¿En cuántas conversaciones hemos dicho u oído decir que «las personas no cambian»? Sin duda, se trata de una idea profundamente arraigada. Pero, ¿hasta qué punto es cierta? Es indudable lo arduo que es conocer en profundidad cómo son quienes nos rodean, nos hemos acostumbrado a observar su forma de comportarse y a formular juicios sobre ellos. Y también es cierto que la resistencia al cambio es inherente al ser humano pues cambiar implica asomarse a la inseguridad de lo desconocido.
Sin embargo, la realidad nos muestra que no solo cambian quienes nos rodean, sino que también lo hacemos nosotros. Pueden ser variaciones apenas perceptibles en nuestro carácter y pensamiento, o tal vez cambios profundos que reconduzcan nuestros modos de vivir, pero no dejan de ocurrir a lo largo de la vida.
Numerosos estudios psicológicos aseveran que no solo es posible que las personas cambien a lo largo de los años, sino que es lo más probable. Y a la hora de certificar dichas variaciones se tienen mayormente en cuenta los que son más ampliamente reconocidos como los cinco principales rasgos de la personalidad humana. La teoría de los Big Five fue desarrollada por el psicólogo británico Raymond Cattell (1905-1998), y sigue siendo el modelo de análisis científico de los caracteres humanos más comúnmente aceptado.
La ciencia se refiere a la apertura a la experiencia, la amabilidad, la extraversión, la responsabilidad y el neuroticismo. Según los estudios, cada uno de nosotros contamos con estos rasgos de manera más o menos acentuada, y son los que, con el transcurso de los años pueden ir variando.
La teoría de los Big Five establece los cinco rasgos principales que definen la personalidad humana
Los cambios personales suceden debido a múltiples circunstancias que pueden variar profundamente de una a otra persona, pero existen una serie de condicionantes que suelen ser comunes a dicho proceso. Entre ellos destacan los momentos críticos, como la pérdida de un ser querido o un cambio laboral, que suelen enfrentarnos a un replanteamiento de nuestros sentimientos, nuestra manera de pensar o las expectativas que tenemos ante nuestra propia vida.
Nuestras motivaciones son las que nos empujan a mejorar cualquier aspecto de nuestra vida con el que no terminamos de encontrarnos satisfechos. Y, en muchas ocasiones, dichos aspectos se han conformado de acuerdo a la educación recibida, tanto en el aspecto curricular como en el moral. A medida que avanzan los años, nos exponemos a nuevas ideas y ampliamos muchos de nuestros conocimientos. Todo ello suele derivar en la apertura de nuevas perspectivas.
Por supuesto, esto sucede porque no somos seres aislados. Vivimos en sociedad, y familiares, amigos o compañeros de trabajo suelen ser parte del engranaje que nos lleva no solo a cambiar nuestro carácter, sino incluso a desear para nosotros mismos una profunda metamorfosis que se erige en reto vital.
Basándose en la teoría de los Big Five, la psicóloga Eileen Graham, de la Universidad de Northwestern, realizó una investigación con 50.000 participantes de diferentes países de Europa y América. Los resultados revelaron que cuatro de los citados aspectos principales de la personalidad sufrieron cambios significativos a lo largo de la vida de las personas que participaron en el estudio.
Los resultados coincidían en gran medida con otra teoría ampliamente reconocida entre los estudiosos. Se trata del principio de madurez, según el cual el paso de los años provoca que nuestra personalidad evolucione a mejor, principalmente a causa de los retos que enfrentamos. Dichos retos son principalmente aquellos que nos plantea la vida en el entorno laboral y en el familiar.
Nuestra tendencia a la búsqueda de estabilidad, a la ausencia de incertidumbres y riesgos, nos incitará a seguir manteniendo esa idea popular de que las personas no cambian, pero con analizarnos mínimamente a nosotros mismos lograremos comprender que los cambios en la personalidad son inevitables y, en muchas ocasiones, deseables.
Tomado de Ethic.es





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