Colaboraciones
Enna Osorio Montejo
Enna Osorio Montejo publica su primer libro individual, La edad terrible, con el sello de la Universidad Autónoma de Sinaloa. Pronto aparecerá una edición en Argentina de este volumen de poemas, con el sello Ediciones Hasta Trilce, lo cual lo convierte en un peculiar caso de auge editorial, al conseguir una edición nacional y otra foránea en muy breve lapso.
Por otra parte, la publicación individual de la poesía de Enna Osorio es un acontecimiento que debe encarecerse. En La edad terrible Osorio encara con resolución, no exenta de humor, su condición neurodivergente para celebrar desde una paradójica lucidez su historia familiar, en la que las mujeres se distinguen por su lucha contra una enfermedad hereditaria: el cáncer, si bien los hombres de la parentela no dejan de ser víctimas de ese mal.
Sobreviviente ella misma de un cáncer, Osorio infunde a sus poemas narrativos una temeraria elocuencia que surge desde la orilla del abismo, con la conciencia de que sus palabras deben rescatar legados matrilineales, más allá del dolor y el tormento de cada mujer antecesora.
En su discurso, Osorio alterna el verso libre y el poema en prosa, puesto que su ritmo característico es el coloquial. No hay mayores experimentos lingüísticos, salvo ocasionales y ceñidos juegos sobre la visualidad del texto. La experimentación profunda de este libro surge de las historias que evoca la poeta: vivencias en un entorno familiar cuyas convenciones rompen con las de las comunidades en que germinan, irguiéndose como desafiantes árboles del des-conocimiento y el des-acatamiento. Paraíso perdido es la infancia, pero no por pérdida de la inocencia, sino por acceso a un arte de la contradicción.
Una vitalidad insumisa a los padecimientos, a las restricciones sociales, a los destinos impuestos es lo que Enna Osorio va desplegando en las páginas de La edad terrible. A las historias de abuelas y abuelos, tías, la madre y el padre, suma la suya propia con el desparpajo de saberse en disonancia con las buenas conciencias, con la serena desesperación que infunde la conciencia de no ajustarse a los imperativos de la “conducta normal”.
Al romper la norma de lo conveniente, de lo recomendable, de lo aceptable, esta poeta con tenaz vocación de cronista familiar rescata un mundo de existencias socavadas por su rechazo a lo que es socialmente consentido. Nos confía un lugar de sus recuerdos que acaso encienda, en quien lee, personalísimas memorias de otras existencias impugnadas.
La autora de La edad terrible estudió la licenciatura en Humanidades en la UDLA de Puebla. Fue ganadora en el XXXIV Concurso Voces Nuevas 2021, con la editorial española Torremozas. Ha sido beneficiaria del FONCA, Jóvenes Creadores 2011-2012; de CurArte es Guelaguetza, bajo el Programa de Apoyo a las Instituciones Estatales de Cultura 2020; y del PECDA Oaxaca 2024, Creadores con Trayectoria.
Jorge Pech Casanova
El derrumbe
Las anécdotas detrás de los cuadros no interesan. Algunos cojines con brocado verde, agujeros y deformidades, proponen un paisaje mejor:
Mis primas y yo, en el campo; al lado, en el comedor, nuestros padres juegan cartas. Corremos a la sala por almohadillas, estamos construyendo nuestra casa. Con una sábana tendemos el techo. En el interior, hemos colocado un florero, tres tazas y al bebé de trapo. No nos movemos; poco a poco somos parte de las cosas.
Se nubla la historia e iniciamos una tormenta. La vivienda sufre daños, el bebé enferma, es necesario recapitular. Volvemos a nuestro bosque por más cojines. La morada crece y con el niño grave hay mucho por hacer.
Cuando llega la calma ensordece el juego. Procuramos otro problema y el hogar se derrumba. Empezamos otra vez.
La casa nunca vuelve a ser la misma.
Papá Grande
Don Severo existe hace ciento veinte años. Los últimos veintiséis cobró la forma de su sombrero, en mi armario: un borsalino gris de la llanura piamontesa. Su piel es fieltro suave de pelo del conejo amigo de gánsters y aventureros galantes. Una cinta negra, entre el borde de su cuerpo y la corona triangular que ostenta, se anuda a su costado izquierdo. Fue un regalo de doña Joaquina, la “Mamá Grande”, sombra benevolente para el marido. Su alma, una banda suave, le confirió el carácter flexible de los seres duraderos.
Este abrigo tiene duende para mi cabeza. Provoca imágenes que eximen al amor en torno a un mismo cuadro:
Veinte años antes de morir, el bisabuelo enviudó y empezó a acumular el perfume de las flores que huelen de noche; también comenzó a hablar solo. Más de seiscientos frascos conservaron el aliento de Joaquina azul, a su lado. Don Severo elaboró, jardín tras jardín, la esencia del duelo que no ha tenido lugar.
Dentro del ropero, además del borsalino, conservo un recipiente de vidrio con boca de cañón. Lo habitan palabras de mi bisabuela. Ahí persiste la historia.
La molienda
Soy vela abandonada en el altar,
canica que rodó más lejos
para perderse entre la hierba,
palillo chino bajo la cómoda de ébano,
resignación de piedra.
Una tarde tuve que rescatar
el dedo índice de mi hermano
enredado en la cadena de un columpio;
lo hice desde el miedo porque con él
señalaría su mundo.
Soy vela que se extingue.
Mi nombre era mafia de mujeres que sabían del polvo
por la molienda de huesos para la porcelana.
En el juguetero las figuras de bone china
descansan.
Salí de la casa al olvido de las muñecas
tras cortarle la frente a mi hermano con unas tijeras
(se movió cuando quise emparejarle el flequillo).
Soy humo de una vela.
Desvelar a las muñecas y a las santas
Qué necesidad hay…
Y aun así, para celebrar el amor,
el amor ha de destrozarnos primero.
H. D.
Fantaseo con desnudar y acariciar el cuerpo de algunas mujeres de mi familia. Descolocarlas. Provocar en ellas las cicatrices bajo sus mangas de obispo, los quince centímetros de la cesárea, la carne endurecida del perineo agrio después de la episiotomía –porque cuando un hijo corona, y aún no se quiere ser madre, la vagina es un portal inestable entre el ser y la asfixia–. Provocar las señales del amor cuando ha sido demasiado: costuras queloides en todas las vísceras que se tuercen, calientan y aceleran, revientan, después del desencanto. Y, para los rastros más profundos e imprecisos de la vida, esas marcas que nunca sanan de tanto negarles el reconocimiento y perdón de la mirada, sueño con arrancarles el cabello, hacer de mi lengua un martillo sobre sus cabezas, martillar. Expuesto el cerebro como nuez, introducir la pinza de mis dedos índice y pulgar entre los nudos del lóbulo temporal, y levantar el polvo. Sí, una tormenta de arena hasta la aridez de sus reinos y claustros.
Desnuda, sumergida en una tina que sin más se vuelve océano, imagino que mi piel es la suya. Andan mis manos en ella con la ternura del amante devoto de cualquier signo de pureza, hasta identificar las manchas de familia y nombrarlas:
En los tobillos, las venas violáceas de la tía virgen, a quien la uva del pecho se le secó como una pasa de ser tan buena hija. Todos los hombres de la familia la admiran y protegen. Es la madrina de los críos. La quedada.
La semilla parda de la madre santa en mi nuca es una pepita de melanina que pesa como la mirada de su hijo, mi padre. De cargarla en la vida, temo desarrollar una joroba similar a la de la tía, quien al final no quedó tan sola: concibió una muñeca a la que le templó los huesos como espadas.
Justo donde el coxal derecho hace curva y desciende al valle, aprieto el lunar de carne de las mujeres de mi madre. Rebeldes hembras de cadera amplia que bailaron, viajaron y pensaron en ser damas del mundo. Muñecas que guardaron el tweed, la gabardina y los olanes en armarios de caoba, para ajustarse al ritmo regular del corazón con un esposo y algunos hijos. Ellas, las que hablan inglés, las engañadas por un dado falso.
En el seno derecho, reflejo del nombre de la abuela, que es el de mi madre y el mío, la fortuna, recuerdo con la palma de la siniestra al buitre que anidó en el cuadrante superior al cobijo de mi axila. Larva de mariposa negra. Cáncer. Dicen los hombres y las otras mujeres que fue por rencor y ceniza en la boca. Tienen razón. Todos mentimos al amar.
En este indeclinable acto de revelación, considero hincar las uñas con el aburrimiento del amante sobrado de la misma piel, de las lluvias que reblandecen la tierra y de las voces de la santa y la muñeca poseídas por la idea, la más absurda idea, de llegar a ser mujer, como si se hubiese nacido siendo una rana.
Irritar hasta la sangre. En el escándalo rojo repetir el sueño donde dreno todas las herencias; y al amante, sea el padre, el hijo, Dios o un náufrago entre las piernas.
Síndrome de la niña invisible
Quiero beberme un río
y anegar el bosque
hasta no ver los muertos de la fe en el amor.
Disparar al cielo
y que la ley de la gravitación
responda.
Quiero la justa dimensión del cero
para las monedas falsas.
Solo quiebro el vaso
con las piernas encogidas sobre el pecho,
la cabeza,
pitahaya entre las manos.
¿Me han robado a todos los padres?
¿Mis mujeres
hablan solo con la nota más baja de las tumbas?
Mi nombre
debió haberse proscrito en un barco
hasta el fondo del océano.
Tomado de https://morfemacero.com/
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