Este texto se lo dedico especialmente a todos mis amigos, alumnos y exalumnos que se han desviado del buen vivir y a quienes no supe encauzar bien por culpa de mi perfeccionismo, mi intensidad, mis mandatos imperativos y mi rigidez en momentos de incomprensión. Les pido perdón por no haber sabido ayudarles a fomentar en su corazón anhelos nobles que verdaderamente los lleven a la felicidad. A mis estudiantes actuales, les ruego que no se dejen engañar por las falsas ilusiones de felicidad que les prometen industrias como la pornografía; la drogadicción; y el espectáculo.
Hace unos meses, en mi clase de Ética, uno de los alumnos que más estimo me cuestionó sobre la existencia de la leyes morales, mi explicación sobre la existencia del bien y del mal le causaba repugnancia pues estaba cansado de que le dictarán normativas sobre cómo actuar. Deslumbrado por los placeres que le ofrecía el mundo, quería rebelarse en contra de lo que la filosofía clásica denomina ley natural. Me di cuenta de que este alumno era fruto de un sistema legalista en el que predominaba la prohibición. Se sentía reprimido por los imperativos que le habían dictado desde la niñez. Es una buena persona, pero ya no quería serlo. Su sentir me impactó y me derrumbó. “¿El bien y la virtud son una carga para los adolescentes?”, me cuestioné con desolación. Al igual que doctor Fausto de Goethe, mi brillante estudiante quería portarse mal porque le parecía que dejarse seducir por los placeres del mundo lo sacarían del aburrimiento. La etiqueta de joven bueno le pesaba demasiado. Su participación en clase me hizo pensar por semanas, incluso pasé noches en vigilia intentando contestar a las siguientes cuestiones: “¿Realizar el bien realmente nos hace libres?; ¿por qué algunos no se gozan en él? Invadido de interrogantes indagué en mi biblioteca personal para dar una respuesta contundente. Entre la literatura y la filosofía encontré una respuesta sencilla, pero profunda: “hemos olvidado educar el corazón de las personas, sólo fomentamos las actividades externas y el deber, pero no purificamos sus anhelos y sus intenciones”.
El problema de la ética de los mandatos es que desgasta a aquellos que los realizan cuando no los interiorizan. Les dictamos las reglas, pero no los inspiramos para que quieran vivirlas gozándose en ellas. La gente está conflictuada porque sus sentimientos los empujan a querer lo que constantemente les hemos predicado que está mal. Sus tendencias y el ambiente los invitan a dejarse llevar por los placeres que les dan satisfacciones inmediatas, lo que genera que libren una batalla interna entre el deber ser y el querer ser. Ante tanta convulsión y confusión, la única forma de amar el bien es educar el corazón y su sensibilidad. No basta con que sepan qué está mal o qué está bien, hay que lograr que disfruten y se enorgullezcan de hacer el bien. Por ello, debemos dejar de dictarles reglas y empezar a fomentar que sean reflexivos y se conozcan para que purifiquen sus intenciones internas.
Las intenciones nacen del corazón, de lo más íntimo de la persona. En los últimos meses me he dedicado a invitar a la gente a que se tome un tiempo en la noche y reflexione qué anhelos existen en su interior. Mi método consiste en preguntarte lo siguiente en silencio: ¿Por qué reacciones de esa manera al enfrentar aquella circunstancia? ¿Qué te motiva a actuar? ¿Qué aspiraciones persigues en tu día a día? Los que lo realizan se sorprenden al ver que las fuerzas que los impulsan a vivir son frívolas y vacías. Dinero, envidia, resentimiento, fama, poder, prestigio sexo, reconocimiento social, etc. Nuestros corazones están engrasados, abrumados de falsos dioses. Alimentamos el ego en todo momento. Insaciables, buscamos algo que llene los anhelos que el corazón reclama. El problema es que en cuanto le damos rienda suelta a nuestro egoísmo, estamos más vacíos. Hemos educado corazones y sentimientos fríos, desolados y posesivos. Incapaces de liberarnos de lo instintivo, animalesco y primario. Somos tan insensibles que nos burlamos de aquellos que expresan lo que sienten con sencillez, nobleza y delicadeza.
Para educar el corazón es necesario reconocer nuestras emociones y dirigirlas a querer lo bueno. Hay una máxima que hemos despreciado y olvidado: no sólo se forma la razón, hay que formar los sentimientos. El objetivo es que nos sintamos bien. Una sensibilidad recta es aquella que, al ver la injusticia, despierta la ira; al ver el mal, despierta el temor; al ver el sufrimiento, se compadece; al ver la belleza, se deleita. Esas reacciones son internas, no se pueden juzgar con los puros hechos externos. Dos personas pueden estar viendo la Venus de Botticelli, una puede estar contemplando la belleza del cuerpo femenino con asombro, mientras que la otra puede estar aburrida sin deleitarse de aquella imagen tan preciosa. Externamente los dos están apreciando el arte, pero sólo internamente una se deleita en él con buena sensibilidad y la otra es incapaz de apreciarla.
La pregunta fundamental que nos tenemos que hacer es: ¿Cómo encausmos nuestra sensibilidad hacia el bien? Para sensibilizarnos bien hay que comprender qué motivaciones internas rigen mi vida. Podemos reconocer si estamos atrofiados al no ser capaces de ver en el otro a un ser humano con dignidad. Si ves el sufrimiento ajeno y no te compadeces, tienes tu brújula de emociones descompuesta. Si no te causa escándalo el mal, hay algo en tu interior que se ha perdido. Si lo único que te deslumbra son la diversión y el entretenimiento, debes reconsiderar qué anhelos hay en tu corazón. Para dirigir nuestros sentimientos al bien hay que direccionarlos con audacia y autocontrol a través de la reflexión y la serenidad. Es bueno que antes de que actuemos, respiremos, nos calmemos y pensemos si nuestra reacción es propia de la situación y, si ya actuamos mal, lo óptimo es detenerse a cuestionarse, ¿qué me movió a hacer aquello? La clave es ir conociendo nuestro interior para darnos cuenta de que no disfrutamos el bien porque no hemos preparado nuestros sentimientos para hacerlo. Les aseguro que vale la pena purificar el corazón, hacerlo más humano, desarrollar una sensibilidad llena de amor verdadero, porque, una vez que lo hemos hecho, nos liberaremos de aquello que nos lleva a la perdición y empezaremos a sentir realmente lo maravilloso que es estar vivos.
Querido lector, te dejo el fragmento de uno de mis poemas favoritos titulado El Legado de Goethe que describe a la perfección la verdadera libertad de aquellos que fomentan una riqueza en su interior y en su sensibilidad: “Vuélvete hacia ti mismo; allí, en tu interior, el centro encontrarás del que dudar no puede un noble espíritu. Ninguna norma allí echarás de menos que una conciencia independendiente el sol de tu vida moral realmente es”.
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