupa, pero no estuvo siempre ahí y no de la misma manera. Las masas arboladas, tal y como las conocemos, nacen de prácticas económicas que generan nuevos ecosistemas y paisajes. Es un producto histórico que, sin embargo, se sigue relacionando con la idea de una naturaleza primigenia a la que hay que volver, que hay que rescatar.
El bosque como fuente de madera
Hay un mito sobre el bosque en Hispania. Una historia recurrente nos cuenta que una ardilla podía cruzar la península de rama en rama, dicen que las crónicas de Estrabón del siglo I a.C. dan fe de ello. Pero sobre Iberia escribió que en una gran parte se compone de montañas, bosques y llanuras de suelo pobre con desigual reparto de agua. Y no hay atisbo de ninguna ardilla.
Hoy el bosque nos preocupa, pero no estuvo siempre ahí y no de la misma manera
En España, a partir del siglo XIX se inicia un proceso de transformación incesante del territorio que, tras diferentes iniciativas políticas, se acelerará a partir de 1957. El bosque se convierte en una razón de Estado para garantizar el autoabastecimiento de madera. En ese momento, se consolida un modelo forestal orientado a la producción industrial de madera. Desde los inicios de la ingeniería forestal, el bosque es sometido a un proceso de extensión. Como consecuencia, gran parte de los bosques actuales son en realidad cultivos destinados a ese fin.
Muchos ingenieros se dedicaron a diseñar parques forestales en los que se exponía una amplia variedad de árboles que podrían llegar a integrarse en el bosque ibérico: robles americanos, secuoyas, tulíperos, tsugas y ginkgos. Un monte antes despoblado se convertía en un pequeño «Disneyland» de idealización paisajística y en un área forestal de referencia. Eran enclaves en áreas dominadas por las plantaciones de pinos.
Tierra de pinos
La península ibérica pasó a ser una tierra de pinos. Las condiciones climáticas y del suelo le son favorables. El pino es, además, un árbol que se caracteriza por su rápido crecimiento, resistencia, valor económico y capacidad de generar nuevos espacios de vida, nuevos ecosistemas.
Hoy, la masa forestal adquiere una extensión y avance sin precedentes. Entre 1940 y 1987, el 77% de los árboles plantados a través de las políticas forestales corresponden a variedades de pinos. Pero no solo los pinares, también hayedos, bosques de ribera, eucaliptales, tejedas y bosques de laurisilva son productos de nuestra capacidad de plantar y cuidar.
Un producto de nuestra historia
El proceso de urbanización, el abandono rural y la irrupción de la agricultura industrial a partir del siglo pasado modifican el territorio. Y el bosque transforma el paisaje, cambia usos de la tierra y costumbres de sus habitantes.
Basta con recurrir al archivo de fotografías antiguas o de los primeros pintores paisajistas para darnos cuenta de que adquiere un valor estético y social muy recientemente. Los bosques son hoy producto de nuestra historia. Antes, el territorio estaba definido más por cultivos agrícolas que por grandes masas forestales.
Desde el nacimiento de la ingeniería forestal se ha llevado a cabo una misión de forestación, población y generación, y no de reforestación, repoblación y regeneración. Bosques que se han ido creando desde cero.
Así, los bosques actuales son frágiles ecosistemas creados o intervenidos por el ser humano, y no formas originarias de naturaleza. Ahora la pregunta es si queremos cuidarlos como parques y jardines, o como meras plantaciones.
David Casado-Neira es titular de universidad de sociología en la Universidade de Vigo. Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.
Tomado de Ethic.es





Más historias
Breve historia del teléfono
5 claves sobre el futuro del automóvil en la UE
Cegados por la luz