Muere a los 89 años Jean-Claude Carrière, el hombre que comió con Buñuel 2.000 veces

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Martes,
9
febrero
2021

08:13

El guionista y dramaturgo francés fue el autor de hasta seis películas del director de Calanda y trabajó con directores como Godard, Louis Malle, Berlanga, Trueba o Milos Forman


Juan-Claude Carrière recibe el Oscar de honor en 2015.
MARK RALSTON AFP

La nota que detalla el motivo de la muerte no dice nada más que dormía. Y de ser así, Jean-Claude Carrière ha conseguido lo que pocos en su vida (y en su muerte): morir como el mejor de sus amigos. Se habla mucho sobre la buena vida vivida al lado de la gente que se ama, pero quizá habría que prestar un poco de atención a la buena muerte, amada, junto a la gente con la que tanto se quiso.

A este guionista de cine, dramaturgo, infatigable conversador políglota y cortometrajista con Oscar le gustaba recordar que cuando la mujer de Luis Buñuel le contó cómo había muerto su amigo se alegró. «Luis dijo simplemente: ‘Ahora me muero’. Y en ese momento se detuvo el corazón. La muerte fue la última acción de su vida», decía y quién sabe si a él le ocurrió otro tanto.

Presumía de haber comido con Buñuel hasta 2.000 veces. Las había contado, decía. De esos almuerzos salieron nueve guiones, seis películas y un libro (Mi último suspiro). Y en cada una de esas comidas los dos juntos construyeron un legado de cine, de arte, de surrealismo jovial y, sobre todo, de amistad eterno. Mucho más allá de la vida. Y de la muerte. La madrugada del lunes murió a los 89 años mientras dormía el mayor de los escritores que ha dado el cine.

Repasar su filmografía se antoja básicamente un ejercicio desmedido. Surrealista incluso. A este hombre nacido en Colombières-sur-Orb, Hérault, en 1931, el cine europeo le debe la vida. Y desde ahora, quizá hasta su muerte. Desde Jacques Tati (convierte en novelas las películas ‘Mi tío’ y ‘Las vacaciones de Monsieur Hulot’) a Jean-Luc Godard (‘Salve quien pueda, la vida’ o ‘Pasión’) pasando por Louis Malle (‘Viva María’ o ‘Milou en mayo’), Milos Forman (‘Juventud sin esperanza’, ‘Los fantasmas de Goya’ o ‘Valmont’), Michael Haneke (‘La cinta blanca’), Volker Schlöndorff (‘El tambor de hojalata’), Philippe Garrel (‘Amante por un día’), Luis García Berlanga (‘Tamaño natural’) o Fernando Trueba (‘El artista y la modelo’), todos han sido transcriptores de sus palabras en imágenes.

Y por supuesto, el primero de todos ellos, Luis Buñuel. Se conocieron en 1964. Por entonces, él ya era un hombre oscarizado merced a una pesadilla diminuta y urbana en formato de cortometraje titulada ‘Heureux anniversaire’ y firmada junto a Pierre Étaix. Luego volvería a ser galardonado con el mismo premio pero de honor en 2015.

Contaba que todo cambió el día que aprendió a contradecir, a decir que no, a Buñuel. «Me citó muy ceremonioso su productor y me dijo: ‘Luis no quiere un mecanógrafo, sino un colaborador’. Y lo entendí». Siempre confió en su labor de «obrero invisible», como le gustaba decir. Nueve guiones escribieron juntos. De ellos, seis fueron películas: ‘Diario de una camarera’ (1964), ‘Belle de Jour’ (1967), ‘La vía láctea’ (1969), ‘El discreto encanto de la burguesía’ (1972), ‘El fantasma de la libertad’ (1974) y ‘Ese oscuro objeto del deseo’ (1977). Fueron en total casi dos décadas de trabajo, de comida y, sobre todo, de amistad. De vida y, por supuesto, hasta de muerte.

Producto de la república bien entendida

Carrière presumía de no presumir. Se describía como el producto simple y perfecto de la educación pública, de la república bien entendida que es la única manera de entenderla. Había nacido, decía, en una casa sin libros ni imágenes de ningún tipo. Hasta el día que una profesora le enseñó el más enigmático de los objetos: un libro. Como decía Borges, todas las invenciones del hombre, desde el arado al telescopio o el fonógrafo, prolongan y hasta mejoran nuestros sentidos. Sólo el libro hace eso mismo, pero con la imaginación. Y ahí se quedó a vivir.

Le gustaba, y a eso dedicó la vida, crear personajes que eran la manera de multiplicarse por toda la gente de la que era capaz. «Dicen que en una ocasión un actor le preguntó a Pirandello por qué un personaje decía una cosa en la página diez y en la veinte la contraria. Pirandello se limitó a declarar su absoluta ignorancia. ‘Y yo qué sé, yo sólo soy el autor’, fue su respuesta». Y contada la anécdota en un español acentuado como el francés pero con la cadencia contundente del maño, dejaba claro que él no era nadie para contradecir a Pirandello. Escribía para deshacerse de cualquier responsabilidad de sus personajes.

Pese al éxito de su primera película como director, pronto abandonó la realización para centrarse en él, que era su manera de centrarse en los demás. Si 20 años estuvo con Buñuel, más de 30 trabajó con Peter Brook, puesto que el teatro siempre fue su otra pasión. «Nunca tuve la sensación de poseer un mundo propio que necesitara una imagen propia», decía como preámbulo a la que podía ser la mejor definición de su obra: el cine invisible. «Basta leer a Juan de la Cruz: ‘No viajamos para ver, sino para no ver’. Lo que no se ve en la película es más importante que lo que se acierta a ver. Y eso es siempre un misterio», decía, se tomaba un segundo y añadía su propia desdramatización de lo dicho: «Una vez al acabar una película, el público se puso en pie a aplaudir y entre los que más aplaudían había un perro. El director se quedó sorprendido y preguntó al dueño por qué creía que le había gustado tanto al can. El dueño respondió: ‘Es raro porque el libro no le gustó nada’. A saber qué es lo que había visto el perro. Eso es el misterio». Y así.

Uno de los guiones que dejó escrito con Buñuel fue ‘Agón’ y supuestamente iba a tratar de la muerte. Decía que no le preocupaba. Decía que la vez que más cerca estuvo de ella por culpa de una operación complicada de corazón le había llamado la atención que la vida de una hombre de 80 años (él) estuviera en manos de un hombre de 40 (el cirujano). También decía que empezó a escribir con nueve años, pero que no sabía por qué. Siempre quiso hacerlo. Decía que no sabía nada de él mismo, que las respuestas personales siempre obtienen una respuesta falsa, que desconfía de los que tienen muy claro quiénes son. «Nadie sabe la verdad sobre sí mismo», concluía Carrière. DEP.

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