No existe algo que nos defina más que el amor maternal. Su obtención marca paradigmas, también anhelos e inspiraciones. En México, el lugar de la madre se superpone a cualquier otro. A ella la llevamos a donde vayamos, esté viva o muerta. Lo antes dicho explica nuestra lealtad a Virgen de Guadalupe y su afirmación como la progenitora esencial de los mexicanos. La señora del Tepeyac es una fuente inagotable de concordia, el único símbolo capaz de hermanar lo irreconciliable.
El milagro del pocito implica la génesis de un culto aglutinador y uno de los primeros enunciados de nacionalismo. Nunca está por demás rememorar las fases del relato: primero, la inocencia de Juan Diego premiada por la amorosa aparición de la virgen morena, después, la llegada al sitio de Fray Juan de Zumárraga y un Juan Diego confundido, que no alcanza a reconocer el lugar exacto de la aparición, hasta que la virgen misma hace brotar el manantial que, además de establecer un vínculo intrínseco entre los testigos, verifica su prodigio, armonizándolo con la veneración indígena a la Tonantzin y a otras deidades prehispánicas advocadas a la protección de los más débiles. Un contrato de amor eterno.
Los cierres de circuitos y bloqueos en las carreteras confirman el compromiso. Después de más de un año de la suspensión de los festejos, la apertura de la Basílica de Guadalupe opera como un bálsamo regenerador de la buena voluntad, aunque lo haga en un contexto de dolor, decepción y escepticismo. No se puede negar: la fe conmueve. Revitaliza.
La historia nos ha enseñado que en México nadie es más poderoso que la virgen. La construcción misma de la Basílica de Guadalupe habla de su influjo. La llegada a la presidencia de Luis Echeverría estuvo marcada por la intolerancia de su predecesor, la crisis económica y su necesidad de incorporar a los inconformes a las filas de su gobierno para neutralizar sus presiones.
Ateo confeso, Echeverría viajó al Vaticano con el fin de congraciarse con el Papa y, sin poner en duda el laicismo constitucional, buscó afianzar y capitalizar las relaciones con la Santa Sede de cara a la amenaza de la Teología de la Liberación. La construcción de la nueva Basílica de Guadalupe fue una consecuencia natural de este viaje, también la tentativa de magnificar -aún más-, el potencial simbólico y discursivo de la virgen como emblema nacional.
Diseñada por un equipo encabezado por el recién galardonado fray Gabriel Chávez de la Mora y Pedro Ramírez, la Basílica implicó una inversión descomunal de cara al desesperado estado financiero del país, pero no pudo concretar la ansiada visita papal que tanto buscaba Luis Echeverría sino hasta 1979, cuando el Juan Pablo II llegó a México en un vuelo privado de Aeroméxico, atendiendo de una invitación personal de José López Portillo.
Tan exitosa resultó esta primera visita que once años después y recibido por Carlos Salinas de Gortari, el Papa peregrino beatificaba a Juan Diego en la Basílica de Guadalupe, en el marco de las recién inauguradas relaciones entre México y el Vaticano.
Todo vale pena. A pesar de los interludios del poder, nada resulta más conmovedor que mirar a millones peregrinos renovando votos y promesas. Veo en ellos la inocencia de Juan Diego y la fe de caminante universal que aún confía en el futuro.
Ojo: los migrantes también son peregrinos. No podemos dejar de denunciar y lamentar la volcadura del tráiler en Chiapas y la inconciencia que suscita tantos accidentes en las carreteras del país. La virgen llora una vez más.
Tomado de https://www.eleconomista.com.mx/
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