Nunca antes un dispositivo había suscitado tan intenso debate sobre su uso durante la infancia y la adolescencia como hoy en día sucede con el teléfono móvil ¿Prohibirlo en las aulas? ¿Esperar a los 12 o a los 16 años para dar el primer teléfono? ¿Limitar su uso en casa por franjas horarias? Se suceden titulares, normativas y opiniones contrapuestas sobre el acceso de los menores a la tecnología, casi siempre con el foco puesto en el tiempo de pantalla o en el momento de entrega del dispositivo.
Pero quizás estamos reduciendo la mirada. La clave no está solamente en cuánto tiempo pasan los niños frente a las pantallas o si tienen o no su propio móvil, sino en qué tipo de contenidos consumen a través de esos dispositivos, propios o ajenos.
Hoy el móvil es más que un móvil. Sirve de despertador, agenda, reproductor musical o GPS y, en medio de esa cotidianidad digital, la publicidad ha dejado de estar delimitada por los cortes entre programas o los anuncios antes de un vídeo. Ahora está integrada, camuflada, y se presenta como entretenimiento, juego o consejo personalizado.
Publicidad para adultos vista por niños
Desde hace años sabemos que los menores acceden a mensajes con fin comercial incluso cuando no tienen su propio dispositivo. Lo hacen viendo vídeos de YouTube con el móvil de sus padres, jugando en la tablet familiar o navegando en una consola conectada.
Pero lo que tal vez pasa más desapercibido es que al hacerlo desde dispositivos ajenos acceden a mensajes persuasivos pensados para los adultos. Es decir, no solo ven contenidos publicitarios dirigidos a los gustos y deseos de los menores, como moda o tecnología. También reciben impactos pensados para consumidores adultos, porque el algoritmo se alimenta del historial de navegación del titular del dispositivo.
Los niños sin móvil propio, ¿más vulnerables?
Así, no es raro que en medio de una partida de Candy Crush salte un anuncio de una hipoteca con condiciones excepcionales, de un coche de alta gama o de un piso en venta. Y lo más importante: ese contenido llega sin mediación ni explicación alguna.
En un estudio reciente hemos analizado el comportamiento de más de 1.000 menores españoles entre 10 y 14 años y hemos comprobado que los niños que no tienen móvil propio, pero están muy expuestos a contenidos digitales, pueden ser incluso más vulnerables a ciertos anuncios que quienes sí tienen un dispositivo personal.
Esto sucede especialmente cuando los anuncios son percibidos como creíbles o están integrados en formatos familiares, como los vídeos de influencers, los juegos o los retos virales (que invitan a los usuarios a imitar una coreografía, responder a una pregunta o realizar una acción concreta, y que a menudo están patrocinados o vinculados a marcas).
Cómo se desarrolla la capacidad crítica
Esta aparente contradicción se explica porque los niños sin móvil propio suelen tener menos experiencia autónoma navegando y, por tanto, menor capacidad crítica para interpretar los contenidos que consumen. Interactúan de forma más pasiva e imitativa, a menudo como espectadores de los usos digitales de sus padres o hermanos. Y esa pasividad aumenta la probabilidad de que no reconozcan la intencionalidad persuasiva de muchos mensajes.
Los niños sin móvil propio suelen tener menos experiencia autónoma navegando y menor capacidad crítica para interpretar los contenidos que consumen
Pero la exposición no es lo único preocupante. Cada acción del menor en entornos digitales deja un rastro de datos que puede ser recolectado, monetizado y utilizado para diseñar campañas dirigidas con una precisión inquietante. Qué vídeos ve, en qué momento juega, qué avatar diseña y elige, a qué hora se conecta… Todo se registra y se convierte en información comercialmente valiosa.
Aunque el menor no tenga móvil propio, está generando datos útiles para orientar decisiones de marketing, personalizar anuncios y anticipar comportamientos de compra. Así, los menores participan –muchas veces sin saberlo– en un ecosistema económico basado en la predicción algorítmica. Los adultos deben ser conscientes de que sus dispositivos están vinculados a un historial de navegación que influye directamente en el tipo de contenido que reciben los menores.
Educar antes que prohibir
Por tanto, el problema no es solo el acceso al dispositivo, sino la falta de formación para desenvolverse en entornos cargados de estímulos comerciales. No basta con retrasar la entrega del primer móvil si, mientras tanto, el menor accede a un mundo de contenidos publicitarios omnipresentes sin que nadie le explique qué está viendo o por qué lo ve.
Las redes sociales son un espacio publicitario constante, en el que los límites entre contenido editorial, entretenimiento y promoción son cada vez más difusos. Es urgente replantear el debate sobre los móviles en la infancia para que no se reduzca a una cuestión de control, sino que incorpore una dimensión formativa, crítica y ética.
Alfabetización publicitaria
¿Qué podemos hacer? La alfabetización publicitaria (entender qué es un anuncio, cómo se dirige a mí, por qué lo estoy viendo) debería enseñarse desde edades tempranas, incluso antes de tener un móvil propio. Educar en pensamiento crítico es tan importante como limitar la exposición. Las familias también necesitan herramientas para acompañar y mediar, explicando a los niños qué ven y cómo funciona el entorno digital, aunque sea en una partida compartida.
Prohibir el móvil no es, por sí sola, una solución. Lo importante es que los menores estén preparados para identificar y analizar contenido que ya forma parte de su día a día, incluso cuando no lo buscan. Porque el mensaje comercial está ahí: disfrazado de juego, de humor, de vídeo gracioso. Y si no les damos las herramientas para interpretarla, estarán desprotegidos… aunque no tengan móvil.
Beatriz Feijoo es profesora Titular de Publicidad en Universidad Villanueva; Erika Fernández Gómez es profesora Titular de Publicidad y Coordinadora Académica del Grado en Publicidad de UNIR en UNIR – Universidad Internacional de La Rioja y Patricia Núñez Gòmez es catedrática Ciencias de la Comunicación Aplicada en Universidad Complutense de Madrid. Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.
Tomado de Ethic.es
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