septiembre 17, 2025

Ms. Kiesler (II de III) – Jorge Díaz Ávila

V

            Después de un intento fallido en Marruecos, los aliados llevaron a cabo, el 8 de noviembre de 1942, un desembarco ―principalmente angloamericano― en las costas de Argelia. Eisenhower lo planeó con anticipación, delineó el operativo y capitalizó su éxito. Con esta acción los aliados pretendían apoyar a algunos frentes importantes, pues el peso de la guerra en Europa comenzaba a recaer sobre los soviéticos. El eje reaccionó de inmediato organizando un desembarco en Túnez en enero de 1943 con el propósito de apoderarse del canal de Suez y frustrar así la ayuda que los aliados le hacían llegar a la URSS. Pese a los temibles submarinos alemanes U – 9, responsables del hundimiento de 12 millones de toneladas de barcos mercantes y de guerra, el auxilio aliado continuó fluyendo hasta Moscú a través de la ruta marítima de Múrmansk y del Golfo Pérsico. ¿La causa?, las flotas angloamericanas y algunos submarinos aliados utilizaron, experimentalmente, un dispositivo que les permitió comandar a distancia torpedos y proyectiles, incluso, cambiándoles la ruta en curso y modificando su trayectoria instantes antes de impactar en el blanco. Con este nuevo ingenio los aliados se abrieron camino entre los mares atestados de submarinos y destructores nazis.

            Los soviéticos asestaron el primer golpe fatal a los ejércitos alemanes con la batalla de Stalingrado; luego, el soporte aliado ―víveres y bastimentos―  facilitó la ofensiva continua que los exaltados patriotas soviéticos lanzaron contra los nazis. Finalmente, el despiadado invierno hizo su parte y las columnas del eje, por vez primera, tuvieron que cambiar de táctica ofensiva a defensiva.

“Después de un intento fallido en Marruecos, los aliados llevaron a cabo, el 8 de noviembre de 1942, un desembarco ―principalmente angloamericano― en las costas de Argelia.”

VI

            Una mañana temprano llegó hasta mi establecimiento ―una modesta palapa a la orilla del camino― un joven delgado, muy alto, güero, con bigotillo y gafas oscuras. Caminó a grandes trancos sobre la polvareda, como evitando a toda costa que, a su traje de lino, impecablemente blanco, le cayera una mota de polvo. Preguntó en español rudimentario si vendía cerveza. Cuando le dije que sí, regresó a su auto ―un convertible azul último modelo― y abrió la portezuela para que bajara una dama que yo no había visto por estar recostada en el asiento trasero. La mujer, en zapatillas y pescadoras lucía como artista de cine, recuerdo que se quitó las gafas y la pañoleta que le sujetaba el pelo y alborotándoselo con la mano encendió un cigarrillo que aprisionaba ligeramente entre los labios encarnados.

            Ella era pálida, muy pálida, y tenía ojos grandes que, aunque mostraban profundas ojeras mantenían una exótica vivacidad y una belleza turbadora. Su pelo era negro, casi azulado y su cuerpo, extraordinariamente grácil, perfectamente formado, con una cintura estrechísima y un busto generoso.

            Ambos altos, continuamente manoteaban al aire para espantarse las moscas. En perfecto español la mujer pidió una cerveza obscura fría y apenas se la entregué, se la empinó de un trago; el hombre hizo lo mismo y reavivando su embriaguez comenzaron a reír y beber desordenadamente. El alboroto reunió a un grupo de chiquillos que los miraban sorprendidos y que no dejaban de rondar al convertible.

            Por mi estanquillo es frecuente ver gringos, pero todos con facha de paisanos, uno que otro güero, pero nunca una pareja tan atractiva, insisto que parecían artistas.

            Los norteamericanos les permitieron a algunos chamacos subir al auto, ponerse al volante y simular que manejaban. La mujer ―lo recuerdo bien― alzó en brazos a un pequeño que apenas caminaba y que no dejaba de señalarla con el dedo. Con la cáfila detrás y con algunos niños abordo dieron varias vueltas por la terracería levantando nubes de polvo amarillo. Después de un rato regresaron al establecimiento y echaron en su cajuela cuatro cartones ―toda la existencia― de cerveza oscura¡96 botellas en total! Me pagaron cien dólares y al estar calculando mentalmente cuánto debía devolverles, la dama me extendió un abanico de seda; al ver mi cara de extrañeza dijo: para completar la cuenta, obséquielo a su mujer. Esta última frase la pronunció casi como una orden, luego, me pidió un momento y volviendo al auto regresó con un rollo de papel que me entregó ante las protestas de su acompañante. Ya se marchaban cuando los detuve, les pedí por favor que se dejaran tomar una foto pues quería tener un recuerdo de tan hermosa pareja, quién sabe, tal vez los vería después en la pantalla del cine. El novio masculló algo en inglés sobre una película, lo que me hizo sospechar que efectivamente eran artistas; después, abusando de la amabilidad de la chica le solicité que me diera su autógrafo y no teniendo más papel a mano que el periódico y las bolsas de estraza con las que envolvía las mercancías, le extendí el rollo que acababa de obsequiarme. Sonrió y, con una Parker reluciente, firmó en el pliego.

            Por muchos días el rollo de papel conservó el delicado perfume de la dama. Resultó ser un dibujo que le cambié a un anticuario de la ciudad de México, muchos años después, por una botella de vino francés cosecha 1937. La fotografía aún la conservo; le pegué una etiquetita con la fecha y lugar donde la tomé. Aunque continué con mi estanquillo algún tiempo, jamás volví a ver a la agradable pareja; me dio la impresión de que eran recién casados.

  “Por mi estanquillo es frecuente ver gringos, pero todos con facha de paisanos, uno que otro güero, pero nunca una pareja tan atractiva.”

VII

            Para facilitarme mis funciones, el gerente de la empresa me hizo llegar el programa Corel Draw 8.0 para que lo instalara en mi computadora ya que recién había salido al mercado de software. Antes de abrir el paquete me llamó la atención el retrato que lo ilustraba. De alguna manera el rostro de la joven se asemejaba al perfil de “mi cuadro” que pendía de la pared. Rápidamente rasgué el celofán y hurgué en el interior de la caja para saber más acerca de la ilustración. Adjuntos al CD del programa hallé varios cupones para canjear con el fabricante por ilustraciones digitales. También ilustrados con el mismo rostro, los cupones especificaban que el autor era John Corkery, un diseñador que resultó ganador como “mejor de la exposición” en el Concurso Mundial de Diseño Corel Draw. El dibujo, se acotaba, era una ilustración vectorial de Hedy Lamarr. Comparando la cubierta de este programa de diseño y la ilustración que pendía de la pared podría decirse que la mujer retratada era la misma del cuadro, incluso, los collares de ambas pinturas eran idénticos. Pero ¿quién era Hedy Lamarr? Después conocí algo sobre esta actriz vienesa que conquistó a los grandes estudios del Hollywood de los años 30 del Siglo XX.

            Qué curioso. Durante muchos meses su imagen me acompañó en mis labores de diseño. A partir de ese momento, todos los ilustradores y diseñadores gráficos del mundo tendrían, como yo, que ver por muchos meses ―hasta que una nueva versión del programa saliera al mercado― el retrato de la hermosísima Hedy Lamarr al sentarse frente a sus computadoras: la imagen de la diva austriaca aparecía en la pantalla de apertura del Corel 8.0. Lamentablemente, la ilustración vectorial no hacía justicia a los fascinantes ojos de la actriz, tal vez lo más hermoso de su ya de por sí majestuosa fisonomía.

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Last modified: 2 febrero, 2023Tomado de https://lalupa.mx/