Me gusta mucho mirar el campo desde la ventanilla del tren. Sobre todo en las semanas entre abril y mayo, la parte central de la primavera, porque son especialmente verdes y frondosas. Uno de los efectos más bonitos se da en los bancos de amapolas, cuando el movimiento del tren permite ver las variaciones en la intensidad y la disposición del color rojo entreverado con el verde.
En el tren se puede pensar muy bien en la propia vida, en lo que se querría hacer, en cómo hacerlo, en lo que parece que se ha hecho mal pero que en el fondo ha sido luminoso, aunque a veces al llegar se nos olvida todo.
En el interior de los vagones se da la pequeña comedia humana, también interesante, aunque a veces esa cercanía con los demás puede hacernos sentir solos o muy lejos de ellos. Aquí anoto algunos recuerdos de compañeros de viajes recientes en tren que me han resultado chocantes. Por ejemplo, nos tocó un asiento con mesa. La pareja que viajaba enfrente me pareció algo mayor que yo, pero a menudo me equivoco en el cálculo de las edades, y algunos que parecen mis abuelos resultan ser más jóvenes. Me fijé en las pestañas de la mujer, tan espesas que más bien parecían un toldo en miniatura. Pensé que sería una moda de su país, porque me pareció que había algo sofisticado en ella, pero cuando bostezó con toda la boca abierta me costó seguir interpretándolo como un signo de sofisticación. Luego probó a hacerse un ovillo y a estirar las piernas y se durmió y más tarde se puso a mirar en el teléfono, con los párpados medio caídos por el peso de los toldos, un vídeo de unos cantes flamencos, a un volumen bastante alto. Entonces él se puso a dormir apoyando la cabeza en el pecho de ella, usándolo como almohada. Quizá la noche anterior se habían acostado muy tarde. Era evidente que necesitaban dormir a pesar de que el viaje era muy corto. En cierto momento abrió los ojos y miró a los míos sin despegar la oreja de aquellas familiares tetas, y al ver su rostro perpendicular al mío como si estuviese tumbado en la cama con su mujer tuve la sensación de haber invadido algo. Mejor dicho: de haber sido obligada a invadir algo. ¿No es proteger nuestra intimidad una manera de proteger a los demás?
Al otro lado del pasillo, en la mesa contigua, había un chico vaciándose una pequeña botella de vermut en un vaso con hielos. Me pareció un poco temprano, pero vi su sonrisa de medio lado, como si le diese vueltas a un secreto muy propicio, y pensé que estaría recorriendo un país detrás de otro en un viaje que le había conducido a una gozosa suspensión de las convenciones horarias. Si se estaba tomando una copilla a las diez de la mañana sería para celebrar que la vida era hermosa para los beatniks como él, que había sobrevivido a décadas de disimulo. Hoy duermes en Hamburgo, mañana te despiertas en Cádiz. El secreto que le calentaba por dentro podría ser que se sentía vivo y capaz de todo. Más raro me pareció después que estuviese haciéndole fotos a la botella vacía, unas fotos con un cierto aire artístico: sostenía la botella delante de la ventana, como en busca de un rayo de sol que atravesase los cristales… La botella no tenía nada de especial, pero él, sin duda debido a su estado exaltado, había percibido cierta belleza que trataba de registrar con la cámara. Lo miré en varias ocasiones a lo largo del viaje, y todas le vi esa sonrisilla misteriosa, de disfrutar una felicidad desbordante, inaguantable. Miraba por la ventana y sonreía, miraba a los viajeros embebidos en los teléfonos y sonreía, cerraba los ojos y sonreía, como si le estuviese calentando un sol secreto. Parecía el protagonista de una película sobre un inocente iluminado. Lo cierto es que daba gusto mirarlo, pero a la vez pensé que estaba drogado. Él también me sorprendió mirándolo y apartó la mirada, y sonrió un poco más, como si estuviera asimilando para sus adentros la gloriosa epifanía de cruzar la mirada con otro ser humano.
Y otro día, la siguiente escena: un adolescente muy alto, aislado del mundo con un par de cascos, se echó a dormir aprovechando que el asiento contiguo iba libre. Como era tan alto ocupaba el pasillo e incluso le llegaban los pies a los asientos del otro lado. Él dormía a pierna más o menos suelta, pero el paso quedaba obstaculizado. Entonces se acercaron por el pasillo un par de chicas también adolescentes, que caminaban con los teléfonos en la mano, y cuando llegaron a la altura del durmiente se detuvieron, se miraron entre ellas, soltaron unas risitas, se dieron la vuelta y se volvieron por donde habían venido. La escena me pareció rara −¿por qué no se atrevieron a despertarle para pedirle paso?− y me inquietó. Me parecía que detrás había algo no evidente. Por supuesto de entrada yo había pensado que qué chico tan maleducado, pero luego me pregunté si no estaría la verdadera mala educación y la auténtica decadencia de la moral en no molestarte en pedirle a alguien que te deje pasar.
Tomado de https://letraslibres.com/
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