“La vida entera parece de mentira, cuando se es joven. Lo que les pasa a otros, las desdichas, las calamidades, los crímenes, todo ello nos resulta ajeno, como si no existiera. Incluso lo que nos pasa nos parece ajeno una vez que ya ha pasado”, Javier Marías.
Los grandes pensadores griegos de la antigüedad calificaron a los jóvenes como un grupo inestable e imprudente. En gran parte por su volatilidad, su falta de carácter e inexperiencia en cuestiones de la vida. Si algo caracteriza a la juventud es su capacidad de proyectarse a futuro a través de ilusiones. La ilusión es buena pero arriesgada, es una contradicción porque puede hacernos perder el piso. Vivir fuera de la realidad y centrados en una búsqueda de experiencias emocionales fuertes son singularidades de quien no ha alcanzado la madurez. Es una época de la vida tan deslumbrante que muchos señores se quedan atrapados en ella. No asumir responsabilidades, descubrir el mundo por primera vez, hacer y deshacer sin consecuencias son actividades que nos atraen, por ello algunos nos negamos a madurar y pretendemos eternizar la adolescencia.
Al mismo tiempo, la juventud es hermosa porque es la época de los sueños, de los grandes ideales, pero también es peligrosa —como lo han advertido grandes sabios de la humanidad—. El riesgo de ser joven radica en que, a esas tempranas edades, formamos nuestra sensibilidad. Los actos que cometemos nos van configurando y cobran factura en la adultez. Nos definimos teniendo pocas herramientas para encaminarnos hacia la libertad. Nos podemos quedar atrapados en los placeres animales, en los instintos, en la comodidad y en la desgracia. El joven puede perder su sensibilidad hacia lo que vale la pena perseguir porque las estructuras sociales nos invitan a renunciar al encuentro con la belleza, con el bien, con la justicia y con la verdad. A los adolescentes les parece tan lejana la realidad de la vida que creen que pueden evadirla por un tiempo y que, en la adultez, como por arte de magia, lograrán ser grandes seres humanos.
La tentación más fuerte que vive un joven es la indiferencia que nace de encerrarse en los placeres carnales y negar la existencia del otro. Se les crea una burbuja protegida por padres y profesores que los aleja de la realidad. Ven tan ajenos los problemas del mundo que pueden llegar a despreciarlos y negarlos. Si no contamos con las generaciones enérgicas y vitales para combatir el mal, entonces no podremos transformar la sociedad. Las acciones del futuro de la humanidad deberían encaminarse a formar una sensibilidad pura y relacional que despierte un sentido de justicia tan grande que haga de nuestros muchachos personas capaces de mejorar su entorno. Es la confrontación con la realidad lo único que los hará conscientes de lo que significa vivir y los abrirá al otro, al que sufre. Ver al desfavorecido, salir del caparazón de la frivolidad, es el remedio en contra de la cultura del descarte y del egoísmo desmesurado.
El mundo no necesita jóvenes perfectos, lo que hacen falta son personas apasionadas dispuestas a llenar de compasión este hogar común que llamamos planeta tierra, amantes del mundo con una alta sensibilidad que acompañen a los otros en el sufrimiento, en el dolor y en las dificultades. La esperanza está puesta en aquellos que vendrán, con un corazón limpio y sin indiferencias, a reformar las estructuras sociales para llenarlas de caridad y de amor al otro. Como educador de la juventud siempre les recuerdo a mis estudiantes que no se conformen con algo menor que el bien, la verdad, la justicia y el amor.
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